La actuación del pianista británico pone otra vez el foco sobre el viejo objetivo de ganar para la clásica a un público joven
VALENCIA. El concierto de James Rhodes en el Palau de la Música de Valencia no formaba parte de la programación del auditorio, sino que estaba organizado por la productora Sold Out. Rhodes proyectó, como de costumbre, una imagen aparentemente transgresora, en busca de nuevos públicos para unos espacios donde la media de edad es peligrosamente alta. El pianista inglés se ha embarcado en esta cruzada utilizando los habituales medios de presentarse con vaqueros y zapatillas de deporte, de explicar las obras antes de tocarlas, y de buscar una iluminación diferente. Otras causas por las que ha llegado a la gente no son habituales ni cabe bromear sobre ellas: él ha relatado abiertamente la trágica historia de las violaciones reiteradas que sufrió durante su infancia. Lo ha hecho mediante un libro (Instrumental. Memorias de música, medicina y locura, Blackie Books 2015) del que se han vendido 75.000 ejemplares, y que ha contribuido sin duda a visualizar, todavía más, los abusos sexuales que se ciernen sobre los niños.
En el hall del Palau se vendía el sábado ese título, junto a otro que acaba de aparecer: Toca el piano (Blackie Books, 2016), donde trata de estimular la práctica musical. Rhodes defiende que, en seis semanas, se puede aprender a tocar un Preludio de Bach. Como muestra, el recital dio comienzo –por supuesto, en vaqueros y camiseta- con el Preludio núm. 1 en do mayor de El clave bien temperado. Muy pocas obras, a lo largo de la historia, reúnen como esta tanta música en tan poco espacio (apenas dos páginas impresas). Y con tan pocas notas. Por eso es bastante fácil de tocar, si entendemos “fácil” en el sentido de no errar la tecla. Por otro lado, sin embargo, se nos aparece como un maravilloso universo que nunca acabamos de comprender, que nos conmueve con su destilada sencillez y que, por eso mismo, se nos resiste a la hora de interpretarlo. Casi todos los estudiantes de piano, ya en el segundo o tercer curso, han tenido que enfrentarse a esta partitura, y los más aventajados lo han tocado en bastante menos de seis semanas. Otra cosa es que su interpretación haya sido satisfactoria. Pero lo es, sin duda, la posibilidad de lidiar tan pronto con una obra de arte mayúscula. Por eso resulta algo tramposo el presentar como novedad, como modelo alternativo, algo que lleva haciéndose en todos los conservatorios y escuelas de música desde hace lustros. También tienen ya larga vida métodos como el Kodály, Suzuki y otros muchos, que buscan la iniciación temprana y agradable de los niños en la música. James Rhodes, quien, en su azarosa vida, estuvo diez años alejado del piano y trabajando como broker en la City londinense, ha debido olvidarlo.
Tampoco es novedoso lo de los vaqueros. Incluso había un programa televisivo (bastante rancio, por cierto) con ese título (Ópera en tejanos). El público amante de la clásica hace muchísimo tiempo que va a los conciertos y a la ópera con vaqueros, o con lo que acostumbre a ponerse. Es cierto que también hay gente más arreglada, pero lo positivo es que cada cual vaya como quiera. Respecto a los intérpretes, algunos nombres ya lucen otros estilos y actitudes: Ara Malikian, cuyo atuendo y peinado nada tiene que envidiar al de James Rhodes y que, además, toca maravillosamente su violín. Cameron Carpenter va llenísimo de tatuajes (actuó el pasado 15 de noviembre en el mismo Palau), Thibaudet aparece por lo general con trajes estilosos, Maria João Pires siempre ha tenido un toque alternativo, y el mismo Lang Lang sube adolescentes al escenario para presumir de enrollado. En los grupos de música contemporánea prácticamente nunca se ve un frac, y se explican con frecuencia las obras a interpretar. También los de música antigua han introducido cambios, a veces muy coloridos, en la indumentaria.
Lo cierto es que debería profundizarse en esa vía, sustituyendo la apariencia anticuada por atuendos y actitudes más funcionales y modernos, pero sin esperar que ello se convierta en mágico imán para atraer a la gente. Si a la mayoría de los jóvenes no les gusta la música clásica no es por la ropa que usan los intérpretes, ni por la ausencia de explicaciones sobre el significado de una partitura. ¿Qué significa, además, la tremenda Sonata 31 de Beethoven que escuchamos el sábado? ¿Cómo puede expresarse eso con palabras? Rhodes lo intentó, y fue desgranando un tópico detrás de otro, como hizo, por lo demás, en el resto de las obras. Más que a los compositores se explicaba a sí mismo, declarando tener un transtorno obsesivo-compulsivo, por ejemplo, haciendo gala de decir tacos, y echando pestes del Brexit o de Trump, en una meditada mercadotecnia destinada a agradar al público. Lo bueno de su recital no fue esto, sino la composición del programa. Porque no acudió, para convencer, a los clásicos populares, sino que tocó obras realmente interesantes y, en algún caso, poco conocidas. Beethoven estuvo precedido, además del Bach mencionado antes, por la Polonesa Fantasía op. 61 y la Fantasía op. 49, ambas de Chopin. Luego, cinco bises, deslizándose en alguno de ellos hacia los fuegos de artificio: entre las paráfrasis pianísticas del Orfeo y Euridice (Gluck), y la de O mio babbino caro (Puccini), intercaló el Preludio en re bemol mayor de Rachmáninov. Volvió luego a las paráfrasis, esta vez con la Colonel Bogey March (de Kenneth J. Alford, famosa por su inclusión en la banda sonora de El puente sobre el Río Kwai). Más Bach, por último, para acabar.
Un programa tan ambicioso fue servido, por el contrario, con una técnica bastante primaria: notas falsas, roces, acordes de escasa simultaneidad, pedal emborronado, dinámica pobre, fraseo caprichoso, pulsación no igualada, escalas segmentadas por el paso del pulgar, mano izquierda sobrevalorada con frecuencia, y, como mayor pecado, incapacidad para cantar con el piano. Por no hablar de cómo enfocó el rubato en Chopin, o cómo (no) se trazaron bien las voces de la fuga en el tercer movimiento de Beethoven. Sin embargo, en medio de ese barullo, consiguió comunicar con los oyentes o, al menos, con buena parte. El público, más joven de lo habitual, quizá escuchaba obras de tal calibre por primera vez, y cayó rendido ante una belleza que logró sobreponerse a la deficiente ejecución.
Los aplausos fueron encendidos, y cabría preguntarse, en consecuencia, bastantes cosas: ¿qué sentirían los asistentes con las mismas obras y un intérprete que las tocara bien? ¿qué pasaría si tal intérprete llevara frac? ¿hay que poner obligatoriamente ropa informal a los músicos? ¿será el precio de las entradas (de 18 a 35 euros) la causa de que el Palau no se llenara el sábado, pese a las “novedades” anunciadas a bombo y platillo? ¿Volverán esas mismas personas a otros conciertos de clásica? ¿Tiene que ver la escasa presencia de jóvenes en los auditorios con la también escasa presencia de esta música en la sociedad española, incluidos el ámbito educativo y el familiar? ¿Se conectaría este alejamiento juvenil con la dificultad objetiva que presenta el repertorio clásico frente a las melodías pegadizas y la rítmica simple de los temas pop? ¿Estará relacionada la ausencia de los auditorios con la escasa asistencia a los museos o la exigua taquilla del cine menos comercial? ¿Son todas estas actitudes exclusivas de los más jóvenes, o sólo reduplican ellos lo que sucede en todas las edades? ¿Por qué se observa, si contabilizamos el número de conciertos, que la demanda de jazz es menor aún que la de clásica, cuando la vestimenta y los rituales fueron ya drásticamente distintos desde su origen? ¿Se tratará también, aunque con otras coordenadas, de una música bastante compleja?
Por último: quien no es capaz de pasar una hora leyendo ¿puede aguantar sin moverse y sin hablar una Sinfonía del siglo XIX que dure lo mismo?