VALENCIA. Fue violado repetidamente a los seis años por su profesor de boxeo. Mantuvo relaciones sexuales con alumnos mayores que él y con adultos durante las siguientes etapas de su escolarización en otros centros. Ha planificado su muerte en demasiadas ocasiones, e incluso ha tratado de suicidarse sin éxito ahorcándose con el cable de un televisor, ha caído en un abismo profundísimo de drogas, dependencias tóxicas y reclusiones en instituciones psiquiátricas, ha destruido su matrimonio, ha perdido la custodia de su hijo, ha logrado vivir del piano trabajando con entusiasmo para la renovación de la industria de la música clásica, ha sobrevivido y sobrevive a un infierno que nunca se enfría del todo, ha escrito un libro maravilloso como pocos.
Por si fuera poco, James Rhodes ha necesitado la sentencia de un tribunal para poder publicar Instrumental. Memorias de música, medicina y locura -que ha llegado a nosotros en una fantástica edición de Blackie Books- porque su ex mujer quería evitar que el hijo de ambos conociese los terribles hechos que su padre había tenido que vivir. Pero es que tras décadas de vergüenza y culpabilidad escondida, eso es justo lo que no quiere Rhodes. No más silencio. La verdad es asquerosa y genera rechazo, pero es la verdad.
Leer la autobiografía de alguien de cuarenta años a quien todavía deberían quedarle bastantes cosas por vivir y contar, es algo poco habitual. Pero Rhodes es muy consciente de que solo dos malas semanas le separan aún hoy de la catástrofe, de la reclusión y tal vez, de la muerte, y esta era una buena ocasión para llamar a las cosas por su nombre. Para empezar, nada de abusos: “Abusar es tratar mal a alguien. Que un hombre de cuarenta años le meta la polla por el culo y a la fuerza a un niño de seis años no se puede considerar abuso. Es muchísimo más que un abuso”. Uf. No estamos acostumbrados a a que nos cuenten estas tragedias con tantos detalles como se dan en el libro.
Para continuar, una absoluta sinceridad respecto a él mismo, pero no de ese tipo que busca una respuesta alimentaegos tipo no, qué va, que no eres así, hombre, sino de esa que te deja realmente en muy mal lugar: “Me odio, tengo demasiados tics, suelo decir lo que menos me conviene, me rasco el culo cuando no toca (y luego me olisqueo los dedos), no me puedo mirar al espejo sin que me entren ganas de morirme. Soy un imbécil vanidoso, egocéntrico, superficial, narcisista, manipulador, degenerado, pelota, quejica, lleno de carencias, con tendencia al exceso, agresivo, frío y autodestructivo”.
Para terminar, una falta de prejuicios total a la hora de hablar de ciertos tabúes o incurrir en opiniones tremendamente incorrectas según la convención, como sus loas al tabaco: “El puto tabaco. Lo mejor que se ha inventado desde que el mundo es mundo […] Lo que tiene el tabaco es que no te cuentan lo bien que sirve para ahogar sentimientos”. O su explicación de las bondades de autolesionarse con cuchillas: “esto brinda el subidón más efectivo, inmediato y eléctrico, solo comparable al de la heroína (inyectada, no fumada) y al del crack”. A estas alturas igual más de uno o una se ha espantado ya. Que no cunda el pánico, es solo que como dijo el juez del Tribunal Supremo que finalmente permitió la publicación de Instrumental, una persona que ha sufrido del modo en que Rhodes ha sufrido y que ha luchado contra las consecuencias de su sufrimiento de la forma en que él lo ha hecho, tiene derecho a hablarle al mundo sobre todo ello. Como le dé la real gana.
Especialmente porque Rhodes no frivoliza, simplemente habla con naturalidad para romper el macabro conjuro que aísla a las víctimas de violaciones de toda una sociedad a la que escandaliza tanto tanto tanto lo que les ha pasado, que prefiere escuchar lo justo o nada. Es fascinante descubrirse a uno mismo riendo con el relato del intento de suicido del autor durante uno de sus peores internamientos -episodio al que se refiere como ”Benny Hill en el pabellón psiquiátrico”-, pero es que al despojar a la narración de estos recuerdos del obligatorio tono dramático que exige el protocolo, este concertista de piano es capaz de divertirnos o de crear suspense con unas memorias llenas de pasajes terribles. Eso es un mérito que no se le debe intentar negar. No es justo. No son justas esas críticas que insinúan o afirman que Rhodes utiliza sus traumáticas experiencias para vender más libros. Simplemente este libro no tendría sentido si no se hablase de ello. Y además, ¿por qué no hablar de ello si se hace de un modo honesto, haga vender más o no? Otra vez la incomodidad, y el egoísmo de quien no quiere ensuciarse los oídos.
Cambiar la forma de hacer las cosas siempre conlleva problemas. De la misma manera que James Rhodes tuvo que pelear legalmente para poder decirle al mundo lo que le había pasado, ha tenido que mantenerse firme también como pianista, porque Rhodes no ha querido seguir las normas del recital de piano clásico. Él no sube, toca y se marcha. Él habla, explica las piezas que va a tocar, cuenta la insólita historia de muchos de sus compositores favoritos -así se abren todos los capítulos en el libro, que además han sido titulados con el nombre de piezas musicales que pueden escucharse en esta playlist-. Esta nueva manera de entender los conciertos le ha alejado de los guardianes de la virtud del género, aferrados a la idea de que esta música es solo para unos pocos, pero le ha acercado a un gran público que encuentra en su estilo algo con lo que sí se puede identificar. Es normal. Al fin y al cabo, Rhodes vive con pasión, toca con pasión y escribe con pasión, y la pasión se contagia. Se lo debe a Bach, porque Bach le salvó la vida con su Chacona, y él ama la vida. Lo suyo con la música clásica sin embargo es algo menos romántico.
La música clásica se la pone dura.