VALÈNCIA. Al director Bruno Dumont siempre le ha gustado incorporar en sus películas una reflexión sobre el género humano y su parte más oscura. Desde sus inicios se ha encargado de abordar sus ficciones desde perspectivas nada cómodas a través de personajes ambiguos que se mostraban en toda su complejidad moral.
Debutó con La vida de Jesús (1997), en la que se pueden rastrear muchos de los rasgos estilísticos que definen su identidad cinematográfica. Dumont siente predilección por rodar en la zona que mejor conoce, donde nació y se crio, en el norte de Francia, más concretamente en la región de Nord-Pas-de-Calais. Pequeños pueblos rurales, en su mayor parte degradados, que no ofrecen mucho futuro a sus habitantes. Por eso el director, en su ópera prima se encargó de retratar ese espacio en el que se crían un grupo de jóvenes sin más expectativas vitales que pasear con sus motos, follar con sus novias e intimidar a una familia de inmigrantes que se ha establecido en el pueblo. Dumont se encarga primero de describir con minuciosidad el espacio que retrata, las gentes que lo pueblan, sus comunes actos cotidianos, para después ir introduciendo capas de reflexión en torno a diversos temas, en este caso el racismo y la intolerancia. Es algo que estaba presente en La vida de Jesús y continúa estándolo en La alta sociedad. Esa mirada casi antropológica hacia el entorno y a los seres que se circunscribe dentro de él como una forma de contaminación mutua.
Con su siguiente película, La humanidad (1999), terminó de consagrarse prematuramente gracias al Festival de Cannes, que le concedió tres de sus premios más importantes (cuando todavía la normativa lo permitía): mejor actor para Emmanuel Schotté, mejor actriz para Séverine Caneele (ex aequo con Émilie Dequenne, la revelación de Rosetta, que se alzaría con la Palma de Oro) y premio especial del jurado (presidido por David Cronenberg).
Que se premiaran a los dos intérpretes de la película de Dumont en Cannes no deja de tener su gracia, ya que el director utiliza en sus películas principalmente a actores no profesionales porque, según él mismo cuenta, no soporta a las estrellas de cine (aunque más tarde haya terminado incorporándolas a sus películas con excelentes resultados). Para Dumont actuar frente a una cámara se trata de un acto muy puro que los actores experimentados contaminan con los recursos aprendidos. Él busca la frescura y la inmediatez, la capacidad de expresar emociones de una manera inmediata e intuitiva. Por eso busca a los no actores de sus películas en la calle, para que simbolicen el espíritu de la gente que lleva la experiencia incrustada en su rostro. Así ocurría con Emmanuel Schotté, en su primera y única interpretación, y ahora con Brandon Lavieville, que en La alta sociedad encarna a Ma Loute, el protagonista de la función y que cuenta con uno de esos rostros rudos y pasolinianos que tanto le apasionan al director.
No será hasta el biopic en torno a Camile Claudel cuando el director, reconociendo el tour de force interpretativo que conllevaba ese personaje, además, profundamente austero y desnudo, decidiera contar con Juliette Binoche para hacerse cargo del papel protagonista. En La alta sociedad vuelve a reunirse con ella, y añade a otros dos actores de un gran peso específico a su nómina, como son Valeria Bruni Tedeschi y Fabrice Luchini. Tres fieras interpretativas que tienen la difícil función en la película de ejercer de auténticos clowns. Dumont divide la fauna de la película en dos partes: por un lado, tenemos a los aldeanos, gente humilde pero peligrosa que se han convertido en auténticos depredadores para sobrevivir; por otro lado, la alta burguesía representada por la familia Van Peteghem. La gente del pueblo es interpretada por actores no profesionales, que aportan una mezcla de pintoresquismo macabro junto a un hieratismo gestual muy contenido en contraposición con la caracterización absolutamente grotesca y desmesurada de los miembros de la clase acomodada. Solo intérpretes con una capacidad expresiva muy calculada pueden hacer frente a semejantes papeles que se insertan en la caricatura sin miedo al ridículo. Dumont tensa la cuerda con ellos del esperpento y construye a su alrededor un universo excesivo y desmesurado. Cuesta trabajo acostumbrarse a ver a una actriz como Juliette Binoche prestarse a un ejercicio de equilibrismo interpretativo tan al límite de lo insospechado que bordea en muchas ocasiones el ridículo. Pero precisamente en esa desmesura se encuentra uno de los principales atractivos de La alta sociedad, una película que se sitúa a principios del XX en el ambiente de falsa tranquilidad de la Belle Époque antes de que la I Guerra Mundial haga saltar toda esa fachada por los aires.
Este nuevo trabajo bebe en realidad de los tonos a medio camino entre la comedia absurda, el costumbrismo y el surrealismo que latía en la mini serie para la televisión El pequeño Quinquin. Fue la primera vez que Dumont practicaba el humor en sus películas, que siempre se han dejado arrastrar por la fuerza de la tragedia. En esta ocasión ha llevado la fórmula de comedia negra con un punto disparatado y onírico hasta un nuevo estatus mucho más salvaje e insensato. En La alta sociedad late el espíritu de Federico Fellini, de Jacques Tati, hay influencias visuales del cómic belga y una querencia por el slapstick a la hora de articular una serie de gags muy físicos y básicos. Detectives obesos que terminan inflándose como un globo y saltando por los aires, apariciones marianas que conducen al éxtasis, caníbales locales, romances transgénero, incestos, desapariciones, una investigación que nunca llega a buen puerto.
Además de realizar una feroz sátira en torno a las diferentes sociales, Bruno Dumont vuelve a hablar en este nuevo trabajo de un aspecto que lleva interesándole a lo largo de toda su carrera y que puede rastrearse en cintas como la controvertida Twentynine Palms (2003), Hadewijch (2009) y Hors Satan (2011) (todas inéditas en nuestro país). En ellas explora el primitivismo de los instintos más elementales y los contrapone a los valores culturales de una sociedad instalada en la decadencia moral. La inocencia frente a la perversión, la pureza frente al lado más animal y oscuro del alma humana. A partir de esos choques y contrastes el director configura en esta ocasión una comedia que supone un estallido de libertad creativa. Loca, extrema y descerebrada, pero al mismo tiempo profundamente inteligente, precisa y sofisticada.