VALÈNCIA. El cine de Fernando Franco nunca ha sido especialmente cómodo. En su ópera prima, La herida, seguía los pasos de una chica con trastorno límite de personalidad (aunque nunca se mencionara su afección de forma explícita) que tenía graves problemas para relacionarse con los demás y con ella misma. Después dio un paso todavía más complejo y desgarrador con Morir, en la que adaptaba un texto de Arthur Schnitzler sobre la relación, en este caso en clave contemporánea, de una pareja que debía lidiar con la enfermedad y la pérdida del otro. Por eso, quizás, sorprende que su nueva película, a pesar del tema que aborda, el de la asistencia sexual a personas con discapacidad, sea, de una forma extraña, tan luminosa y reconciliadora.
La protagonista de La consagración de la primavera es Laura (la magnífica debutante Valeria Sorolla), una chica de provincias que viene a estudiar Química a Madrid. Es tímida y aplicada, su familia es religiosa (por lo que se hospeda en un colegio mayor de monjas) y sufre un bloqueo físico y emocional que le impide tener relaciones sexuales. Una noche de fiesta, estando en casa de un chico al que ella y una amiga han conocido, se encuentra con David (Telmo Irureta), que sufre parálisis cerebral. Será el inicio de una amistad y, algo más, ya que Laura comenzará a investigar en torno a la asistencia sexual y decidirá ponerla en práctica con David, con el consentimiento de su madre, Isabel (Emma Suárez).
El director es consciente de los prejuicios y los tabúes que aborda, pero su mirada nunca resulta sensacionalista, sino rigurosa y precisa a la hora de ir rompiendo las barreras de los convencionalismos a través del punto de vista estricto de su protagonista. Nunca veremos lo que pasa de forma explícita en esa habitación, pero sí los momentos de complicidad que van estableciéndose entre ambos personajes, escuchando música, contando chistes, hablando de sus problemas y dándose mutua comprensión. Poco a poco Laura irá abriéndose, desterrando sus complejos e iniciando una nueva etapa madurativa, algo que será captado por Fernando Franco como él mejor sabe hacer, de manera imperceptible, delicada, minimalista.
En esta ocasión su cámara se separa algo más de su protagonista (si la comparamos con la de La herida), y quizás sea una de las razones por lo que todo parece menos asfixiante y agónico. No hay una pulsión de muerte, sino de vida. David no se presenta como una víctima de su condición, sino como una persona que desprende sentido del humor (muy negro) y que se adapta como puede a sus condiciones desde un discurso reivindicativo de la diferencia y el concepto de normalidad. Quizás por eso, los encuentros entre ambos constituyen el núcleo orgánico de una película que sigue a Laura en un su día a día (y en su noche a noche) en su intento de encajar en su entorno, hasta que regresa a ese espacio, la habitación de David, en el que se siente segura, cómoda y libre.
En realidad, nos encontramos frente a una historia de iniciación, de crecimiento y de aprendizaje, de búsqueda (de nuevo, tanto física como emocional), de revelación en torno al cuerpo y sus barreras, las reales y aquellas que nos imponemos a nosotros mismos.
La manera en la que aborda Fernando Franco la película es exquisita, porque remueve, turba, desconcierta, incomoda, pero también resulta profundamente reveladora, reflexiva, sensitiva y, a su manera, conmovedora y emocionante. Porque el sexo es difícil de abordar en todas sus formas, desde las que creemos más convencionales hasta las menos, pero aquí se muestra como un modo de aceptación de uno mismo, sin juicios morales ni sentencias moralistas. Como ocurre con el ballet de Stravinsky hay algo en la película entre lo sacro y lo profano, también una intención rupturista a la hora de apostar por las asonancias en vez de las melodías.