En La muerte del artista (Capitan Swing, 2021), el ensayista y crítico norteamericano William Deresiewicz analiza a lo largo de más de 400 páginas cómo se ganan la vida los artistas en el siglo XXI. Frente a la perspectiva tecnológica ultraoptimista, advierte sobre cómo la economía digital amenaza la calidad de vida y el trabajo de los creadores.
“El arte es trabajo. El hecho de que alguien lo haga porque le gusta o como forma de expresión personal o política, no hace que deje de serlo”.
Puede que William Deresiewicz (Englewood, New Jersey, 1964) se haya pasado de dramático con el titular de su último ensayo -La muerte del artista. Cómo los creadores luchan por sobrevivir en la era de los billonarios y la tecnología (Capitan Swing, 2021)-. No es que el mundo de la creación esté condenado a desaparecer. Lo que está en juego, opina este reconocido crítico cultural norteamericano, es la consolidación de un tipo de artista empobrecido, autoengañado y esclavo del mercado y las grandes corporaciones tecnológicas. El libro, que acaba de publicarse en castellano, arroja luz sobre la crisis que enfrenta el arte y los artistas en una sociedad digitalizada y de libre acceso a mucho contenido y productos artísticos por los que cada vez queremos pagar menos, despreciando así el trabajo y el esfuerzo que requieren.
Sí, en la era digital es más fácil y barato que nunca “hacer cosas creativas” y conseguir que lleguen a un público objetivo de forma supuestamente directa, ahorrándose “molestos” intermediarios (agentes, sellos, responsables de prensa, etc.). “Si tienes un ordenador portátil, tienes un estudio de grabación”. “Si tienes un iPhone, tienes una cámara de cine”.
Aceptemos que hay más caminos. Pero… ¿están mejor asfaltados? ¿Está pensado el sistema actual para democratizar no solo el acceso al arte, sino también los beneficios que genera? ¿Somos conscientes de todas las consecuencias que acarrea la cultura de los contenidos gratuitos? ¿Son tolerables las nuevas condiciones? ¿Son sostenibles? Después de llevar a cabo una amplia investigación y realizar 140 entrevistas a artistas (norteamericanos) de todo el espectro cultural, Deresiewicz concluye que somos víctimas de una gran estafa urdida con gran inteligencia. El autor defiende que todavía hay mucho dinero en la economía del arte. Lo que ocurre es que no va a parar a los artistas.
Ser artista nunca ha sido una bicoca. Cada tiempo histórico ha tenido su propia problemática. Cuando en el Renacimiento los pintores y escultores eran considerados artesanos y recibían encargos de mecenas, o cuando los compositores trabajaban para la Corte, sus obras estaban supeditadas a los gustos y fobias de las clases poderosas. Cuando en el siglo XIX se instauró la imagen del artista bohemio y el genio solitario, la pobreza se convirtió en un signo de pureza interior. Es decir, ser un auténtico artista implicaba pasar más hambre que Carpanta. La era digital está cambiando nuestras ideas fundamentales sobre la naturaleza del arte y el papel del artista en la sociedad. Solo que de una forma más sibilina.
La cosa tiene mucho que ver con internet, pero el problema va más allá de la piratería y los derechos de autor. Deresiewicz apunta a Silicon Valley en general y a las grandes tecnológicas en particular (Google, Facebook, Amazon, Spotify, Apple). “Todas ellas han desarrollado una vasta y continua transferencia de riqueza de los creadores a los distribuidores. De los artistas a ellos mismos. Cuanto más barato sea el contenido, mejor para ellos, porque están midiendo el flujo (clics, datos) y quieren que ese flujo tenga las menores fricciones posibles”. Teniendo esto en cuenta, nos cuadra perfectamente esa narrativa que dice que todo el mundo tiene a un artista agazapado en su interior esperando a que lo descubras, lo pulas en torno a una marca personal y lo rentabilices económicamente a través de internet, con la ayuda inestimable de las redes sociales, las plataformas de crowdfunding, la autoedición, etcétera. Todas las herramientas para tener éxito están ahí, delante de tus narices. “Baratas”, “gratuitas” incluso. Pronto podrás ganarte la vida haciendo lo que te gusta, como todas las estrellas virales de las que hablan los medios de comunicación. Claro está que a estas megacorporaciones no les interesa lo más mínimo si lo consigues o no, lo que quieren es que lo intentes sin cesar.
En el fondo, toda esta patraña con hedor a Mr Wonderful viene a decirte que si no lo consigues, es que has hecho algo mal. Quizás lo que pasa es que eres un vago. O no has aplicado suficiente fuerza de voluntad al asunto. O no sabes cómo buscar a tu público. O que necesitas pagar a un coach experto en marcas personales. Este mantra omite deliberadamente el hecho incontestable -y esto hay que decirlo-, de que no hace falta que todo el mundo sea artista. De que a la mayoría de gente se le da mal (y no hay que sentirse culpable por ello). De que es sumamente difícil ganarte la vida con el arte, incluso aunque seas muy bueno.
Este tipo de mentiras son culpables en gran medida de que nademos en basura. De que se produzcan cada año toneladas de libros, canciones y obras de arte mediocres que saturan los ojos, los oídos y el pensamiento del público. De que todo ese ruido reduzca la visibilidad de mucha gente que sí tiene cosas interesantes que decir. Porque -y este ya es otro tema-, ser viral no significa ni remotamente que seas mejor.
En el siglo XXI existen muchas más formas de ganar dinero, pero también hay mucha más gente compitiendo por conseguirlo. Todo esto en un contexto en el que los ingresos han bajado y los costes han subido (especialmente los del alquiler y el acceso a formación universitaria, cursos, etcétera). Las ventas de música grabada han caído en picado, así como los anticipos para escribir libros. También se han recortado los presupuestos de casi todas las películas, excepto de las más grandes y menos arriesgadas desde el punto de vista estético y argumental. Lo único que va viento en popa es la producción televisiva de las plataformas de streaming.
Detrás del declive de la industria cultural, apunta Deresiewicz, está la desmonetización de la cultura que ha traído internet, y que ha abierto agujeros en los beneficios empresariales de discográficas, editoriales y estudios cinematográficos. Al tener menos recursos, invierten menos en talento. En lugar de invertir en artistas, en la era digital las empresas esperan que los artistas inviertan en sí mismos, para luego elegir por conveniencia a los que parece que pueden ser rentables (o directamente cuando ya lo son). En lugar de buscar genet interesante, ficharla y ayudarle a desarrollarse, ahora los artistas tienen que demostrar de antemano su potencial comercial con éxitos virales de producción propia. Por otra parte, como el criterio ya no es necesariamente la apuesta personal del sello o la editorial, sino en muchos casos el número de seguidores… pues ahí tenemos a les influencers publicando poemarios que provocan muchísimas ganas de tirarse por un barranco.
Esto nos lleva al modelo de interacción y autopromoción contemporáneo, esa moderna forma de esclavitud que consiste en que el artista debe alimentar a sus fans con un flujo constante de publicaciones y otros contenidos. No solo durante el lanzamiento de un proyecto nuevo (una inauguración en una galería o un disco nuevo), sino también para salvar la brecha entre proyectos y asegurarse de que la gente todavía se acuerde de ti cuando aparezca el siguiente hito profesional. Los tiempos de internet han traído consigo una fugacidad desazonadora. Si estás parado unos meses, se olvidan de ti. Si lanzas algo nuevo y resulta que funciona, el hype dura muy poco. Puede ser que des en el clavo, y la petes. Pero la fama, en la era digital, no te garantiza necesariamente el pan. Youtube paga menos de 600 euros por un millón de visualizaciones.
También es una mentira que la era digital nos ahorra la contratación de intermediarios. A Amazon, Google y Facebook les viene muy bien que los artistas piensen que tienen acceso directo al público. Antes tenían sus páginas web. Pero estas hace tiempo que pasaron a Facebook o Instagram. Eso tiene consecuencias. Un grupo de música que se ha labrado poco a poco su comunidad de seguidores, no tiene acceso a todos ellos a menos que contrate publicidad en Facebook. Si por la razón que sea le cancelan la cuenta, pierde todos esos datos, que sin embargo sí conserva la plataforma, porque son el lucrativo material con el que comercia. Por otra parte, continúa Deresiewicz, “la búsquedasde imágenes en Google está diseñada para desviar tráfico de los sitios de los fotógrafos. A Amazon, que trata los libros como mero artículo de reclamo para vender dispositivos y suscripciones a Prime, le interesa que los libros se vendan a precio de risa”.
Las grandes tecnológicas también se benefician de otra cara de la desmonetización de la cultura: la piratería. En el campo de la música, por ejemplo, “la piratería es la razón por la que las discográficas y los músicos están dispuestos a aceptar 0,44 centavos de dólar por streaming en Spotify y 0,07 centavos por stream de Youtube”. Es decir, antes que no ganar nada, la mayoría aceptan ganar una miseria.
El aspecto más triste de la cultura del contenido libre es la devaluación del arte a los ojos del público. El precio es señal de valor. Por eso, el acto de comprar un disco en formato físico o pagar una entrada de cine es más que nunca un acto político, de resiliencia y respeto. No solo hacia el artista principal, sino hacia todo el ecosistema de trabajadores y trabajadoras que hay detrás: técnicos, artistas gráficos, escenógrafos, productores culturales, etcétera.
La principal carencia del ensayo de Deresiewicz es que, al no hacer hincapié en las ventajas netas que aporta la economía digital, por momentos parece que estas no existan. Pero en el último capítulo del libro, ofrece al menos algunas soluciones. La principal de ellas es la necesidad de que los artistas huyan del solipsismo y se organicen para defender sus intereses comunes. “Para solucionar la economía del arte tenemos que enmendar toda la economía. Lo que significa que, dado que la única respuesta efectiva al poder de la riqueza concentrada es el poder de la acción coordinada, tenemos que organizarnos”, señala, al tiempo que dedica varias páginas a poner ejemplos de asociaciones e iniciativas que se están llevando a cabo en Estados Unidos en todos los campos de la creación artística.
La revisión de las leyes de derechos de autor y la presión a los gobiernos para que a su vez echen el lazo a las grandes tecnológicas (y las empresas de capital riesgo que tienen muchas de ellas detrás) es igualmente esencial. Es necesaria una regulación que las obligue a ser más transparentes y a distribuir de forma más equitativa el dinero que generan gracias a los contenidos de los artistas. Si las cosas no cambian, advierte, el arte tal y cómo lo conocíamos, dejará de ser sostenible.