VALÈNCIA. A la espera de las dos óperas que faltan (La condenación de Fausto y La clemenza di Tito), el concierto de Mariella Devia se ubicaba ya en la recta final de esta temporada. La famosísima diva, con 70 años a sus espaldas, se despidió el pasado mayo de las representaciones de ópera con tres funciones de Norma en La Fenice veneciana. Pero pensaba cumplir con los recitales o conciertos comprometidos, entre los que se encontraba el del pasado sábado en el Palau de Les Arts.
Si en el coliseo veneciano la soprano ligur recibió el prestigioso premio “Una vita nella musica”, creado en 1979 para reconocer las carreras más importantes en el ámbito internacional, en València, los aplausos del público, de la orquesta y del director (Roberto Abbado), fueron también calurosísimos y prolongados, consiguiendo arrancarle dos propinas: “Je veux vivre”, del primer acto de Roméo et Juliette (Gounod), en primer lugar. Y, en segundo, “Quando m’en vo’soletta”, el famoso vals del segundo acto de La Bohéme (Puccini), que terminaron de enloquecer al público.
El programa, de hecho, constaba sólo de seis piezas para la soprano, que complementó la orquesta con cuatro oberturas. Sin embargo, no se trataba de cancioncitas de salón, sino de partituras plagadas de dificultades, que Devia resolvió dando la talla que de ella se esperaba. Es cierto que la edad no pasa nunca en vano, pero quizá, más consciente que nadie de los problemas que le va planteando, ha decidido retirarse de la escena cuando su imagen es todavía modélica en los secretos del canto. De hecho, la Norma que hizo en Valencia (2015) parecía anunciar un declive mucho mayor, que en absoluto se vio confirmado con la magnífica Lucrezia Borgia de 2017 ni en el recital del día 2.
Es verdad, también, que el volumen resulta a veces pequeño, excepto en los agudos, que al centro le falta molla, que los graves están afectados, y que el fiato no tiene el fuelle necesario. Pero el arte, la experiencia –y también esa modestia que resulta casi inherente a la italiana, y que la aleja de las maneras chulescas de algunas divas-, le ayudan a moldear las obras de acuerdo a sus condiciones actuales, y a presentar ante el público toda una lección de canto bien hecho. A veces, no hay que negarlo, parece estar caminando por el filo de la navaja, siempre a punto de caer. Pero nunca se cae. Todo lo contrario: se eleva y nos eleva a todos los demás. Roberto Abbado y la orquesta de Les Arts la envolvieron y mimaron, proporcionando no sólo el clima exigido por cada una de las partituras, sino adecuando la dinámica, el tempo y el fraseo a sus requerimientos. Pero no se entienda esto como que hicieron de “pantalla” encubridora de las carencias, sino que, bien al contrario, trabajaron para dar las respuestas o los preámbulos adecuados al enfoque escogido por la cantante. Deben destacarse, a lo largo de toda la velada, las prestaciones de clarinete, oboe, flauta, corno inglés y, en general, todas las maderas. También el aterciopelado solo del violonchelo solista en la obertura de I mesnadieri, así como la delicadeza infinita de los violines.
Comenzó la sesión con la obertura de Semiramide, donde Abbado y la orquesta de Les Arts trazaron un Rossini tan elegante como enérgico, con esos crescendi tan característicos del compositor de Pésaro, que tantas veces se efectúan a saltos, como subiendo escalones, y que esta vez se hicieron con una progresión matemática. Ella, instalada, como ya se ha dicho, en la elegancia y el sabio control de los medios a su alcance, los mostró en el “No, che il morir non è”, de Tancredi, y en el recitativo previo. Ya se adivinaban en este Rossini los límites actuales de la voz, pero también su magistral manera de abordarlos.
Después, con “Al dolce guidami”, de Anna Bolena (Donizetti), dio toda una muestra de apianamientos y filaturas, siempre al servicio de una partitura donde supo leer tanto lo que está escrito como aquello que, sin estarlo, un buen músico adivina. Le tocó luego el turno a Norma (Bellini), primero en su obertura orquestal y luego con la conocidísima “Casta diva”. Roberto Abbado plasmó en la primera el drama que atenaza a la sacerdotisa. Tras la bellísima introducción de la flauta, entró Mariella Devia con una de las arias más famosas -merecidamente famosa- en toda la historia de la ópera. Sus larguísimas y ondulantes líneas melódicas, que exigen un legato imponente y el control firme de la columna de aire, mostraron fisuras, pero fisuras sabiamente disimuladas, que no rompieron la atmósfera mágica de una protagonista que canta a la luna plateada. Había llegado, además, y se sentía sobre todo en ese momento, el clima de despedida que se vivió en Venecia, y el público valenciano rindió a la diosa (diva, en latín) su despedida particular. Como es habitual, los aplausos prolongadísimos impidieron ligar el aria con la cabaletta que viene a continuación (Ah! bello a me ritorna), donde no se excedió en las agilidades (porque sabe que no puede excederse), pero regaló unos agudos cristalinos e impecables.
La segunda parte continuó en el ámbito belcantista (“Tranquillo ei posa...Com ‘é bello!” de la Lucrezia Borgia de Donizetti), mostrando magistrales escaladas hacia arriba, y dinámicas contrastadas (dentro del ámbito que controla en la actualidad), siempre al servicio de la belleza expresiva. La ornamentación corrió más fluida que antes, aunque siempre con una cierta sensación de fragilidad. Lo mejor era el trabajo milimétrico con el que cada frase estaba adaptada a las necesidades de la música, por un lado, y a la situación actual de su voz, por otro, provocando en el oyente una sensación de coherencia realmente admirable.
Con el Verdi que finalizaba el programa (regalos aparte), faltó, en mayor medida aún, un centro y unos graves consistentes. Por otra parte, las agilidades de I lombardi alla prima crociata, resultaron afinadísimas. La voz pareció excesivamente afilada para “Mercé, dilette amiche” , de I vespri siciliani, pero la ornamentación continuó certera como una flecha bien disparada. Abbado, por su parte, brindó una obertura tensa, fulgurante e idiomática de Luisa Miller.
Una sesión redonda, en fin. Aunque fuera de despedida.
El programa incluye el exigente ‘Concierto para piano’ de Ravel y su imprescindible ‘La Valse’ junto con el poema sinfónico ‘Le Chasseur maudit’ de Franck