Se anunciaba como el punto fuerte de la temporada, pero se quedaron cortos
VALÈNCIA. Resulta muy difícil reseñar con exactitud una sesión tan impactante como la de este domingo en el Palau de la Música. Temirkánov y la Filarmónica de San Petersburgo superaron con creces las expectativas despertadas, aun siendo estas muy altas. Nos han visitado otras veces, y en el aire siempre han dejado un perfume peculiar e inolvidable. Pero lo del día 21 fue absolutamente extraordinario y conmovedor. Estos rusos tocan su música –porque todo el programa era ruso- a tumba abierta, como si les fuera la vida en ello. No se reservan en absoluto, incluso con obras que llevan tocando toda la vida y en las que sería fácil deslizarse hacia lo rutinario. No lo hacen, sin embargo. Cuando en la partitura indica fortissimo, el edificio parece temblar con la violencia sonora. Y en la gama del piano llegan sin problema a la zona de lo tenue, lo delicado, lo que casi es imperceptible.
Parecen especialmente interesados en las sonoridades graves, y la sección de contrabajos, con su honda palpitación, pone casi siempre una ceñuda alfombra sobre la que deambula el resto de la orquesta.
Los metales son broncos si conviene, pero, cuando toca, desarrollan mágicos reguladores que disminuyen el volumen en gradaciones realmente milimétricas. O ralentizan el tempo a la vez que su furia. O ambas cosas a la vez.
Las maderas saben ser traviesas, o dulces, o bucólicas, o tristes. Los timbales percuten sin piedad o se apagan en la nada. Y la cuerda, asombrosa, pasa del terciopelo más denso a staccatos de hiriente aspereza. Pero nada es gratuito. La variación en la potencia, en el vibrato, en el uso de los arcos o en el sonido de los vientos, se deriva de lo que más conviene a la partitura, partituras que interpretan con toda la fuerza del corazón y de la cabeza.
Es evidente que el director, Yuri Temirkánov, dignísimo sucesor del legendario Mravinski al frente de la no menos legendaria orquesta, tiene mucho que ver en tales resultados. A pesar de sus parcos movimientos, la música fluye de sus manos (no usa la batuta) con una elasticidad notoria, como si ninguna barra de compás la encorsetara. Sin embargo, no se le desajusta nadie, porque parece tener a los músicos hipnotizados. Su experiencia de once años en el foso del Teatro Mariinski, un espacio de altísima referencia para el ballet, le ayudó, sin duda, en el dominio del ritmo y del fraseo acoplado a los movimientos humanos.
En cualquier caso, lo más importante en el trabajo de los petersburgueses es el calor y la pasión que acompañan a la perfección técnica, es el amor que tienen hacia su música, hacia la música rusa. Una música muy digna de ser amada y que, por eso mismo, se ha convertido ya en patrimonio universal: Chaikovski, Shostakóvich, Prokófiev, Mussorgsky, Stravinski... siempre tomando materiales y modos del acervo popular, y, al tiempo, integrando sin cesar las tradiciones y la modernidad italianas, alemanas y francesas.
Este domingo empezó el programa con la encantadora obertura de Ruslán y Liudmila, de Glinka, que se tocó con una alegría desbordante y a velocidad de vértigo. Vino después Shostakóvich y su Primer Concierto para violín, partitura de angustiosa tensión y color sombrío. La solista fue Leticia Moreno, violinista de gran agilidad, pero con sonido algo pequeño para enfrentarse a los pasajes más abruptos de la partitura. El Scherzo fue, por tal motivo, el movimiento que más se resintió. En la Passacaglia, Moreno fue adueñándose progresivamente del espacio sonoro, y el solo que lo concluye brilló con una dramática mezcla de agitación y sentido de la soledad. Se sirvió para ello de una notable técnica en las dobles cuerdas y los armónicos. En la Burlesque lució una velocidad endiablada y un conocimiento preciso del lenguaje de Shostakóvich, pero continuó faltándole algo de potencia en la dinámica. A pesar de eso, la violinista madrileña debe gustarles a los rusos, porque en 2014 grabó junto a ellos, y para Deutsche Grammophon, esta misma partitura.
La segunda parte, con el Chaikovski de la Quinta Sinfonía, la temperatura de la interpretación subió todavía varios grados. La obra, en otras manos, resbala a veces hacia el fatalismo vacuo y la autoconmiseración. Pero estos músicos llevan a Chaikovski en las venas, y saben extraerle todas las bellezas que contiene. Magistral fue la exposición de los temas en el movimiento inicial, uno de los cuales, el del destino, se convierte en el hilo conductor de toda la sinfonía. Por eso mismo, había que variarlo constantemente en su presentación, y Temirkánov lo esculpió de todos los modos y maneras, conservando el carácter premonitorio, pero iluminando también las diferentes pieles con que Chaikovski lo envuelve. Hay que destacar la fresca naturalidad de esta orquesta cuando se entrega al hermoso melodismo que contiene la sinfonía, fraseando siempre con una atención apasionada. De nuevo aquí los metales lucieron su poder, y Temirkánov variaba su velocidad a placer, estirando el tempo como si fuera de goma.
El Andante cantabile quedará, sin duda, como un momento inolvidable en la historia del Palau de la Música. Desde el tremendo solo inicial, enarbolado por la trompa y respondido, con una gracia infinita, por las maderas primero y luego por la cuerda, el viejo Temirkánov dio alas a sus músicos para traducir, sin ningún remilgo, el encanto del momento. El público contenía la respiración. A más de uno se le saltaron las lágrimas, mientras que otros se estremecían. Y la música seguía brotando con una fluidez pasmosa, como si fuera fácil tocar así.
Después, alada y ligera, vino la magia del vals. Si antes saltaban las lágrimas, ahora querían saltar los pies. El instinto rítmico de Chaikovski, presente en toda su música y no sólo en los emblemáticos ballets, apareció aquí para maravillarnos de nuevo, sirviendo además para rebajar la gran tensión generada en los dos primeros movimientos. Chispeante hasta en la enunciación del tema del destino, el tercero es un interludio precioso y necesario. En el cuarto movimiento volvieron los aires tormentosos, la solemnidad y la incertidumbre, y cada sección de la orquesta lució bien sus armas, aun sin ser este el momento más conseguido de la partitura.
Hubo aplausos atronadores, como no podía ser menos. Y lo más importante, porque pasa menos veces: muchas sonrisas y caras de felicidad entre la gente. De regalo, el Saludo del amor, de Elgar.