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La Gran Noche de Álex de la Iglesia

Se estrena la última película del cineasta vasco, una comedia desaforada protagonizada por Mario Casas, Raphael y Blanca Suárez

23/10/2015 - 

VALENCIA. Faltan pocas horas para que llegue año nuevo y en un plató de televisión se reúnen varias estrellas para esperar las campanadas y celebrar la consabida fiesta. Se trata del típico programa especial de Nochevieja, que en realidad se está grabando en pleno agosto, con un calor espantoso. En el set hay cientos de figurantes, que llevan más de una semana encerrados, sin parar de ensayar, sudando y fingiendo que disfrutan. También Alphonso (Raphael), un carismático astro de la canción, tiránico y perverso, que es capaz de todo por la audiencia, y Adanne (Mario Casas), un joven cantante latino, acosado por unas fans que quieren chantajearle. Ambas estrellas compiten por obtener el mayor protagonismo posible, mientras los presentadores rivalizan por conseguir la atención del productor, que a su vez lucha por impedir el cierre de la cadena televisiva. Un embrollo que aún se complica más cuando se desvela una trama para atentar contra la vida de Alphonso.


Es el argumento de Mi gran noche, la nueva comedia de Álex de la Iglesia, y su mera enunciación contiene elementos que remiten abiertamente a anteriores títulos del cineasta vasco, desde la parodia desaforada del medio televisivo y la competencia feroz entre artistas, ya presentes en Muertos de risa (1999), hasta el recurso a un icono cultural del franquismo como Raphael, previamente utilizado en Balada triste de trompeta (2010), también titulada como una de sus canciones. “La repetición de constantes temáticas, la incorporación de influencias asumidas como propias y la proliferación de tics formales desembocan en la creación de un universo propio, intransferible y perfectamente reconocible”, opina al respecto Enric Albero, crítico de la revista Caimán Cuadernos de Cine. “Otra cosa es que la tendencia a la hipérbole, la falta de sutileza y la poca resistencia a un análisis exhaustivo que poseen los últimos guiones de Álex de la Iglesia lastren el potencial vitriólico contenido en sus premisas iniciales. Mi gran noche es un buen ejemplo de ello: el ritmo se confunde con la velocidad, los personajes carecen de entidad y el modelo que se pretende cuestionar –una determinada manera de hacer televisión, entre otras cosas– acaba siendo imitado”, añade.


En bucle

No faltan quienes acusan a De la Iglesia de haber entrado en bucle. Y Mi gran noche quizá les de la razón. Albero abunda en las conexiones señaladas anteriormente y las amplía. “El sustrato televisivo del que se alimenta la película la emparenta, de manera directa, con Muertos de risa –referencia al programa especial de Nochevieja incluida–. La crítica iracunda a la rivalidad impuesta por un determinado star-system de la pequeña pantalla, la inacabable batalla de egos entre presentadores y/o showmen, también presente en Balada triste de trompeta (2010), y el culto enfermizo a la imagen proyectada unen los dos títulos y, a su vez, prolongan ese nexo relacional hasta conectar con La chispa de la vida (2011), obra que, además de abordar estos temas, establecía un juego referencial entre la biografía de su actor protagonista, José Mota, y su personaje, estrategia que De la Iglesia vuelve a emplear, esta vez con más acierto, con Raphael”.


Albero añade: “Esa filiación catódica no evita que el director renuncie a sus obsesiones temáticas, presentes en mayor o menor medida en la mayoría de su filmografía: su cariño por los personajes de ascendencia freak (versión Tod Browning), su tendencia a lo grotesco y la sempiterna presencia de un humor negro nada complaciente con una realidad desesperante. De esta manera, Mi gran noche supone un paso lógico en la evolución de un cine que, lejos de aquietarse, se radicaliza con el paso de los años”. En todos los sentidos, podríamos añadir, ya que Álex de la Iglesia es un cineasta que comenzó renegando del cine de carácter social, pero su filmografía ha terminado por convertirse en una herramienta de primera mano para entender la evolución política e ideológica del país, especialmente en casos como el de Balada triste de trompeta, aunque ya en sus inicios, al mismo tiempo que declaraba no sentirse atraído por los temas conflictivos, convertía en protagonista de Acción mutante (1993), su primera película, a un grupo terrorista (intergaláctico, eso sí).


Esperpento posmoderno

El Doctor en Comunicación Audiovisual Jordi Sánchez Navarro, autor del libro Freaks en acción. Álex de la Iglesia o el cine como fuga (Calamar Ediciones, 2005), considera que el cine del director vasco “es netamente posmoderno en su irreverente fusión de géneros, su relectura de la tradición cinematográfica y su apelación hiperconsciente a la cultura pop”. Su agudo análisis subraya que “De la Iglesia ha sido siempre un técnico al servicio de las instituciones del cine, y siempre ha estado plegado a las necesidades industriales de esas instituciones, pero ha mantenido una distancia respecto a los temas de su interés”. Cabe recordar que, tras el éxito de su segunda película, El día de la bestia (1995), el realizador se lanzó a la complicada aventura americana de Perdita Durango (1997) sin que le temblara el pulso, pero después rechazó ponerse al frente de una secuela de Alien, entre otras ofertas procedentes del mercado internacional.


Para Sánchez Navarro, “De la Iglesia es una figura que está implícita en el relato que constituye sus películas”, y plantea su condición de autor como un “gestor de las posibilidades de recepción de sus films, cómplice de la industria que lo alimenta (en el sentido artístico y en cualquier otro sentido) y lo convierte en una celebridad mediática, sin por ello renunciar a una forma de expresión propia, cuyo sentido último no está en decir una verdad sobre el mundo, sino en estimular la apropiación del texto por parte de todas las comunidades interpretativas potenciales, a través, evidentemente, de un consumo rentable para las instituciones industriales”.


Por su parte, Albero establece una conexión entre el cine de Álex De la Iglesia y una tradición cultural profundamente española, que también arroja luz sobre su nueva película. “Más allá de los motivos temáticos y referenciales antes apuntados, creo que su cine se adscribe a la tradición del esperpento; herencia que, habitualmente, suele asociarse a demasiados directores sin que haya motivos que lo justifiquen. Con De la Iglesia no es el caso, y Mi gran noche puede servir como paradigma para justificar tal afirmación: la construcción de personajes degradados cuando no directamente mezquinos –la pareja formada por Yuri (Carlos Areces) y su padre Alphonso–, la irrupción de una atmósfera de pesadilla en el mundo real (ese plató tan parecido a un castillo del terror), la presencia recurrente de la muerte (Terele Pávez cargando, literalmente, con una cruz) o el sistemático empleo de la sátira como principal herramienta crítica –el ridículo retrato que ofrece de Adanne, un tercio de David Bisbal, otro de Bustamente y un último de Chayanne– refieren explícitamente al género, originalmente literario, en cuestión”.


Efectivamente. Si hacemos caso al diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, el esperpento es un “género literario creado por Ramón del Valle-Inclán, en el que se deforma sistemáticamente la realidad, recargando sus rasgos grotescos y absurdos, a la vez que se degradan los valores consagrados; para ello se dignifica artísticamente un lenguaje coloquial y desgarrado, en el que abundan expresiones cínicas y jergales”. Como se puede comprobar, la definición se ajusta al cine de Álex de la Iglesia, ya que, y de nuevo según Albero, “salvo en contadas excepciones, el cineasta levanta sus ficciones asentándolas en un contexto histórico al que suele poner en jaque. No importa que luego la trama mude en alocado cuento gótico (hay que recordar el magnífico inicio de Las brujas de Zugarramurdi), en trágico romance circense a tres bandas (Balada triste de trompeta no deja de ser una delirante mirada sobre el tardo-franquismo) o en re-mitificador homenaje a un género y a una estirpe actoral (y una andanada contra la especulación, también eso estaba en 800 balas); una voluntad crítica que, independientemente de su alcance, sigue muy presente en Mi gran noche”.


Amamantado por la televisión, los cómics, los videoclips, la publicidad o el cine de Hollywood, y cabeza visible de una nueva oleada de directores que pretendía (y logró) romper con la inercia de un cine español anclado en las adaptaciones literarias, el pasado franquista, la guerra civil y el rechazo de modelos genéricos y populares, Álex de la Iglesia ha sabido articular a través de su filmografía una idea de España que reivindica su anverso, representada por cineastas como Rafael Azcona, Marco Ferreri o Luis García Berlanga, tal como señalaban José Luis Castro de Paz y Jaime Pena en el valioso Cine español. Otro trayecto histórico (Ediciones de la Filmoteca, 2005). De toda su generación, De la Iglesia es quizá el único que, siguiendo el libro, “ha sabido imponer su estilo fuertemente enraizado en las tradiciones culturales del país”. Probablemente sea la clave para entender, en términos de logros artísticos, el éxito de La comunidad (2000) y el fracaso de Los crímenes de Oxford (2008), dos extremos de una trayectoria irregular, pero de indiscutible interés, en la que Mi gran noche es, de momento, el último eslabón.

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