Leemos a menudo chovistas informaciones, artículos o publirreportajes camuflados en los que se alaba el colosal progreso de la gastronomía en Valencia. Acto seguido se nos asegura que está a la altura de la hostelería de Cataluña, Madrid o el País Vasco. Lo que sucede es que hay un astuto chef que les ha comido la moral -dándoles de comer gratuitamente- al sinnúmero de gacetilleros que hoy escriben (o hablan por la radio) de gastronomía.
Unos recién llegados que han visto la oportunidad de no pagar. El favor lo devuelven con una catarata de aparatosos elogios, no sólo para el ladino 3 estrellas Michelin, sino para toda su plantilla, un dechado de virtudes. Como periodista, siento vergüenza ajena.
Yo, que llevo escribiendo de gastronomía y cocina -no son lo mismo- desde 1977, que me he comido todo (lo excelso, lo bueno, los mediocre y lo repugnante) y que he pagado siempre, salvo en unos pocos y aislados casos (por amistad personal con la casa), me indigno cuando constato que estos lacayos centuplican a los escasos periodistas gastronómicos con sapiencia, bagaje culinario y años y años de visitar los mejores restaurantes de España y muchos del extranjero.
Durante años, todo el mundo descalificaba, en Valencia, a El Bulli. En la prensa progre, las barras para empresarios o los comedores de siempre, con la comida de siempre, pero caros. Lo divertido es que les preguntaba: “¿Pero ha comido usted alguna vez (o tú, dependía de la relación) en El Bulli?”. La respuesta siempre era la misma: “No”. Y sin embargo se dedicaban a maldecirlo, uno de los deportes nacionales, junto con la envidia y el chismorreo. Me reía (por dentro) al comprobar su supino grado de ignorancia y osadía.
Yo comí en El Bulli, ininterrumpidamente, desde 1994 hasta 2011 (cuando cerró: también estuve en el funeral), cada año, en el mes de junio, julio o agosto. En total, 17 años seguidos. Por consiguiente, cualquier comentario o artículo publicado -negativo o agresivo- por quien jamás comió en El Bulli, se transformaba, automáticamente, en un autorretrato de la catadura profesional y moral del firmante.
Debo escribir sobre el “colosal progreso” de la gastronomía valenciana, al decir de los gacetilleros lacayos y los gabinetes de comunicación de ciertos restaurantes. Naturalmente, ha evolucionado a mejor, sobre todo si comparamos unos siete u ocho restaurantes de 2016 con los de una prestigiosa guía de 1976. Los destacados eran Casa Carmela, El Anfitrión, El Romeral, La Marcelina, Les Graelles, Lionel, Mesón del Marisquero, Siona y Monte Picayo. “C'est tout”.
La primera evolución fue en 1980, año en que abrieron infinitud de restaurantes, diez veces más que en el periodo 1939-1980. A finales de octubre de 1981, advino la primera “revolución”, cuando Juan José Pache inauguró Ma Cuina (Gran Vía de Germanías), un trasunto de la Nueva Cocina Vasca, trasunto a su vez de la Nouvelle Cuisine francesa. Ma Cuina fracturó el integrismo hostelero dominante. Duró poco, por las razones que puedo relatar otro día. La ruptura verdadera se produjo a principios de los años 90, por una conjunción astral: Albacar (18 de diciembre de 1991, Tito Albacar, fallecido el 7 de junio de 2013), Alghero (1993, Valter di Tomasso, en paradero desconocido) y El Ángel Azul, (1993, Bernd Knöller). El único que resiste es Bernd Knöller: en Riff. Estos cocineros refrescaron el ambiente enranciado por tantas paellas, lubinas al hinojo, “torraes de xulles” o solomillo a la pimienta: primero, negra; después, verde; y finalmente rosa “gai”.
¿Estamos mejor que antes? Sí, algo mejor, pero sin comparación con las plazas fuertes: Cataluña, Pais Vasco y Madrid. Sí que somos los números 1 en un formato llamado “gilicocina”, a 15 ó 18 euros.