VALENCIA. Jonás Trueba acaba de estrenar La reconoquista, la película en la que el cine que hace (con un estilo propio tangible, genuino, hijo raro de la nouvelle vague en general y de Éric Rohmer en particular) alcanza su punto más dulce. La forma en la que el realizador más joven de la saga familiar ha filmado su cuarto largometraje es un marco idílico, el anillo al dedo para enfrentarse a la compleja descripción de tres conceptos terriblemente inabarcables desde cualquier disciplina artística: el tiempo, el amor y la adolescencia.
"El cine no tiene por qué ser desmesurado. A veces parece que en las películas tiene que haber una gran explosión y matar a ocho, o haber un monstruo, o tienen que follar todos desmesuradamente", dijo Trueba en la presentación de su película en el Festival Internacional de Cine Donostia San Sebastián, donde -para sorpresa de algunos, los que le prefieren enclaustrado en el indie o por debajo- participó de la competición oficial. Es el relato lúcido de toda esa vida que cabe en el tiempo, el amor y que tiene que ver con la adolescencia y que precisamente por ello no puede ser desmesurada, ni tiene explosiones ni se exige la muerte de nadie, no hay monstruo y no se folla desmesuradamente.
La reconquista se asoma a la posibilidad de ajustar cuentas con la manera en la que las personas, organismos autónomos y libres en gran medida, expresan su amor durante la adolescencia. Cómo surge, evoluciona y desaparece, cómo se cristaliza en las cartas de amor que por unos días, semanas o meses, son capaces de sostenerlo todo y cómo se interpretan desde el futuro que se soñaba todas esas cosas, pero sin haber perdido ni un ápice de esa ilusión que sólo puede apreciarse cuando se ha perdido. La historia de Manuela y Olmo (ni los nombres, ni las vestimentas, ni el barrio madrileño que se transitan evitan en esta ocasión que olvidemos el estrecho cuadrilátero en el que se mueven las ideas de Jonás) es uno de los más evocadores puntos de partida para disfrutar de una reflexión cinematográfica sobre el ya citado tiempo.
La adolescencia se muestra en la película más clara que de la manera habitual en su condición: una olla a presión de dudas sobre lo que uno es, sobre la identidad, acerca de la fricción con el mundo, la extrañeza sobre uno mismo y el intenso -e irrepetible- interés por encontrar una voz que nos garantice certezas, confianza. No hay ojos hinchados ni heridas de guerra en el primer amor, sólo tiempo y más tiempo para abrazarse y besarse con los ojos cerrados, para explorar cada poro del adversario hasta la extenuación y convencerse de que la vida, lejos de lo que parecía, puede tener sentido. La mirada de la duda, la grieta de la edad adulta, se elude durante un tiempo que según el caso dura semanas, meses o años y que en el caso de Olmo y Manuela (Pablo Hoyos y Candela Recio de niños, Francesco Carril e Itsaso Arana de treintañeros) les une verdaderamente para siempre.
El relato de Jonás nos asoma a la gestión de ese cordón umbilical indestructible en una película filmada con la parsimonia necesaria que requiere el amor. O dicho de otra forma: con un tiempo del que, si no se dispone, es imposible que todas esas reacciones químicas se produzcan con el mismo calado. Es el tiempo necesario que se invierte en escuchar, acariciar o aceptar cualquier sombra de 'el otro', y que en el film de Jonás resulta reconfortante en cada uno de sus planos, destacando en este caso toda su estrategia -la de planificación- con los adultos y dejando acertadamente más peso en las interpretaciones con los dos excepcionales jóvenes que elevan la película. En La reconquista la honestidad de Trueba, pese a esa fórmula de producir junto a un grupo de amigos, de no estar precisamente preocupado por el diseño de sonido (por decir una variable técnica, entre otras) sino más bien por vaciar la imagen y el sonido a base de espacios y silencios, pone el cine de este realizador a otro nivel. Su manera de hacer películas, que si pudiera masticarse con los ojos cerrados sabría inequívocamente a él, parece haberse desarrollado milagrosamente hasta este momento para filmar La reconquista.
El espectador, sin duda, se mira a sí mismo a través de ella. Si es paciente con los tiempos, encuentra una recompensa cuando el film evoluciona y empieza a resolver qué fue -y qué es- de sus protagonistas. Se ve en cualquiera de ellos, sin importar el sexo o la actitud con la que se reconozcan y los clichés estéticos en los que redunda. La historia de amor desaforado entre dos adolescentes -ahora mayores, ahora tan jóvenes que no esconden cuánto pueden llegar a dar por amor sin saber muy bien qué debe ser eso- cala según avanza el metraje y se apodera de toda la atención. Ningún elemento técnico se superpone a la historia, la verdadera ganadora del film, algo que habla muy bien de Jonás al que ya le acompañan más de 15 años relacionado con 'la industria'.
El pequeño papel que juega Aura Garrido en el film, de nuevo -como Carril- en ese estrecho círculo de próximos a Jonás, es quizá el único pero de la película. Cabía esperar que, quién sabe, una película tan abierta y sincera en sus formas acolchara el método de la actriz. Pero no, esta vez tampoco y ya no sabemos qué tendrá que suceder para que esa forma de encajar el texto entre su lenguaje corporal y la voz nos sirvan para no desconectarnos del desarrollo de una narración. El mensaje, todo lo que tiene que ver con la pareja a sus dos edades (los 15 y los 30 años), se proyecta con un mimo, sentido e inteligencia que esperemos sólo sea el punto de partida para un Trueba más requerido por públicos ajenos a los esteticistas círculos a los que ya había conquistado.