VALÈNCIA. La llegada de True detective a nuestras vidas televisivas en 2014 fue un acontecimiento. El insólito tono de la serie; su vuelta de tuerca filosófica al thriller, con aquellas emocionantes parrafadas nihilistas de Rusty Cohle; los hábiles juegos temporales; su atmósfera densa y decadente; la dinámica entre los protagonistas con las magníficas interpretaciones de Matthew McConaughey (quién iba a esperar tanta profundidad del actor) y Woody Harrelson; la impecable factura visual, obra de Cary Fukunaga… No es de extrañar que fuera saludada como una de las grandes series, y su autor, Nic Pizzolato, venerado por crítica y público.
Luego llegó la segunda temporada, tal vez demasiado pronto y escrita muy apresuradamente. Y con un elenco de intérpretes poco afortunado. Colin Farrell parecía todo lo impostado y falso que McConaughey no lo era y Vince Vaughn, como era de esperar, no daba la talla ni de lejos. Solo Rachel McAdams salvaba la función. Puede que, en realidad, no fuera tan horrible como en su momento nos pareció ni la primera tan extraordinaria como pensábamos. Las expectativas, eso que llaman el hype y esa especie de necesidad compulsiva de encontrar LA SERIE que va a cambiar nuestras vidas a veces crea juicios poco ponderados y muy viscerales. El consumo audiovisual va muy rápido. Y los espectadores tienen poca paciencia. Lo lamentable es que también la crítica la tiene y no debería, su obligación es pensar, reflexionar y tomarse el tiempo necesario para analizar las obras con tranquilidad. Pero no. Rápido, hay que poner un tuit con la opinión que mañana ya estará pasado de moda y la gente estará hablando de vete a saber qué. Y esto, señoras y señores, no le sienta nada bien a la cultura ni al pensamiento crítico.
Y ahora nos ha llegado la tercera temporada. Nic Pizzolato se ha tomado su tiempo y nos ha ofrecido algo hecho con los mimbres de la primera, como si la segunda nunca hubiera existido, pero que, sin embargo, desmiente algunas de las premisas básicas de aquel misterio de Carcosa. Aparentemente es un mundo muy similar. Un crimen terrible, dos policías bastante diferentes entre sí que investigan un caso cuyas ramificaciones se extienden en el tiempo, la mezcla de pasado y presente, actores muy competentes, tanto Mahershala Ali como Stephen Dorff. Todo muy marca “True detective”. La gente respiró aliviada, como diciendo “esto ya lo reconocemos y nos gusta, aunque te copies a ti mismo”.
Pero la verdad es que hay unas cuantas diferencias esenciales entre ambas. En primer lugar, el personaje central, el detective encarnado maravillosamente bien por el ganador del Oscar Mahershala Ali, está en las antípodas del de McConaughey. Si este personaje era verborreico y se definía por su uso de la palabra, reflejo de su capacidad de pensamiento y reflexión, aquí tenemos a un hombre incapaz de expresarse y de comunicarse. Habla lento, lo cual impone un ritmo muy particular a los diálogos, con pocas palabras, deja frases sin acabar. Esta incapacidad le define. No hay duda de que posee un gran mundo interior con muchas grietas fruto de un pasado difícil, tanto por su condición de veterano de guerra, como por el hecho de ser negro en un mundo de blancos (hecho de gran relevancia en la serie). Sin embargo no sabe contarlo, no puede comunicarlo.
Y de ahí, y aquí tenemos otra diferencia esencial, la inclusión de un tercer tiempo, la vejez del personaje central y, sobre todo, el hecho de que esté perdiendo la memoria. Esta parte de la historia, que conforme avanza está cada vez más presente, convierte al relato en algo muy distinto de aquella primera temporada. Y es lo que la convierte en una buena serie. Sin este elemento no pasaría de ser una historia del montón, más o menos bien hecha.
Porque no se trata solo de descubrir la verdad sobre el crimen, sino de una exploración de la memoria y del olvido, por parte de alguien que nunca entendió nada. De la búsqueda de su identidad. El particular ritmo del relato, que algunos dirían lento, como si hubiera un ritmo correcto o adecuado de contar las cosas en el cine o en las series, deriva de este tercera dimensión temporal. Todo se desarrolla del modo en que un viejo sin memoria se relaciona con el mundo: lenta y fragmentariamente.
Además, la pérdida de memoria añade una permanente duda acerca de lo sucedido. ¿Estamos en la cabeza de Wayne? ¿Cómo podemos saber que lo que vemos es cierto o no? ¿Es un narrador fiable? Cierto es que esta cuestión sí que rondaba la temporada de Harrelson y McConaughey, pero se resolvía de un modo que no dejaba duda sobre la verdad y, de paso, desmontaba el nihilismo del personaje de Rusty. Aquí la verdad no está tan clara. Y no hay filosofía a la que agarrarse. Más bien al contrario. Todo es más gris, hay menos acción y poca reflexión.
Por otra parte, el concepto del Mal con mayúsculas, ese Mal atávico, pegajoso, global y contagioso que caracterizaba a la primera temporada, y que en tantos relatos audiovisuales actuales se maneja, no tiene nada que ver con lo que sucede aquí. De hecho no hay Mal, más bien gente muy jodida, azar, accidentes, y una profunda dificultad para sobrevivir y entender la realidad.
Lo que sí sigue siendo es una serie profundamente masculina, con historias que se desarrollan en mundos donde las mujeres prácticamente no tienen papel o, si lo tienen, es subsidiario de alguno o varios de los hombres del argumento. Pizzolato sigue teniendo problemas con la construcción de personajes femeninos. Si en la primera temporada el interpretado por Michelle Monaghan era plano y también absolutamente innecesario, justo es señalar que, en la segunda, intentó subsanarlo atendiendo a las críticas recibidas y Rachel McAdams tuvo un poco más de suerte con el suyo.
En la tercera, tenemos un personaje femenino de gran importancia, el interpretado por Carmen Ejogo, primero novia y luego esposa del protagonista, pero no solo eso. Ella será la autora de un libro sobre el caso y, en el fondo, demostrará ser mejor investigadora que su marido. Al contrario que él, domina las palabras, puesto que es maestra y escritora, pero es imprescindible para la construcción de Wayne. Aun siendo una mujer independiente, con experiencia de la vida e inteligente, acaba cumpliendo la típica función de cuidadora, impulsora y necesaria mantenedora de la identidad masculina.
Pero esa es la lógica de este relato masculino. Se trata de la construcción de la identidad Wayne Hays, el personaje de Mahershala Ali. De eso va. No del misterio, no de la desaparición de los niños, no del trabajo policial, ni siquiera de la obsesión. Va de un hombre perdido que busca el sentido del mundo. Y vale la pena seguirle en su búsqueda.