VALÈNCIA. Kokoro, Botchan, Sanshiro… Las novelas de Natsume Sōseki son consideradas obras maestras de la literatura nipona. Sin embargo, por el motivo que sea, gran parte de los seres humanos que pueblan el planeta Tierra no dominan (todavía) los recovecos lingüísticos del japonés. Por ello, hasta que controlen el idioma como los nativos de Tokio, acceder al sutil, delicado y fascinante trabajo de dicho autor resultará una misión imposible para ellos. A no ser, claro, que se cruce en su camino una buena traducción.
Desentrañar los galimatías de las lenguas ajenas y acercarlas a un idioma entendible por el público local es la callada misión que cada día acometen esos sujetos denominados traductores literarios, pero su figura todavía no es demasiado conocida entre la audiencia, ¿O acaso ustedes, estimados lectores, sabrían nombrar sin consultarlo antes, a los responsables de esta tarea en las tres últimas novelas extranjeras que hayan leído? Piénsenlo sin prisa, hay tiempo… ¿No, nada? De acuerdo, sigamos. Para descubrir los entresijos del oficio, hemos hablado con algunos profesionales de este ámbito que colaboran con la fecunda industria editorial valenciana. Pasen y lean.
En esencia, esta labor textual pasa por tomar un sinfín de diminutas decisiones que acaban teniendo efectos trascendentales en el producto final: qué sinónimo emplear, cómo incorporar una broma y que siga siendo graciosa, cuál es la mejor manera de resolver algún localismo…Cada párrafo se convierte así en un laberinto del que salir triunfante, un enigma que desentrañar a golpe de punto y seguido. El aterrizaje de Daniel Esteban en esos parajes no fue precisamente ortodoxo: físico de formación, tras un tiempo trabajando en el campo científico se dio cuenta de que lo suyo eran los libros. En su caso, traduce del francés y el inglés al castellano. Ha colaborado con el sello Barlin en volúmenes como Gobernar el mundo, de Mark Mazower, o Electroshock, de Laurent Garnier y David Brun-Lambert (en este caso, desempeñó su labor junto a María Oliver).
Para Esteban, uno de los grandes retos de la profesión es “respetar el texto primigenio. A toda traducción siempre se le reprocha que no es el original, necesariamente es una interpretación en otro idioma. Tenemos la misión de volcar el sentido de la obra y expresarlo de nuevo de forma íntegra”. De hecho, sostiene que su labor “no difiere mucho de proyectos como adaptar el Quijote del castellano antiguo al moderno”. Por su parte, Vicent Berenguer, traductor del portugués al valenciano y especialista en poesía, considera que la cuestión más espinosa es “trasladar las metáforas, los giros, las ironías y las expresiones populares. La fidelidad total al texto es traducir eso y hace falta tener mucha imaginación para encontrar equivalentes en tu lengua que funcionen bien”.
Helena del Mar Masià es responsable de la traducción desde el francés de la novela gráfica Panteras Negras, de Bruno y David Cénou (Desfiladero Ediciones, 2018) y afirma que trabajar con cómics plantea un periplo extra: “sintetizar todo para que encaje correctamente en el bocadillo, para que ocupe lo mismo”. Además, destaca el embrollo añadido que supone operar con diálogos repletos de argot, un registro que en territorios galos “es mucho más complejo que en castellano, por eso se hace muy difícil encontrar equivalentes para el lenguaje de calle”. En este sentido, rememora la problemática vivida con Gatia y su gato, una breve pieza infantil “con muchísimos chistes que tenía que reinventar sin desviarme demasiado del original”. La literatura, al fin y al cabo, es como las cebollas: está compuesta por capas. Ernesto Rubio traduce del inglés y el polaco. Acaba de colaborar con La Caja Books para la publicación de Diarios de Kolimá, de Jacek Hugo-Bader, obra en la que ha trabajado a cuatro manos junto a Agata Orzeszek, traductora de Kapuściński. Para él, el principal desafío reside en ser capaz de “identificar el estilo del autor, cogerle el tono y acercarlo al lector”.
“Se trata de una labor en la que hay muchísimos factores que no están observados o se desconocen. Tienes que estudiar muy bien la obra con la que vas a trabajar, claro, pero también el momento histórico en el que se escribió, la personalidad de su autor y las características de su escritura”, apunta Héctor Arnau, que traduce del inglés y el francés al castellano y valenciano. Colaborador habitual de sellos tan reputados como Capitán Swing o Nórdica, dio sus primeros pasos en este cosmos junto a la extinta editorial Numa con El tercer policía, de Flann O’Brien. Con la compañía de Albuixec Litera acaba de lanzar una versión del álbum ilustrado De una pequeña mosca azul, escrito por Mathias Friman.
La maquinaria de la industria editorial se apresura a inundar cada año el mercado de miles y miles de volúmenes. Obviamente, el afán por conocer lejanos horizontes literarios facilita que muchos de los ejemplares que llegan a las estanterías sean títulos escritos originalmente en otros idiomas. Con tantas traducciones al alcance de la mano, se hace imprescindible contar con una brújula que ayude a detectar aquellas de mayor calidad. Para Berenguer, que debutó en estos lares librescos con Matèria solar, de Eugénio de Andrade (Gregal, 1987), la clave está en que el lector logre “sumergirse y entrar al mensaje, a la finalidad del texto, sea un poema o un ensayo. El factor de la lengua tiene que desaparecer para que uno pueda entrar en la conversación con la obra. Es algo parecido a una película: no queremos que se queden en los colores de la pantalla, sino que observen lo que viven los personajes”. Acertar en la elección adquiere aquí una importancia similar a la que tenía identificar el Santo Grial en Indiana Jones y la última cruzada: “una mala traducción puede destrozar una buena obra”, afirma categórico Rubio.
Y no, este entorno tampoco escapa de la precariedad que impregna otras esferas laborales: “La traducción es un negocio muy miserable. Las condiciones a las que nos tenemos que enfrentar son patéticas. Como el mundo va muy rápido y hay sobreproducción y sobreabundancia, vemos trabajos muy deficientes. Se lleva el el usar y tirar, lo barato”, apunta Arnau. De hecho, entre los grandes escollos del sector, este valenciano señala “la falta de tiempo, los ritmos que se exigen”. En ese sentido, subraya que muchos profesionales que se ven obligados a trabajar en tres o cuatro novelas al año “como mínimo”, es decir, que solamente pueden dedicar unos pocos meses a cada obra.
Afirmar que la confección de una pieza literaria constituye un acto creativo resulta una perogrullada de dimensiones apabullantes. Pero ¿y traducir esa misma pieza? ¿La creatividad es un factor determinante a la hora de ejecutar con éxito una traducción? Para Daniel, se trata de una cuestión fundamental: “Al final, el uso del idioma en una traducción es tan creativo, aunque lo sea de una forma distinta, como el de la lengua de partida. Basta con ver la gran cantidad de versiones que existen de las obras clásicas. Un traductor excelente es capaz de hacer brillar el texto y eso sería imposible si no contara con talento literario”, señala. “Si no tienes sensibilidad poética, no puedes ser traductor porque no se trata de una función matemática”, afirma Masià. “A mí las palabras me emocionan, me generan muchas sensaciones”, agrega.
Y sí, el texto original siempre es de otro, pero ¿hasta qué punto al traducir uno acaba impregnando la obra de su propia personalidad, de su esencia? Como apunta Rubio, “en teoría, debemos ser transparentes y adoptar la voz del autor (a veces se usa la metáfora del camaleón), pero en ese proceso de reescritura echamos mano de nuestros recursos y, por lo tanto, ponemos mucho de nosotros mismos. A la fuerza, somos los que redactamos el nuevo texto, algo de lo que el público no es consciente”. En este sentido, destaca que el papel de los traductores es mucho más activo de lo que un lego en la materia pudiera imaginar: “es frecuente que propongamos títulos a las editoriales, por ejemplo, yo que traduzco del polaco llego a obras que quizás aquí no se conozcan”.
“Hemos de intentar ser lo menos intervencionistas posibles y no realizar una reescritura moral: no intentar suavizar, simplificar o mejorar el original. En definitiva, no imponer tus prejuicios, juicios o valores a un producto que fue creado por un individuo distinto en un momento concreto. Sin embargo, creo que resulta inevitable intervenir de un modo u otro ya que las palabras pasan a través de una persona con unos gustos y un contexto determinado. En ese sentido, toda traducción es política, aunque no se lo proponga”, repone Andrés Ehrenhaus, quien firma la versión en castellano del A través del espejo y lo que Alicia encontró allí publicado por Media Vaca, compañía ganadora del Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial 2018.
“La literatura no se acaba nunca”, recuerda Berenguer y, en esta línea, Ehrenhaus subraya la necesidad de que quienes se entregan a las labores de traslación “estén al día de lo que se escribe en su lengua y controlen muchos registros diferentes. Es importante que no leamos solo traducciones para no acabar reproduciendo en nuestros proyectos un estándar raro, artificial y sin peculiaridades que únicamente existe en los libros traducidos”.
Tradicionalmente, el trabajo de los traductores se ha visto invisibilizado, arrinconado como una misión menor dentro de los intrincados engranajes editoriales. Sin embargo, Daniel Esteban se muestra optimista ante el futuro: “cada vez son más las editoriales, sobre todo las independientes, que empiezan a tomarse en serio lo de subrayar la figura del traductor y, por ejemplo, mencionarle en las presentaciones que realizan”. El cobro de derechos de autor y la inserción del nombre del traductor en la portada de los tomos son algunas de las “conquistas” que destaca Rubio “tras muchos años de reivindicaciones históricas de asociaciones y particulares”. Aun así, lograr que este perfil sea reconocido socialmente sigue siendo casi una quimera: “el conocimiento popular sobre el mundo de la traducción es todavía bastante pequeño. Creo que muchos ven las traducciones como el precio que han de pagar para poder leer libros extranjeros, no se termina de entender esa faceta creativa de nuestro trabajo que comentábamos antes”, señala.
Al pensar en el proceso de traducción de un libro, resulta inevitable imaginar una consecución de jornadas en las que el escrito y el encargado de darle una nueva voz en otra lengua conviven sin más compañía que la que puedan proporcionarse el uno al otro. Un aislamiento físico y mental que quizás constituya la herramienta imprescindible para lograr que las palabras broten libremente. Así lo cree Esteban: “Es bueno que se produzca esa soledad porque quiere decir que hay una cercanía con el texto, que se ha establecido con él una relación personal y estrecha. De todas formas, aunque se nos perciba como trabajadores encerrados en su estudio, a menudo utilizamos herramientas colectivas, pedimos opiniones a colegas, participamos en foros y grupos de trabajo… En general, estamos conectados con otros profesionales y esa influencia resulta muy beneficiosa”. A falta de humanos reales, siempre queda la ficción: “Cuando estoy trabajando con una obra, siento que sus personajes me envuelven y eso hace que no lo viva con tanta soledad”, resume Masià. A fin de cuentas, dicen que uno nunca está del todo solo si tiene cerca un libro.
Epílogo: ahora, ágiles y veloces cual gacelas, acudan a descubrir a todos esos traductores que tiene apilados en su estantería y hasta ahora habían ignorado completamente.