Hasta Stéphane Hessel entrevió el peligro de una indignación generalizada, y al año siguiente de ese ¡Indignaos!, publicó con mucha inteligencia ¡Comprometeos! Porque la indignación y el compromiso no son lo mismo
Hay semanas en que discutiría hasta con El Roto. Sus viñetas audaces, comprometidas e intelectuales me dejan la sensación, en ocasiones, de que la audacia, el compromiso y la intelectualidad ha quedado reducidos a un mero chiste que circula por internet. Que son medallas con las que decorar nuestra solapa. Que en el fondo (o en la superficie, más bien) imponen un brillo que ciega más que alumbra, que paraliza más que moviliza, que fascina a los gentiles en lugar de traducir para los ignorantes (nosotros) ese lenguaje pegajoso en que hemos convertido la realidad.
Son días de debates y de cálculos de lo que será el futuro. El Roto publicaba una viñeta el otro día en que decía que la militancia permite tener razón sin tener que razonar. Ojalá. Cuando dice ‘militancia’, yo le pondría ‘El País’. Luego me arrepiento, me sereno, no escribo nada, no digo nada prácticamente, y me enredo en las páginas que quiero y que me gustan.
¿En qué momento hemos convertido la antipatía en una enseña y la sospecha en distinción? O algo peor, ¿en qué momento hemos aceptado que nuestro lenguaje común, nuestra lengua koiné, es el barro al que lanzamos toda nuestra política, toda la política? Me da por pensar que lo más intelectual, hoy en día, sería escribir una oda al BOE. Luego me sereno y no escribo nada, pero de eso no me arrepiento.
Decía Jorge Semprún que el mayor peligro para Europa era el cansancio. El cansancio, la pereza, yo no sé... Lo dijo en su carta de despedida cuando visitó por última vez, un año antes de morir, la explanada de Buchenwald, para conmemorar los 65 años de la liberación del campo de concentración nazi al que fue deportado. Un campo erigido en medio del bosque, a escasos kilómetros de Weimar, la ciudad más refinada de Alemania, la ciudad de Schiller, de Goethe, de la Weimarer Republik. Un pueblito con encanto, lleno de palacios con detalles dorados, calles empedradas, panaderías antiguas, bares con terraza, plazas sin coches, un paseo por un río cruzado de puentes medievales, la naturaleza alemana que llena los pulmones y que, en las tardes de verano, dan una extraordinaria alegría de vivir.
El mayor peligro para Europa era el cansancio, y lo sigue siendo, aun cuando el riesgo ya está aquí. Leí esa carta de Semprún conmovido, porque él mismo (de algún modo) estaba anunciando su propia muerte. En ese artículo, titulado precisamente “El último viaje a Buchenwald”, anunciaba su última celebración y que, lleno de rabia por saber que estaba muriendo, repetiría ante los jefes de Estado, las autoridades, los estudiantes y las cámaras de televisión que el mayor peligro para Europa era el cansancio, el abandono de la política, la perversión de los ideales, el culto a la confrontación.
Jorge Semprún publicó La escritura o la vida en 1995, años después de haber sido Ministro de Cultura con el Partido Socialista y el mismo año en que esa cartera la ocupaba de manera esplendorosa Carmen Alborch. Su memoria sobre el campo de concentración llegaba con cincuenta años de retraso y el mismo título explicaba por qué: tras la experiencia en esa explanada de Buchenwald bajo el terror nazi, la única manera para superar el trauma fue el de callar, el de olvidar y el de entregarse a la vida tratando de borrar de su memoria tanto sufrimiento y tanta ignominia.
Hace años que lo leí y me parece otra vida. Pero todavía recuerdo ese dolor después del dolor, esa angustia que permanece cuando la catástrofe ha sucedido, la certeza de que es la vida –más que la muerte- lo que no tiene límites, el pudor, la vergüenza, la capacidad de resistencia del ser humano, la voluntad de no sufrir, las contradicciones o el cerrar la herida cincuenta años después.
El campo en el que estuvo Semprún había sido erigido por los nazis para encerrar a presos distinguidos: sociólogos como Maurice Halbwachs, políticos como Édouard Daladier o Léon Blum, escritores como Imre Kertész, Jean Améry o Stéphane Hessel, el padre del famoso ¡Indignaos!, que se publicó también aquel año de 2010. Hasta Hessel entrevió el peligro de una indignación generalizada, y al año siguiente escribió la segunda parte de ese ¡Indignaos!, titulada con mucha inteligencia ¡Comprometeos!
Porque la indignación y el compromiso no son lo mismo, por mucho que Twitter agite nuestra conciencia y dé rienda suelta a nuestra frustración, a nuestra gracia o a nuestro aburrimiento.
En campaña electoral se leen sobre todo periódicos y pronósticos, a pesar de que abril es el mes literario por excelencia. Se lee también El País con sus viñetas de El Roto, se cuelgan, se comparten, se propagan por la red como una verdad revelada o un versículo del Antiguo Testamento. Y cuando leo los comentarios y las reacciones, no puedo dejar pensar en ese cansancio del que hablaba Semprún.
Se nos ha quedado una campaña cansada, porque hemos interiorizado el recelo, la sospecha o el descreimiento como nuestro estado más auténtico. Y no es verdad. Parece que a ese estado de extrañeza y desconcierto hemos llegado como una conquista. Y tampoco es verdad.
La verdadera conquista no es dejar de estar cansados, sino dejar de ser perezosos. Y eso es una responsabilidad que va más allá del periodo electoral.