VALÈNCIA. Concluyó el viernes la temporada en que la Orquesta de Valéncia ha celebrado su 75 aniversario. Y lo hizo programando, en la primera parte, la obra de un compositor valenciano, César Cano, y la actuación de un pianista que también lo es, Rubén Talón. La segunda parte estuvo reservada a la Tercera Sinfonía de Beethoven. Todo ello dirigido por el maestro madrileño Miguel Romea. Y con la Sala Iturbi a reventar. Estaba el público de siempre (se trataba de un concierto de abono), y mucha gente que parecía asistir por primera vez a un concierto de clásica, pues aplaudían después de cada movimiento sin esperar a que se acabaran las obras, con el subsiguiente descoloque de los intérpretes.
De César Cano se ejecutó Clinamen, obra para gran orquesta encargada por la Generalitat Valenciana y estrenada, también en el Palau de la Música, en 1996. En esta ocasión fue interpretada en conmemoración del 250 aniversario de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos. Llamó la atención en ella la sutileza y transparencia de la orquestación, más difícil de lograr, si cabe, con una plantilla tan descomunal. Notable fue también, como acostumbra a suceder en las partituras de Cano, la coherencia sonora, proporcionada por un sistema serial donde se integran plenamente –no se trata de una mera superposición- elementos de distinta procedencia.
La partitura está dedicada a Manuel Galduf, que se encontraba en la sala, al igual que César Cano. Este salió a saludar tras los aplausos del público.
Rubén Talón (29 años), ganador de numerosos premios, también había actuado en el Palau en un par de ocasiones, pero ambas en formato recital. La primera en la Sala Rodrigo (2015), con un programa-homenaje a Franz Liszt (Les cloches de Genève, Vallée d'Obermann -ambas pertenecientes al primero de los Años de peregrinaje, centrado en Suiza-, Mephisto Waltz núm. 1 (primero de los cuatro valses que Liszt escribió sobre el tema de Fausto), Nuages gris y la temible Sonata en si menor) Un programa que comenzó ya a desvelar la capacidad de riesgo del joven pianista.
La segunda fue ya en la Sala Iturbi (septiembre de 2016), con las Sonatas 'Claro de Luna' y 'Appassionata' de Beethoven, la 'Mazurca núm. 1’, la núm, 4 y la 'Balada' núm. 2 de Chopin, la ‘Danza núm. 1 de La vida breve y la Fantasía Bética, ambas de Manuel de Falla. Programa también arriesgado, no sólo por las dificultades técnicas, sino porque algunas de las partituras han sido interpretadas (tanto en directo como grabadas en disco) por grandes estrellas del piano, el público las conoce bien y está acostumbrado a versiones deslumbrantes.
Este viernes, sin embargo, Talón superó su propia marca con el Concierto núm. 2 de Rajmáninov: obra archiconocida, interpretada y grabada por pianistas excepcionales, entre ellos el propio compositor –del que se conserva el registro-, y el considerado hoy como su intérprete de referencia, Krystian Zimerman. El hecho de asumir esta partitura implica, además, el riesgo de confrontar su piano con una orquesta sinfónica, que añade a lo anterior los problemas de coordinación a nivel de estilo, ajuste... y también de potencia.
La partitura es, por otra parte, muy difícil técnicamente, y exige –como el mismo Talón ha reconocido en recientes declaraciones- una fuerte entrega en el ámbito expresivo. El carácter apasionado de la música y la calidez de las melodías no casan con un enfoque frío. Estamos ante una obra plenamente romántica, por más que el Romanticismo estuviera ya periclitado en el momento de su estreno (1901), y que, desde París, Viena y la propia Rusia, se anduviera buscando y encontrando nuevos caminos. Pero hurtarle al Concierto núm. 2 su carácter sinceramente arrebatado –el carácter que, de hecho, lo ha convertido en un clásico popular- significa privarlo de la esencia más genuina. Quizá no estuvieran tan claras las cosas con el núm. 3, o con un cierto número de obras que contiene el catálogo del compositor, pero sí parecen estarlo en la partitura que afrontó el pianista valenciano.
Con todo, la grabación del propio Rajmáninov (y cualquiera puede comprobarlo, porque se encuentra fácilmente en internet) plantea dudas al respecto, pues muestra una gran contención de la expresividad. Tanto es así que el propio Zimerman, todo fuego en el registro que tiene junto a Seiji Ozawa, dice sobre la versión del compositor: “...su grabación del Segundo concierto ha sido siempre un enigma para mí: tengo la impresión de que no explica verdaderamente lo que hay en el interior de la música (...) Me pregunto si pudo haber tenido miedo de sus propios sentimientos (...) Los Conciertos de Rajmáninov no se tocan, se viven. Para mí, son jóvenes conciertos para jóvenes pianistas, llenos del aliento del Sturm und Drang, plenos de esas emociones que brotan cuando uno se enamora por primera vez (...) Si yo hubiera escrito una obra como el Segundo concierto, hay momentos de una emoción tan intensa y las partes melódicas nos dicen tanto sobre el compositor, que tendría la impresión de sentirme casi desnudo”.
Quizá ajustándose a la lectura de su creador, opción muy legítima, por otra parte, la versión de Rubén Talón, sin resultar fría, sí pareció algo distante. No se dejó llevar por la música ni llevó al público tras ella. A cambio, cautivó su planificación de la estructura, el fraseo delicado y flexible (especialmente en el segundo movimiento), la capacidad de diálogo y ajuste con la orquesta y con cada uno de los solistas instrumentales, la suavidad del crescendo inicial y de todos los reguladores, la escasez de roces en los endiablados pasajes que contiene (sólo en el tercer movimiento hubo algún momento de peligro), la forma de aparente improvisación que cobraron algunos momentos del Adagio, y la sonoridad limpia de los dos primeros movimientos.
Pudo faltarle a su piano la omnipresencia que tiene en esta partitura, incluso cuando la orquesta vuela con toda su fuerza. La responsabilidad, en este caso, sería compartida entre el solista y la batuta de Miguel Romea. Éste ajustó muy bien, pero pareció no importarle demasiado que el solista perdiera presencia en alguna ocasión. Y, sin embargo, el pianista debería ser aquí siempre el rey. Era una dificultad añadida, ya se ha dicho antes, a las otras muchas que plantea la obra. Con buena parte de los escollos ya sorteados, Rubén Talón tendrá que ampliar la gama dinámica y, seguramente, dejarse llevar más por la emoción. Es muy joven. Tiene tiempo. Incluso para dejar en maduración un tiempo obras tan “explosivas” y adentrarse en un repertorio de corte más intimista, dadas las calidades que, dentro de estas coordenadas, mostró en el mucho más “recogido”, pero igualmente conmovedor. segundo movimiento.
En cualquier caso, recibió muchos aplausos y tuvo que dar un regalo, esta vez en solitario. Rajmáninov fue, de nuevo, el elegido, con el Preludio op. 3 núm. 2, en do sostenido menor.
Tras el descanso, la Tercera Sinfonía de Beethoven plantea al oyente unas emociones distintas, pero más intensas incluso. La escribió el compositor en el dramático trance histórico en el que Europa trataba de eliminar el Antiguo Régimen, con múltiples avances y retrocesos. Y –también- con velocidades y maneras muy diferentes según las zonas. Beethoven traslada en ella la conmoción anímica ante ese terremoto histórico, con una energía y unas dimensiones que asombraron en su época, y que siguen asombrándonos hoy, a pesar de que es una obra interpretada una y otra vez.
A la Tercera Sinfonía, la llamada ‘Heroica’, le sucede, en mayor medida aún, lo señalado para el Concierto núm. 2 de Rajmáninov. Porque si en éste se han de traducir las emociones personales, en aquélla son éxitos y fracasos colectivos los que están en el candelero. No tolera bien las lecturas cautas, porque mucho estaba en juego desde la Revolución Francesa, y mucho es lo que se transformó a lo largo del siglo XIX. Fuera o no fuera Napoleón el agente principal, los importantes cambios en el reparto de la propiedad agraria, del código civil y de los derechos humanos, se tradujeron en una efervescencia social de la que Beethoven se hizo eco. Y no sólo en esta sinfonía.
Por eso, no basta con seguir fielmente la partitura, tal como hicieron meticulosamente el maestro Romea y la Orquesta de València: ningún desajuste, ningún solista desafinado (a pesar de los múltiples retos que se plantean, entre otros, a las trompas, oboe, clarinete y flautas), contrastes dinámicos en su punto, equilibrio de las secciones, energía en la lectura...
Pero algo se omitía allí, algo intangible. Y se echó en falta.