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SILLÓN OREJERO

Los antiguos veranos de un niño en una colonia obrera

Davide Reviati contó en 'Muertos de sueño' cómo era la vida en un complejo petroquímico que tenía a los trabajadores viviendo en una aldea contigua a la fábrica

28/08/2017 - 

Todo tiempo pasado fue anterior. Es absurdo mitificar infancias porque nadie ha podido ser niño en dos épocas diferentes para comprobar cuál es mejor. Si antes los niños iban a un descampado y jugaban con una caja de cartón imaginando que era un coche era muy divertido. Pero si ahora los niños prefieren jugar con un simulador de carreras con sonido real, vibración en el mando, vehículos del mismo comportamiento que los de verdad, pues no creo que lo hagan por joder a nadie. Posiblemente les parezca, con el corazón en la mano, más divertido que una caja de cartón. Puede probar usted ahora a meterse en una caja de cartón e imaginar que es un coche o comprarse una PS4 y nos cuenta la diferencia.

Sin embargo, eso no quita que muchos hayan tenido infancias de jugar con palos, piedras y balones de fútbol, al tiempo que hacían algo que también se ha perdido para siempre: socializar en persona. Este apartado abarcaba toda una suerte de posibilidades que también se reducían a querer molar más que los demás con el problema de que aquello no podía cuantificarse en likes como ahora.

En cuestión de cómic, ya comentamos en esta columna, el excelente Aquel Verano de las primas Tamaki. Las canadienses recordaban un estío cuando uno abandona la infancia y empieza a descubrir que la vida, vaya por dios, es una mierda. Aburrimiento y frustraciones eran el leitmotiv de aquella historia. Hoy, mientras los españoles se van preprando para la vuelta al curro, comentaremos otro tipo de verano: el de los niños de colonia obrera.

Lo publicó Norma en 2011, su título Muertos de sueño; su autor, Davide Reviati, italiano. La historia transcurre en Italia, en el norte, entre los que se apodan "polentones" en contraposición a los "terrone" del sur, en una colonia industrial. Un pueblo, una aldea, alrededor de una fábrica para que vivieran los trabajadores. Un lugar perfectamente equipado con guarderías, tiendas, iglesia y bares. Una forma de explotación que se puso en marcha también en muchos puntos de España, como la colonia de Vallcarca en Cataluña y que, de algún modo, encadenaba al trabajador al tajo, aunque fuera con la supuesta mejor de las intenciones.

Protegidos pero aislados

De hecho, esta controversia está en el inicio del cómic. Es lo primero que piensa el protagonista al describir la colonia al lector: "No repiten que somos afortunados, porque tenemos una casa y porque nuestros padres tienen un trabajo seguro (...) El resto del mundo no existe para nosotros".

El verano se presentaba como algo tedioso, aunque al fin se libraran de las clases. No hacían más que jugar al fútbol, montar en bicicleta y cazar lagartos. Todo lo que se puede hacer a los pies de una central petroquímica en la que, de producirse un accidente, se llevaría por delante las casas del pueblo. Los chavales jugaban, pero nunca abandonaban el miedo. Cada vez que aparecía una nube tóxica tenían que volver corriendo a casa y, allí, con sus madres, esperar a ver si aparecían sus padres, si volvían a su hogar o, como pasaba a veces, habían muerto en el accidente.

Inhalaciones 

Los niños, sentados en el parque, eran capaces de distinguir los gases de la fábrica. Distinguían entre acetileno, amoníaco, fenolo, vinilciclohexeno, tetracloroetano, perkadox, peróxido de hidrógeno... un máster de Química de no ser porque lo estaban respirando. La vida laboral era tan armoniosa que los críos, cuando llegaban a casa, a veces se encontraban a su padre llorando solo en el salón.

Si esto no es deprimente, al lector, sobre todo si es joven, le saltarán las alarmas cuando vea a los niños practicar su deporte olímpico favorito: lanzamiento de gato. Les cogían por el rabo y los lanzaban como si fuera una honda. A veces, el gato aparecía muerto a palos. A alguien se le había ido la mano. Si encontraban sapos al caer el sol, les echaban gasolina encima y les prendían fuego para verlos saltar en llamas y que se iluminase la pradera con esas saltarinas lucecitas.

Perdigonazos

Cuando iban a robar frutas a un huerto cercano, el dueño les disparaba con perdigones. Los mismos niños luego se ayudaban unos a otros a sacárselos de la piel. Y la mayor de ralas putadas que les pasaba no era esa, era que cuando jugaban al fútbol, después de curarse las heridas, anochecía. Apuranam hasta el extremo y acababan peloteando sin saber dónde está la bola. No había focos. Era la señal de que se había acabado el día, no poder seguir jugando al fútbol.

Los más mayores fumaban a escondidas. Otros se emborrachaban. Iban a jugar su partido los domingos por la mañana todavía borrachos, vomitándose encima.

El cómic de Reviati tenía también una vertiente social. Trataba de explicar los cambios urbanísticos que se habían producido en el lugar. Él vivió ahí de niño. En una entrevista en la propia editorial, Norma, explicó que se encuadraba dentro del realismo poético. Es lo que tiene Muertos de Sueño. Pequeños detalles, actitudes, con los que será fácil identificarse a quien haya nacido antes de los 90. Es extraño que nadie hiciera o presenciara barbaridades a animales o que empezara a fumar con diez años. O con cualquier otro de los detalles que fue reflejando el autor sobre su infancia.

Con un blanco y negro con tramas, el italiano quiso mostrar un espacio y un lugar que, en realidad, han desaparecido. Como respondió en una entrevista en Arts-up: Vengo de un mundo que ya no existe. 


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