VALÈNCIA. Pensemos en esto. Un haz de luz ilumina una superficie en una habitación a oscuras: el área ahora visible, a varios metros de nosotros, no es mayor que un puño; la claridad repentina nos muestra unas figuras que no atinamos a reconocer, unos colores que se cortan abruptamente, una textura confusa. Se nos pide que identifiquemos qué estamos viendo: en un primer momento hemos creído ver una piel, aunque bien pensado, quizás exista un patrón similar al de la corteza de los árboles. Nos devanamos los sesos, nos exigimos una respuesta. ¿Es pelo eso que asoma desde uno de los bordes que hacen frontera con la oscuridad? Entrecerramos los ojos, tratamos de enfocar con mayor precisión, nos desplazamos a un lado y a otro para disponer de mejor ángulo; tal vez el problema sea ese. Nada. Pasamos horas frente al misterio, los ojos ya duelen, y de pronto, en parte por la urgencia y en parte por un arrebato de inspiración, creemos haber dado con la clave: el haz de luz ha sacado de las tinieblas un libro, uno antiguo, no hemos visto nunca uno así pero poco a poco vamos haciendo cuadrar la explicación con lo que tenemos delante. Sí, sin duda es un libro. ¿Lo es? Desde luego es la explicación más factible. En ese momento alguien acciona un interruptor y enciende la luz de la sala.
No hemos acertado. No solo eso: entendemos por qué jamás podríamos haber acertado. Lo que creíamos que era un objeto autónomo, un fenómeno suficiente, en realidad no era otra cosa que una pequeña parcela de un todo cuya existencia desconocíamos. Un cuadro. Uno, de hecho, enorme. El área que pudimos ver era solo una porción del jubón de uno de los personajes representados en la tremenda pintura cinegética que se extiende a lo largo de casi toda la habitación. La perspectiva parcial que nos ha permitido la linterna que sujetamos en nuestras manos, la única herramienta de la que disponíamos para descifrar el enigma, era insuficiente. Sin conocer el contexto, la solución quedaba fuera de nuestro alcance. Esta parábola -una similar- es obra del brillante escritor polaco Stanisław Lem, e ilustra a la perfección los límites con los que se topa constantemente el ser humano en el campo del saber. Antes de poner nombre a la electricidad, los rayos eran un espectáculo sobrecogedor motivado, por ejemplo, por la ira de un dios. Los truenos eran golpes de un martillo celestial. Las muertes producidas por un virus eran un castigo del más allá y la proliferación de seres vivos en un cadáver en descomposición, pura generación espontánea.
¿Cómo íbamos a saber que esa agonía que padecía un familiar estaba provocada por la invasión de un ser vivo atípico y microscópico, si no sabíamos que por debajo de los insectos, a una escala diminuta, todo un cosmos de organismos compartía espacio con nuestra civilización? No podíamos, sencillamente. Una vez dada la luz y amplificada nuestra visión mediante nuevas herramientas, todo se volvía más fácil, más lógico, menos mágico. Al protagonista de La investigación de Lem su falta de interruptor para encender la luz en un inquietante caso lo acababa llevando a un callejón sin salida. A los científicos que se ven envueltos en acontecimientos extraños y preocupantes en la fascinante novela Mil millones de años hasta el fin del mundo, de Arkadi y Borís Strugatski, les sucede algo parecido. Inédita hasta ahora en español -toda una carencia en nuestras bibliotecas a la que ha tenido el buen gusto de poner fin la editorial Sexto Piso con una traducción de Fernando Otero Macías-, la historia de los Strugatski nos pone en la piel de Dimitri Maliánov, un astrofísico enfrascado en un proyecto que de llegar a buen puerto, bien podría suponerle un enorme y muy merecido reconocimiento. Todo transcurre con normalidad en la soledad de su piso hasta que una visita aparentemente inocente inicia una secuencia de situaciones que pasan de lo curioso a lo peligroso, de lo anecdótico a lo devastador. Por suerte o por desgracia, Maliánov no es el único científico que está siendo víctima de hechos inexplicables. Una mano negra parece estar detrás de todos los “atentados”, por descabellado que parezca: el problema es que no hay manera de unir los puntos de la figura invisible. ¿Qué relación puede existir entre el trabajo de un biólogo sobre la revertasa y el de un orientalista especializado en la influencia cultural ejercida por Estados Unidos sobre Japón?
Desde las primeras páginas, los Strugatski dejan claro que esta no va a ser una lectura cómoda: nada es lo que parece, pero son tantas las elipsis que es que ni siquiera sabemos qué parece. Los episodios, sin ir más lejos, empiezan empezados, creándonos la sensación de estar siendo partícipes de unas vidas que no nos corresponde conocer. Nuestro punto de vista es el de un intruso, un voyeur asomando la cabeza por la puerta abierta por accidente de casa del vecino. Siendo sinceros, hasta que los autores no nos suministran unas cuantas piezas del puzzle, todo es tan confuso que puede incluso llega a aturdir. Nuestro cerebro, siempre tan entregado a buscar sentido y coherencia a cualquier tipo de paisaje, se topa una y otra vez con una insidiosa falta de correlación: la consecuencia no corresponde a una causa, o al menos a una que pueda resultarnos familiar. Y ahí, cuando empezamos a ser conscientes de cuáles son nuestras posibilidades reales -nuestras, de los protagonistas-, es cuando los Strugatski despliegan toda la artillería creativa e intelectual para construir momentos memorables, en un in crescendo de intriga, medias luces, confesiones, descubrimientos, teorías e incertidumbres conceptuales que desembocan en un final hilado de maravilla, pese a lo complejo del asunto.
Las reflexiones poéticas sobre la naturaleza humana se combinan con ideas poderosísimas sobre la esencia de ese misterio inabarcable que es el universo: la desesperación y dolor caminan de la mano del valor súbito, ese que solo se puede sacar a relucir cuando ya se da todo por perdido. Al fin y al cabo, los protagonistas de Mil millones de años hasta el fin del mundo no son héroes, y tampoco luchan por el destino de la humanidad: lo que desde su fragilidad se proponen defender no es algo tan inasible como el futuro de la especie, sino su dignidad.