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VALÈNCIA A TOTA VIROLLA

Los nuevos ‘bajos’ del Cabanyal: la puntilla para la ciudad de los 15 minutos

A pesar de reivindicarse como urbes de 15 minutos, territorios como València asisten sin saber cómo reaccionar a un nuevo rumbo: la conversión de bajos comerciales en viviendas turísticas

6/04/2024 - 

VALÈNCIA. En innumerables demarcaciones, pero sobre todo en el Cabanyal -por la inflamación de los lugares donde más miramos, los espacios ‘de moda’-, los bajos comerciales han comenzado una deriva frenética: su conversión en viviendas. Un reguero de pisos que apenas anuncia un festín. La primera línea de barrio, bien debilitada excepto en el caso de restaurantes y bares, es una perita en dulce para la presión inmobiliaria. Su comportamiento tiene una relación inversamente proporcional al comportamiento del aire: si éste asciende al calentarse por su menor densidad, el aprovechamiento de la vivienda va bajando conforme la demanda se calienta. Se cuela por aquellas rendijas que puede.

La colocación de porteros automáticos a pie de calle, código en lugar de llave, escenifica la clave del desafío: no es que se trate de una gentrificación al uso. No vienen vecinos nuevos que sustituyen a vecinos antiguos. Lo que se da es una sustitución de pasajeros en tránsito en lugar de vecinos. Es el paso todavía en ciernes de una población estable hacia una territorio destinado al paso rápido. Imposibilita el arraigo, la creación de comunidades, la existencia de masa crítica. Scroll, scroll, scroll

Foto: KIKE TABERNER

La unión cósmica de dos debilidades creó la gran oportunidad: al empobrecimiento progresivo del tejido comercial (hay poca excepcionalidad local: es un cambio en el formato de nuestras vidas que debe asumirse más pronto que tarde) se le sumó la caída como moscas de pequeños locales en bajo que no soportaron el parón por pandemia. La explosividad de los precios en el mercado de la vivienda provocó que muchas personas a título individual exploraran la posibilidad de convertir algunos de esos comercios en su casa. Ya incluso en 2019 la cifra de conversión comercio-vivienda se dispara. Una vez creado el marco, se desata su aprovechamiento: operadores que entienden que desarrollar viviendas turísticas en los bajos es una bicoca. Menos costes, menos fricciones vecinales, mismo rendimiento. 

A partir de ahí todo lo demás. Básicamente dos vías: la de la melancolía o la de la frustración normativa. Por un lado, asediados por brotes nostálgicos, entendemos que ver nuestro colmadito de siempre hecho bajo para la clase turista es un drama. Como si el problema fuera ese. No es una causa estética, es una causa funcional. El quid pasa porque la ciudad -que no solo es la administración, aunque a veces lo parezca- se vea incapaz de de generar un recambio para una parte medular de una urbe: esa corona de locales a pie de calle es el contacto epidérmico del espacio público con el privado, una bisagra cuyos efectos multiplicadores en una sociedad es posible que no los consideremos hasta perderlos.

Por otro lado, la cultura de brazos caídos por las que se asume que no hay nada que hacer, que apenas queda margen de actuación. Se manifiesta con multitud de versiones: ‘pon tú una pollería’, ‘es que la mayoría de esos comercios estaban ya a punto de bajar la persiana’, ‘normativamente es muy difícil’, ‘mejor que estén en un bajo que no en el portal de enfrente’. La privatización del futuro era esto. Sin margen para generar nuevas soluciones -que posiblemente no se parezcan a las que había-, dando por hecho que no hay remedio. No es el turismo, es qué queremos ser más allá de recibir visitantes. 

Foto: KIKE TABERNER
Asumiendo cuáles son los nuevos usos ciudadanos y de mercado, y no buscando revivals color sepia, una ciudad debería ser capaz de estimular nuevos formatos que se parezcan al futuro que queremos darnos: desde usos para oficinas hasta comercios no permanentes o, por qué no, un posible espacio para viviendas… a las que no se acceda únicamente en remoto.

El estudio ‘Downtown Recovery’, por la Universidad de Toronto, mide a partir de los datos de telefonía móvil la actividad en los centros de las ciudades de Estados Unidos y Canadá tras la pandemia. El ranking lo lidera Salt Lake City, cuyo centro no solo no se ha achicado sino que cuenta con un 39% más de movimiento. La última de la cola es San Francisco, con una caída del 68%. La primera apostó por viviendas cerca del trabajo (y por tanto por la mezcla de usos), la segunda por el monocultivo de oficinas.

Nuestra obsesión monocolor -que tiene la tonalidad de los visitantes de paso- arraiga cuando se asume que el desarrollo de un lugar depende únicamente de la rentabilidad que se extrae de su espacio. Un sabotaje a la finalidad ciudadana de un territorio. Si el propósito de la atracción se pone en primer término, la ciudad terminará siendo solo una terminal para gustar.

Foto: KIKE TABERNER

Muchos de esos espacios reconvertidos formaban parte de esos ‘terceros lugares’ -el concepto de Ray Oldenburg- que no son ni la vivienda ni el centro de trabajo y que suelen procurarnos las mayores dosis de diversidad social: espacios ‘esquina’ donde se dan encuentros inesperados, situaciones fuera del ámbito restringido. Durante estos años se creyó que las redes sociales encarnaban justo esa función, pero la mayoría de estudios concluyen que están más segregadas socialmente que la ciudad misma. “Han pasado a ser un ‘primer lugar’”, suele decir el investigador Esteban Moro. 

Qué paradójico que, en pleno cacareo de la ciudad de los 15 minutos, entornos como València -que no necesita ‘darse’ ese molde urbano porque ya encaja en él- asista impertérrita a la degradación de su primera línea de defensa, donde el tejido social y las conexiones cercanas comienzan por el bajo. València no necesita conseguir ser una ciudad de 15 minutos, necesita no dejar de serlo.

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