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El libro ‘Grupo Residencial Malvarrosa: Vivir colectivamente’ escribe un nuevo capítulo en un edificio que tras 50 años reivindica la importancia de pensar aquellos lugares donde vivimos
VALÈNCIA. Cuando acudo al Grupo Residencial Malvarrosa una flechas en la puerta le dan todavía más énfasis laberíntico al edificio. Hay que girar a la derecha, luego arriba, luego otra vez a la derecha, una vez allí en la sala del fondo, se presenta un libro. Un libro que es un regreso. Pero eso lo veremos después. El Grupo Residencial Malvarrosa permanece casi intacto en su condición de edificio alternativo. Colmena rebelde de los setenta que no quiso ser como las de los demás en esa franja huerta-mar, apenas a un paso del Politécnico y Beteró. ¿Es aquí?, pregunta una visita curiosa en la entrada. Como si pudiera presentarse un libro sobre un edificio singular en cualquier otro bloque de la calle. Es aquí, Calle San Rafael.
Aquí un arquitecto, Alberto Sanchis, quien despuntaba imaginando urbanizaciones que sortearían los cánones, quiso no dejarse llevar por la inercia arquitectónica. Debía hacer un edificio que no atendiera a sus gustos -o no solo a esos- ni que se conformara con replicar un molde. Un edificio que atendiera a las preferencias de quienes lo iban a habitar.
El edificio es el resultado de una reunión. La de unos cuantos arquitectos noveles, sumados a la colaboración, y la de un grupo amplio de futuros residentes, cooperativistas, que acabarían provocando el sobrenombre de la ‘manzana de los comunistas’ por su filiación mayoritaria al PCE. Antes de las primeras piedras, la conversación: sus necesidades, sus anhelos, sus convicciones. Romper la previsibilidad arquitectónica era algo más que una cuestión técnica: suponía el mecanismo para romper un marco político del que pretendían huir.
La forma que acompañó al fondo se obtuvo con una guardería, con una lavandería, con unos corredores interiores que priorizan el encuentro sobre el paso fugaz, con una movilidad de usos dentro de las viviendas pensadas para ajustarse a distintas fases de la vida. Todo sin alharacas, sin exhibicionismos edificatorios: eran viviendas para economías ajustadas, una condición que sin embargo los autores del proyecto no tomaron como argumento para la resignación arquitectónica. La mayor demostración llega desde la señalética, pensada por el padre del diseño Paco Bascuñán, que fue habitante del complejo.
En uno de esos espacios para ‘lo común’, repleto como en los preparatorios de una revuelta, se presentó hace unos días el libro, que es un acto de movilización y se llama ‘Grupo Residencial Malvarrosa: Vivir colectivamente’, está editado por Festiu y es obra de Bianca Cifre y Clara Che. La primera tuvo un flechazo por la casa de la segunda y juntas decidieron abordar qué había dentro de esa rebeldía hecha edificio. Buscar “dar a conocer la historia y el presente de este proyecto residencial, fomentar la posibilidad de crear otras alternativas arquitectónicas y de vivienda, así como tratar de enfatizar la importancia de la arquitectura y el diseño en la calidad y mejora de la sociedad”.
Sus páginas, y también aquel acto, han servido para pasar revista al modelo, para volver a unir al vecindario (el actual y el pasado) y pedirles que ejerciten su relación con el lugar. Cada participante a esa reunión hecha libro termina mostrando la relevancia transformadora de pensar su edificio.
El entramado de viviendas tuvo dos momentos evolutivos: en un primer momento, desde 1973 hasta 1977, cuando se levantó el bloque norte y ya se percibió una voluntad directa de romper con la separación convencional entre espacios comunitarios y espacios privados, y un segundo momento -en parte paralelo en el tiempo-, desde 1974 hasta 1978, que en forma de L permitió escalar el proyecto, incorporar el club social y la guardería, y sentar las bases para posibles ampliaciones.
Aquellos visionarios de los primeros setenta que querían acabar con un sistema que les recluía, lograron en parte su objetivo con un edificio que, cincuenta años después, sigue generando conversación y fracturando convencionalismos. En un momento clave en el que se decide si la forma de habitar es solo un ejercicio de supervivencia o un derecho a la identidad personal, proyectos como éste, en la entrada al Marítim, reivindican otras formas, nuevos capítulos.