VALÈNCIA. En el último speech de toda su carrera, Harry Dean Stanton dice que hay que saber irse con una sonrisa, dejando atrás los dramas y las lamentaciones, con dignidad y sin pena. Y así precisamente se cierra Lucky, su película póstuma, con el actor mirando a cámara y despidiéndose de todos nosotros con una mueca cómplice, tan agridulce como irónica.
Resulta inevitable no identificar esta película con el testamento cinematográfico de este actor de mirada eternamente triste y semblante hermético.
En ella Dean Stanton interpreta a un personaje del que prácticamente no sabemos nada (como ocurría en la mayor parte de sus películas) pero que sin embargo podemos reconocer perfectamente y relacionar sin problemas con la figura del eterno superviviente que siempre fue.
No es en absoluto casual que los pocos datos que nos ofrece la película y que nos permiten aproximarnos al personaje sean autobiográficos, como que fue cocinero en la Armada de los Estados Unidos y que se embarcó durante la II Guerra Mundial durante la batalla de Okinawa. Al fin y al cabo, estamos ante un relato que se erige a modo de un autohomenaje nostálgico y crepuscular. El director John Carroll Lynch (esta es su primera película y hasta el momento lo habíamos conocido como un secundario en títulos como Fargo, donde interpretaba al marido de Frances McDormand, o en Zodiac, donde era uno de los sospechosos de ser el asesino) compuso Lucky especialmente para Harry Dean Stanton, inspirándose en su vida y en su personalidad para que el actor se interpretara a sí mismo, algo que por otra parte era ya bastante habitual en la mayoría de títulos de su filmografía. En palabras de John Carroll Lynch, Lucky es “una especie de carta de amor al actor, pero sobre todo al hombre detrás del actor”.
Dean Stanton se transforma sin problemas en Lucky, ese hombre taciturno que se encuentra en la última etapa de su vida, que vive solo, que repite todos los días la misma rutina cuando se levanta (ejercicios, café y el primero de muchos cigarrillos) para más tarde ver los concursos de la tele y hacer crucigramas. Es un tipo sencillo que parece haber pasado por la vida de una manera discreta, aunque a medida que transcurra el metraje, nos demos cuenta de la profunda huella que ha dejado no solo en aquellos personajes que le rodean en la película, sino también en la memoria cinéfila del espectador.
En ese sentido, el actor se enfrenta a este último papel (a ambos lados de la pantalla) con una extrema generosidad, de una manera tan franca como traslúcida a la hora de reconocer el miedo y el vacío ante la muerte, los dos grandes temas de la película.
Aunque es cierto que no es Lucky tan pesimista como pudiera parecer, resulta inevitable no sentir un nudo en el estómago en algunos momentos. Como cuando vemos al personaje un tanto desamparado vagando por ese pueblo perdido rodeado de las tierras áridas del desierto de Arizona que se ha quedado anclado en un tiempo pasado inmemorial, casi como si se tratara de un espacio espectral, o cuando lo vemos reflexionar en voz alta sobre su primera experiencia con el final de la vida, un día que siendo niño mató sin querer a un ruiseñor y sintió que después de eso no había nada más. Pero también percibimos una enternecedora resistencia a seguir luchando por mantener su integridad por encima de todo, a contestar cuando es necesario y a seguir siendo un rebelde sin causa al que no le importa caminar solo. Porque como él mismo dice: “No es lo mismo la soledad que estar solo”.
El director estructura la película alrededor de Harry Dean Stanton, pero también lo vemos a través de los ojos de las personas con las que se encuentra en su deambular cotidiano.
Cada una de ellas contribuirá a desvelarnos alguna faceta oculta del personaje. En ese sentido resultan especialmente míticos dos reencuentros. El primero, con David Lynch, que encarna a uno de los habituales del bar donde van a tomar todos los días unos tragos y que acaba de perder a su único compañero de viaje, un galápago al que llama President Roosevelt. Con Lynch Harry Dean Stanton mantenía una gran amistad y acababa de rodar la nueva temporada de Twin Peaks después de haber estado a sus órdenes en numerosas ocasiones, entre ellas en Inland Empire (2006), The Straight Story. Una historia verdadera (1999), Twin Peaks: Fuego, camina conmigo (1992) y Corazón salvaje (1990). El segundo gran reencuentro lo protagoniza junto a Tom Skerritt. Ambos se embarcaron en la nave Nostromo a las órdenes de Ridley Scott en 1979 en Alien, el octavo pasajero y ahora hablan sobre sus recuerdos en la guerra y el poder subyugante de una sonrisa, en este caso la de una niña en medio de la contienda y su poder reparador entre tanta miseria y destrucción. Una anécdota en clave poética y existencial que terminará dando sentido a toda la película, como decíamos al principio.
Lucky se convierte así en un precioso último paseo de ese cowboy anónimo que fue Harry Dean Stanton. Un actor sin estridencias que participó en más de 200 películas y que solo protagonizó dos: la inolvidable París, Texas (1979) a las órdenes de Wim Wenders y ahora Lucky, que impregna con todo el poder de su melancolía, de su humildad, modestia y de su inmensa humanidad.