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crítica musical

Madama Butterfly enmarcada en la guerra 

Emilio López, como director de escena, enmarca esta ópera de Puccini en los años 40 tal como se vivieron en Japón

13/10/2017 - 

VALÈNCIA. Madame Butterfly tiene todos los alicientes para entusiasmar al público más cultivado pero, también, a quien llega a la ópera por primera vez. Puccini creó para esta ópera una música delicada y elegante que suele gustar a todo el mundo. Pero esconde asimismo una alta complejidad, y los intérpretes han de bucear en ella si quieren penetrar en el drama que plantea, Especialmente en lo que se refiere al personaje protagonista y al tratamiento orquestal.

Para empezar, Butterfly está en escena casi todo el tiempo, y lo está junto a una orquesta poderosa y con un importante papel, lo cual exige de la protagonista una resistencia vocal considerable. El canto de este personaje, además, tiene que conjugar la delicadeza propia de una geisha que -como dice de ella Pinkerton- es “leve como un frágil vidrio soplado”, con el dramatismo de una figura condenada al desastre más profundo. El público conoce esta condena casi desde el principio, cuando el teniente Pinkerton habla de su futuro “con una verdadera esposa americana”. También lo presienten todos los demás actores del drama: el cónsul Sharpless, la sirvienta Suzuki, Goro el casamentero, el pretendiente Yamadori, amigos y familiares. Sólo ella persiste en una fidelidad rotunda a pesar de los aldabonazos que va dándole la realidad. La orquesta también lo sabe, y muy bien: va subrayando los hechos, anticipa situaciones, las comenta, y desvela los sentimientos de Butterfly, que evolucionan desde el más tierno enamoramiento hasta la desesperación que la lleva al suicidio.

Ni qué decir tiene, pues, que, para traducir tal personaje, el canto debe estar a la altura. Máxime cuando Puccini lo traza con esas líneas largas, dulces y sinuosas que exigen un legato impecable, una gran firmeza en la columna de aire que sostiene la voz y una capacidad para pasar con fluidez del aria al arioso, al recitativo y al parlato. Por no hablar de las medias voces, los reguladores, la fuerza expresiva exigida por el dramatismo de algunas escenas, y el empaste en los dúos, que son constantes, hasta el punto de superar en número a las arias propiamente dichas.

Liana Aleksanyan, que lo encarnó esta vez en les Arts, lleva haciéndolo desde 2014 en óperas tan importantes como la Scala o el Teatro Colón, y en 2018 lo cantará en la Deutsche Oper berlinesa. Con todo, su voz no parece el instrumento ideal para el personaje: las notas graves, que tampoco pasan del Sib2, se emitían con un extraño estrangulamiento, además de resultar casi inaudibles. La zona media carecía de la anchura que pide el papel. Por arriba sí, había brillo, pero siempre en forte, sin gradaciones ni sutilezas. En las escenas dramáticas gustó algo más, y las tablas que tiene en este rol le permitieron acercarse a Butterfly con soltura y cierta credibilidad. Sin embargo, la geisha necesita mucho más que eso y, desde luego, no se logró.

 Pinkerton es un tipo con menos entretelas y apenas evolución. Anuncia desde el principio que se casará con una americana, y con ella aparece al final. Su momento de autocomplacencia lo tiene en Dovunque al mondo, el de “penita” (porque no cabe hablar de dolor) en “Addio fiorito asil” y –ahí sí- el de un arrobamiento sincero, en el maravilloso dúo con Butterfly que pone fin al primer acto (“Viene la sera”). En principio, Pinkerton debía ser cantado por Sergio Escobar. Al caer este enfermo, fue sustituido por Alessandro Liberatore, que también cayó enfermo (!), sustituyéndole Luciano Ganci. Fue este al fin a quien escuchamos. Voz grata y potente, que no debió enfrentarse a problemas de resistencia (sólo aparece en el primer acto y al final del tercero), y al que Puccini no exige el mismo encaje de bolillos que a Cio-Cio-San. Porque tampoco se encariña tanto con él como con ella. Las arias son breves, aunque de tesitura incómoda, y, en general, estuvieron bien resueltas.

Foto: M. PONCE/M.LORENZO

Sharpless, a mitad camino entre la complicidad con el engaño y la compasión hacia Butterfly, ha de saber plasmar esa ambigüedad. Tampoco está mucho en escena y no tiene arias. Rodrigo Esteves lo sirvió con soltura, plasmando las contradicciones del cónsul americano.

Nozomi Kato, antigua becaria del Centro de Perfeccionamiento Plácido Domingo, hizo una Suzuki entregada, a la que sólo faltó un punto de potencia y un color algo más contrastado con el de la protagonista. Pero eso, en parte, viene de fábrica.

Moisés Marín (Goro), actual becario del Centro, demostró que su voz cruzaba cómodamente el foso, así como Pablo López (el tío Bonzo). Papeles más pequeños, pero cumplidamente resueltos, estuvieron a cargo de Marianna Mappa (Kate Pinkerton), José Javier Viudes (Yamadori), Jorge Álvarez (comisario imperial), Javier Galán (oficial del registro) y Arturo Espinosa (el tío Yakuside).

Se ha hablado más arriba de la importantísima función que tiene la orquesta en esta partitura. Todavía habría que añadir la abundancia del leit-motiv en ella. Aun siendo de carácter distinto al wagneriano, es otro elemento a tener en cuenta por la batuta y los profesores. La orquesta, en una obra que se pretende sin números cerrados, propone un fluido sonoro continuo que da continuidad al acontecer dramático. Abunda también en todo tipo de detalles y puntuaciones, tanto en el terreno de la dinámica, de la agógica o del colorido instrumental (contrastes, reguladores, simbiosis tímbricas, cambios de tempo, acentos, articulaciones, etc), convirtiéndose, quizá, en el personaje de mayor importancia tras Butterfly. Llevó la batuta Diego Matheuz, joven director surgido del Sistema venezolano de orquestas, quien lució una gran expresividad y se esmeró ofreciendo una interpretación cálida que involucró al público en el drama. A veces, sin embargo, extremó el volumen y tapó a los cantantes. El coro cantó con finura y proporcionó con limpieza las atmósferas que correspondían.

Un director de escena valenciano en la sala principal de Les Arts 

Es la tercera ocasión que esta ópera sube a escena en Les Arts, esta vez con producción propia y dirección escénica del valenciano Emilio López. quien ya ha trabajado en el recinto como asistente de otros directores. López ha declarado respecto al montaje que la historia encajaba en el ambiente bélico de la Segunda Guerra Mundial, entre 1941 y 1945. (...) Me inspiré en el repudio de la familia a Butterfly, y lo comparé con el bloqueo estadounidense a Japón”. La producción empieza con unas proyecciones de soldados y aviones militares, y pasa directamente a la primera escena de la ópera, donde los dos americanos (Sharpless y Pinkerton) hablan entre sí. La escenografía no varía, en este primer acto, de lo que es tradicional: casa con paneles ligeros y corredizos, un torii (tradicional puerta roja que en Japón da acceso a un espacio sagrado) y llegada de los invitados con las inevitables sombrillitas japonesas. El interludio orquestal que precede al II acto se llena también con proyecciones alusivas a bombardeos, incluida una nube en forma de hongo que haría referencia a la bomba atómica lanzada sobre Nagasaki, lugar donde transcurre la acción. El rostro de Butterfly aparece sobrepuesto a estas proyecciones, en un intento de establecer el paralelismo entre la destrucción de la ciudad y la que se está efectuando en ella.. La videocreación la firma otro nombre conocido en Les Arts: Miguel Bosch. Hay nuevas proyecciones mientras Butterfly espera el regreso de Pinkerton, para el que se ha acicalado, pocas horas después de haber visto que su barco atracaba en el puerto. La casita de paneles está cada vez más destruida, reduciéndose al final a un liviano armazón, y todo está lleno de ruinas (nueva referencia a la guerra), hasta el punto en que la escena del jardín parece una broma macabra. Los sueños y recuerdos de la protagonista tuvieron otra ocasión de materializarse con la actuación de una bailarina (Fátima Sanlés) en el interludio de música instrumental que separa las dos mitades del acto final.

La dirección escénica de Emilio López se ciñó, pues, en lo básico, a la historia narrada en el libreto. La actualización mediante imágenes de la II Guerra Mundial intenta rebasar una ubicación cronológica estricta, situando el tema de los abusos a menores y el turismo sexual ante los ojos del espectador. Cabe reprocharle a López, en todo caso, el paralelismo de la historia con el horror atómico sufrido en Nagasaki e Hiroshima. El carácter y la dimensión es distinta. Puccini se mueve, con Butterfly, en un marco más íntimo, aunque también doloroso y necesitado de denuncia: el de la niña-madre, con las ilusiones y el amor truncados. El del turismo sexual. El de la utilización de adolescentes para juegos de adultos. Y el de nutrir tales asuntos, principalmente, en los países pobres. Especialmente, en los segmentos más pobres de los mismos.

Resulta justo señalar, por otra parte, que los milagros no existen. Y la economía de medios, en su extrema radicalidad, no suele producirlos.     

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