El nuevo titular de la Orquesta de Valencia, Ramón Tebar, inicia la temporada en el Palau de la Música con la Segunda de Mahler, en un programa doble con gran afluencia de público
VALÈNCIA. La novedad de repetir en días consecutivos un par de programas con la Orquesta de València, dirigida por Ramón Tebar, ha comenzado en el primer abono: la Segunda Sinfonía de Mahler se tocó el viernes 19 y el sábado 20, con llenazo en ambos casos. Será la del sábado la que se comentará aquí. El próximo programa con repetición llegará el 8 y 9 de febrero, de nuevo con Mahler: Décima Sinfonía y La Canción de la Tierra.
Para la Segunda se contó con la actuación de dos orfeones: el Pamplonés y el Universitario de Valencia, que sólo intervienen en el último movimiento. Tuvimos también a la mezzosoprano Ana Ibarra (cuarto y quinto) y a la soprano Arantza Ezenarro (quinto). Esta partitura de Mahler fue estrenada en 1895, pero tuvo un largo proceso de gestación. Requiere efectivos muy numerosos, pues, además del coro y las dos solistas, la orquesta es, también, de grandes dimensiones. La duración, por otra parte, alcanza los 80 minutos.
El epígrafe “Resurrección” viene de la oda de Friedrich Gottlieb Klopstock que se utiliza en el movimiento final, y cuyo primer verso afirma: “Auferstehn, ja auferstehn wirst du,” (Resucita, sí, resucitarás,). El coro y la soprano abordan con gran recogimiento las dos primeras estrofas. En las siguientes soprano, contralto y coro van alternándose, para llegar a la última, todos juntos, anunciando con gran exaltación: “Auferstehn, ja auferstehn wirst du,/ mein Herz, in einem Un / Was du geschlagen / zu Gott wird es dich tragen!” (¡Resucitarás, sí, resucitarás / corazón mío, en un instante! ¡Lo que has derrotado te llevará a Dios!)
Pero éste es el último de una sinfonía que tiene cinco movimientos. Y sólo se explica el epílogo de resurrección tras un primer capítulo centrado en la muerte. Este primer movimiento deriva de un poema sinfónico compuesto por Mahler con anterioridad (1888), y denominado Totenfeier (Ritos de los muertos). Con ritmo de marcha –de marcha fúnebre- inequívocamente mahleriana, por las dosis de dramatismo y de sarcasmo combinados-, gira y gira sobre unos motivos musicales que van variando en un paradójico proceso de crecimiento y autodestrucción.
Entre los extremos de muerte y resurrección se intercalan otros tres capítulos. En segundo lugar, un delicioso Andante en ritmo ternario, que suele considerarse un landler (danza tradicional austriaca), pero que a muchos oyentes les evoca inmediatamente un vals. ¿Y qué pinta de repente un vals –o una danza tradicional- tras esa estremecedora marcha fúnebre? Más bien nada... a no ser que lo uno cuestione a lo otro, o que se cuestionen mutuamente. Expresado así no parece tener demasiado sentido. Pero Mahler no lo dice con palabras, o, por lo menos, no utiliza las palabras aquí. La música, sin embargo, permite casar perfectamente ambos movimientos, porque sus caminos abarcan sin problemas los sentimientos opuestos y –también- .la vinculación profunda que pueda haber entre ellos. Lo permite, al menos, cuando brota de un creador como Mahler.
El tercer movimiento está basado en uno de los Lieder del ciclo Des Knaben Wunderhorn (El muchacho de la trompa mágica): “Des Antonius von Padua Fischpredigt” (Antonio de Padua predicando a los peces). Aquí se da sin voz, en versión exclusivamente instrumental, pero conserva la alegórica inocencia de su texto. Mahler utiliza Lieder de este ciclo también en las Sinfonías Tercera y Cuarta, por lo que esta tríada ha pasado a denominarse ’Sinfonías Wunderhorn’. Se conserva en este movimiento la gracia de la danza, pero la música pasa a ser un punto más incisiva que en el Andante previo.
Con el cuarto empieza la utilización de la voz, y el clima se hace más trascendente desde el mismo epígrafe: “Urlicht” (Luz primordial). Texto y música se encargan de señalar el punto donde acaban los sufrimientos, volviendo a la metafísica: “Ich bin von Gott und will wieder zu Gott” (Yo soy de Dios y quiero regresar a Dios), un deseo que cristalizará en el colosal movimiento quinto y su canto a la resurrección.
Ni qué decir tiene que sólo el ajuste entre efectivos tan grandes ya supone un gran esfuerzo para instrumentistas, coralistas y solistas vocales. Y en mayor medida para la batuta, cuya responsabilidad en este aspecto es la más alta. Pero, salvo algún despiste ocasional, se consiguió una buena coordinación métrica entre los más de 200 músicos que había en escena. Facilitó las cosas el que la Orquesta de València hubiera tocado esta obra en muchas ocasiones, la última de las cuales en 2015. Por su parte, el nuevo titular de la orquesta, Ramón Tebar, controló con bastante precisión el “intenso tráfico” que debía organizar. Su experiencia como director de ópera le ayuda sin duda en este aspecto, pues en el terreno operístico la conjunción de orquesta, coro y solistas se da casi siempre, aunque no con formaciones tan numerosas.
También los solos instrumentales, abundantísimos, se hicieron con tino: flautas, oboes, clarinetes, primer violín... imposible citarlos a todos, aunque es preciso mencionar a los instrumentos de percusión, no sólo por la gran relevancia que les otorga esta partitura, tampoco por llevar al milímetro el compás,, sino porque “impulsaron” con vigor al resto, impidiendo con su tensión que el discurso mahleriano cayera en lo melifluo.
Hubo un trasvase constante de músicos entre el escenario y el pasillo exterior de la tribuna, buscando el efecto místico de una música que viene desde lo alto. Tanto el Orfeón Pamplonés como el Universitario de Valencia mostraron un empaste modélico y una perfecta comprensión del carácter de la obra que estaban sirviendo. Sólo el fortísimo del final se les descontroló, perdiendo mucha calidad en la emisión y derivando, sólo en los últimos compases, hacia la pintura con brocha gorda. Son siempre las dinámicas en forte las que ponen más a prueba a las agrupaciones corales. Y también a las orquestas.
Ana Ibarra y Arantxa Ezquerro cantaron con gusto. La primera lució una voz muy cálida, aunque el vibrato fuera excesivo. La segunda, con unos registros medio y grave muy pequeños, estuvo atenta también al espíritu del texto.
La Orquesta de Valencia jugó mejor con los volúmenes, desgranando unos pianísimos que rozaban el silencio, y sabiendo jugar con toda la gama de potencia hasta llegar, también, a “las tres efes” cuando era necesario. Algo habrá tenido que ver el maestro Tebar en estos pianissimi que tanto escaseaban antaño. Gustó asimismo la forma de enfocar el landler del segundo movimiento, con una notable flexibilidad en el fraseo.
Pero no pudo, sin embargo, resolver con la tensión suficiente el inmenso dramatismo del primero. Los cambios de forte a piano, o de rápido a lento no bastan. La tensión y el desgarramiento de esa apocalíptica marcha fúnebre se quedaron con frecuencia en el tintero, aunque en algunos momentos Tebar se asomara a ellas. Resultó impecable su dirección en los movimientos segundo y tercero, interpretados como lo que son: una especie de remembranza de los momentos gratos y las pequeñas ironías de la vida. También abrió con tino la puerta del cuarto, que anticipa lo celeste. En el quinto, por el contrario, falló la conclusión: tras un recorrido lleno, en su mayoría, de “delicatessen”, planteó uno de esos finales explosivos –en lugar de grandioso- que sólo aseguran el aplauso fácil. Aplauso que, por merecido, hubiera llegado igualmente.
Tanto la sesión del viernes como la del sábado se brindaron como homenaje a la gran soprano catalana Montserrat Caballé, fallecida recientemente y a la que Tebar dedicó una parte de la presentación.