El periodista gallego pronunció una conferencia el pasado martes en La Nau sobre los efectos de la difusión deliberada de mentiras y noticias falsas en un mundo contemporáneo que cada vez tiene más resonancias orwellianas
VALÈNCIA. Post-truth. Postfaktish. Post-vérité. Posverdad. La sarna de nuestro tiempo, en forma de mentiras, medias verdades, teorías conspirativas, globos sonda y descontextualizaciones maliciosas. La savia venenosa que siempre encuentra a su público, porque se mueve a sus anchas por la infinita red capilar de plataformas sociales, grupos de Whatsapp y portales de noticias falsas. ¿Podemos hacer algo para protegernos de este fenómeno? ¿Debe jugar el periodismo un papel activo en la guerra de la desinformación? Estas son algunas de las cuestiones que abordó el periodista y escritor Manuel Jabois el pasado martes en La Nau de la Universitat de València, en una conferencia de la Escola Europea de Pensament Lluís Vives celebrada con motivo del 70 aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Desafortunadamente, las estrategias de la posverdad explican cada vez más el ordenamiento geopolítico de nuestro tiempo. La apelación continua a las emociones (el miedo, el odio, el sentimiento de identidad nacional) están detrás de la elección de Trump como presidente de Estados Unidos o de la de Bolsonaro en Brasil; también la de Viktor Orbán en Hungría, cuando basa su programa en inculcar miedo preventivo a sus ciudadanos por un problema de inmigración inexistente en el país. Pero también es una de las razones que explican en gran medida el Brexit, la invasión de Irak justificada por unas inexistentes armas de destrucción masiva, o la promulgación de la USA Patriot Act tras el atentado del 11-S. En España también tenemos lo nuestro. Por ejemplo, al poner el foco en la supuesta intención del Gobierno de acabar con la caza, los toros y las tradiciones navideñas, VOX y el PP están construyendo una amenaza a la medida de sus intereses electorales.
Las mentiras son tan viejas como el mundo, “pero las de ahora son mucho peores porque manipulan la emoción del receptor para configurar una forma determinada de ver la vida”, señala Jabois. La manipulación, además, ya no es únicamente una prerrogativa de los gobiernos y los grandes lobbies. Hoy en día todos somos cómplices conscientes o inconscientes de la manipulación de hechos o su difusión viral. “Tiendes a desacreditar a las personas que se creen esas noticias falsas hasta que ves a algún familiar compartiendo un meme con una de esas patrañas pensando que son ciertas”, añade el periodista.
El problema, en su opinión, es que “es muy difícil desmontar una mentira cuando triunfa”. “El ofendido goza de mucho prestigio y se le recompensa con muchos retuits”, de modo que incluso cuando descubre que la información que ha compartido es falsa, “le cuesta mucho quitarla” o se justifica con afirmaciones como: “Bueno, no es verdad pero podría serlo” o “Puede que no lo dijera, pero seguro que lo piensa”. Otros ejemplos de este tipo de posicionamiento podemos encontrarlo en la célebre frase “estoy en política para forrarme”, atribuida falsamente durante años al ex presidente de la Generalitat Eduardo Zaplana, o la noticia -ésta incluso replicada por un medio de comunicación tradicional- sobre la supuesta expulsión de dos pasajeras de un vuelo de Vueling por hablar catalán.
Estamos, como apunta el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber, en un contexto en el que tendemos a "leer de la realidad solo lo que a nos cuaja y coindice con lo que previamente creemos". Hay además “una conciencia de que uno ejerce esa operación, pero no le importa". “La posverdad, por tanto, puede ser una mentira asumida como verdad, o incluso una mentira asumida como mentira, pero reforzada como creencia o como hecho compartido en una sociedad”, apuntaba el periodista Rubén Amón en El País hace dos años.
Por supuesto, si las mentiras de la posverdad tienen la capacidad de derribar gobiernos y aupar a líderes de ideologías extremas es en gran medida gracias a las tecnologías que utilizan Big Data y la segmentación quirúrgica de públicos. Jabois aportó el martes un ejemplo real muy esclarecedor. Durante la última campaña electoral de Estados Unidos, un votante demócrata al que le gustan mucho las armas -dato que el Gran Hermano conoce fácilmente al cruzar datos sobre las páginas que visita, registro en tarjetas de crédito, etc- empieza a ser bombardeado con noticias que hablan de la garantía de posesión de armas que prometía Trump, “y al mismo tiempo se le ocultan deliberadamente las noticias relacionadas con todo aquello que saben que este ciudadano detesta del programa electoral republicano”.
¿Cómo deben actuar los medios de comunicación tradicionales ante esta realidad? (además de evitando caer en las garras de las mismas mentiras). “El asunto es delicado porque los periódicos han sido concebidos para construir noticias, no para desmontarlas -apunta Jabois-. Lo que ocurre es que cuando una noticia falsa se convierte en viral a través de canales de información no controlados como las redes sociales o los bots, entonces a los medios tradicionales no nos queda otro remedio que acudir a desacreditarla”. También es necesario, en su opinión, un esfuerzo por parte de los receptores de las noticias, para separar el grano de la paja. En España ya existen algunas interesantes iniciativas como Maldito Bulo, pero el problema es “demasiado inabarcable” como para detenerlo.
El historiador norteamericano Daniel T. Rodgers sitúa en la generación posterior a los años sesenta el momento en que la verdad como concepto monolítico comenzó a resquebrajarse. Muchos sociólogos, antropólogos e historiadores comenzaron a adoptar una nueva postura autocrítica. Reconocieron que los archivos sobre los que investigaban no solo contenían hechos del pasado, sino también falsedades. La concepción de la verdad como una construcción social, como producto de la cultura y las circunstancias en la que se inscribe, es la base del relativismo epistemológico que definió la posmodernidad y que, llevado hasta el paroxismo más extremo, se ha acabado convirtiendo en la herramienta de manipulación de masas de resonancias orwellianas que denominamos posverdad.
El problema no está en la concepción de la verdad como un hecho provisional y plural, que debe revisarse cuando se presentan nuevos argumentos o hallazgos serios. El problema es, parafraseando a Chesterton, que «lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo”. Un mundo en el que resulta tan fácil encontrar mil informaciones para sostener una idea y la contraria es un mundo sumido en la incertidumbre. No es que no exista la verdad, sino que existen demasiadas compitiendo entre sí. Esgrimiendo sus propios argumentos, y depositándolos en una urna de cristal, sin intención de someterlos a debate. Exigiendo a los ciudadanos, además, un posicionamiento claro a favor o en contra. Convirtiendo la equidistancia -que muchas veces es el impás necesario de la reflexión- en un insulto.
No ayuda desde luego la tenacidad con la que los algoritmos nos retrotraen una y otra vez al calor uterino de nuestras creencias, que no dejan de ser una fosa donde se mezclan incestuosamente prejuicios, buenas intenciones, miedos y pulsiones inconscientes que están ahí aunque no les veas la cara. Los grandes grupos de poder nos conocen muy bien -Big Data mediante-; saben qué teclas emocionales tienen que tocar y qué mensajes tienen que enviar a quién para obtener un rédito político u económico por la puerta de atrás. Un rédito que por supuesto no tiene por qué redundar en el bien colectivo ni en el tuyo propio. Lo peor de todo es que, cada vez que “compramos” una patraña, creemos que somos más listos que los demás.