VALÈNCIA. “Entre los años 1940 y 1943, más de 9.000 ciudadanos españoles fueron internados en campos de concentración en la Alemania nazi. La mayoría eran republicanos que habían huido a Francia al acabar la Guerra Civil Española. Franco tuvo ocasión de evitar esta deportación a través de sus acuerdos con el gobierno de Hitler, pero rechazó esa posibilidad. Una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, España no se hizo cargo de los supervivientes. En los años 60, los deportados españoles crearon una asociación para luchar contra el ninguneo institucional al que fueron sometidos. En 2005, recibieron un duro golpe”, se cuenta al inicio de Marco, la nueva película de Aitor Arregi y Jon Garaño (directores y guionistas de potentes e interesantísimas películas como La trinchera infinita, Handia o Loreak), escrita junto a José Mari Goenaga y Jorge Gil Munárriz, y que tras su estreno mundial en el Festival de Venecia y su paso por el Festival de San Sebastián, llega este viernes a los cines españoles.
Protagonizada por un impresionante Eduard Fernández en una de sus mejores interpretaciones recientes (junto a su papel en El 47), por la que probablemente será uno de los grandes candidatos en los Premios Goya de este año, la película narra la historia de Enric Marco Batlle (historia que también se ha tratado de contar en otras obras como el documental Ich Bin Enric Marco, de Santiago Fillol y Lucas Vermal, o en la novela El impostor, de Javier Cercas), el sindicalista español que ejerció como Secretario General de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y como Presidente de la Amical de Mauthausen de España y que más tarde, en 2005, se acabó descubriendo que desde 1977 había falseado datos de su biografía para aparecer como superviviente del campo de concentración de Flossenburg durante la II Guerra Mundial, donde nunca estuvo como deportado. Marco formó parte de los 20.000 españoles que trabajaron como voluntarios para el Tercer Reich bajo un acuerdo realizado en 1941 entre Franco y Hitler (período en el que fue encarcelado brevemente en Kiel), pero lejos de mostrar arrepentimiento por su engaño, el sindicalista no dejo de defender hasta el último día de su vida “su verdad”, que su objetivo era mantener viva la memoria de las víctimas españolas de Hitler.
Tratando de ser fiel a los hechos reales en los que se inspira, pero cayendo inevitablemente en la fabulación (como se advierte en los créditos de la película), sin justificar lo que hizo su protagonista, Marco trata de ahondar en lo que sucedió, en cómo sucedió, en cómo se pudo sostener esa mentira a lo largo del tiempo y en el por qué de esa mentira en una sociedad como la nuestra, en ese momento histórico tan concreto que era la Transición. A través de ello, la película trata de reflexionar, de preguntarse, acerca de la verdad y la mentira, de sus misterios y recovecos, su naturaleza escurridiza, de la posible conveniencia del secreto y el engaño, de la famosa máxima “El fin justifica los medios”, que Platón defendió y Kant rebatió, en la importancia del relato y la memoria histórica, en el porqué de la ignorancia y la desmemoria sobre nuestro pasado con la que convivimos en este país, en la relación entre la realidad y la ficción, en cómo representamos la realidad hoy. ¿Fue Marco un impostor? ¿Un hombre que luchó por una buena causa de forma deshonesta? ¿O un tipo con una vida gris que encontró la admiración de la gente contando una historia que no era verdad? ¿Alguien que quiso parecer más valiente de lo que en realidad era? ¿Vale una mentira si el fin es noble? ¿Un buen relato, una ficción, más que lo que en realidad sucedió? Son algunas de las cuestiones que recorren Marco y que nunca terminan de responderse.
Precisamente, ahí reside una de las mayores virtudes de la película, en la falta de respuestas fáciles o respuestas a secas, en el planteamiento de preguntas sin la intención de resolverlas. También en la sencillez y la falta de pretenciosidad desde la que se cuenta la historia, en su narrativa más clásica para que ese relato llegue al gran público, intercalando en el montaje imágenes de archivo (empezando por los mismos campos de concentración hasta ese momento histórico de nuestro país en el que Enric Marco acudió al Congreso de los Diputados, durante el gobierno socialista de Zapatero, para ser homenajeado junto al resto de deportados españoles) con otras ficcionales, y construyendo así un juego de espejos entre la dimensión pública del personaje y su ficción y la dimensión íntima. Sin duda, otra de las grandes bazas de la película está en la actuación llena de matices y dudas de su protagonista, un Eduard Fernández extraordinario que a través de lo físico y lo narrativo, lo gestual, sus expresiones, sus miradas, su tono, su modulación de la voz, la forma como se ahoga en sus propio engaño y en su discurso, logra que nos metamos de lleno en el personaje, que nos lo creamos tanto como nos desconcierta, que por momentos nos resulte cómico, tierno, a la vez que patético y profundamente ambiguo.
Más allá de la historia individual, Marco termina siendo el retrato colectivo de un país, de una cultura política, de nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro posible, de la naturaleza precaria de nuestra democracia. También de ciertas aristas de la condición humana. “¿Quién no ha mentido alguna vez?” “Miraros un poco por dentro”, recrimina al público el personaje de Eduard Fernández en un momento revelador de la película. Dice Cercas, a quien Marco reprende en una de las presentaciones de la novela, que la democracia en España se construyó sobre una mentira, sobre una gran mentira colectiva o sobre una larga serie de pequeñas mentiras individuales, y que, por tanto, las mentiras de Marco sobre su pasado no fueron la excepción, sino la norma. Marco es una película tan arrolladora como contenida y desconcertante; una película turbadora sobre los lugares en sombra de la verdad, sobre cómo y por qué las personas nos convertimos en quienes somos y el precio que pagamos por ello, sobre el recuerdo y el olvido de la historia de todo un país.