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crítica de concierto

Músicos de San Petersburgo: éxito asegurado en València

Dos obras muy conocidas, y otra que no lo es tanto, sustentaron, en el Palau de la Música, la actuación de Valery Gergiev y la Orquesta del Teatro Mariinski de San Petersburgo. Daniil Trifonov, un pianista cada vez más famoso, asumió la parte solista del Concierto núm. 1 de Rajmáninov

11/03/2019 - 

VALÈNCIA. El renombre de todos los intérpretes propició que se agotaran las entradas desde hace bastante tiempo. Sucede siempre que nos visitan orquestas y directores de la hermosa ciudad del Neva. En los extremos del programa, aparecían, además, dos partituras muy queridas por el público: el Preludio de Lohengrin y la Quinta Sinfonía de Chaikovski. En medio, Rajmáninov, con el Concierto núm. 1, quizá el menos popular de los cuatro que compuso para piano y orquesta. Se trata, sin embargo, de una obra que vale la pena conocer, y que supone un reto importante para cualquier pianista.

Ya desde el principio, la arrebatada parte del solista tiene grandes exigencias de velocidad, potencia y limpieza en el ataque, exigencias que, a lo largo de los tres movimientos, irán completándose con pasajes de naturaleza más lírica, donde el músico ruso tuvo que demostrar la capacidad para cantar con su instrumento, para colorear el sonido de forma creativa, y para frasear con musicalidad e inteligencia. Esta obra requiere también el establecimiento de un verdadero diálogo con la orquesta, no sólo en cuanto al ajuste de la métrica, sino en una perspectiva compartida del espíritu que anima esta música. Se trataría, en este caso, de trasladar al oyente el hiperromanticismo del joven Rachmáninov, quien propone aquí a todos los participantes oleadas de sonido ciertamente fogosas. Y que entrañan, desde luego, el riesgo de tapar al piano, incluso tratándose de un solista como Trifonov, con notable potencia. Así sucedió en algún momento, pocos por fortuna.

Foto: EVA RIPOLL.

Sí que cabe achacar a los músicos del Mariinski, y a Gergiev con ellos, una leve y puntual rutina interpretativa, y un cierto desinterés por los detalles, aun estando siempre en el marco de una excelente corrección. Quizá, de los cuatro conciertos para piano de Rajmáninov, es éste el que más pasión pide. La dio Trifonov. No tanto la orquesta, que sí brilló, como en el resto de la velada, en los excelentes solos instrumentales. Hay un registro del propio Rajmáninov donde se aprecian realmente las posibilidades de esta obra, a pesar de que no posea la gracia melódica del Concierto núm. 2, ni la solidez estructural del núm. 3. En el núm. 1, por otra parte, estos pasajes tan arrebatados se alternan –a veces con lógica, y otras sin ella- con episodios repentinamente calmos, y tanto el solista como la orquesta han de planificar adecuadamente estos súbitos cambios de atmósfera.

El segundo movimiento supone, estructuralmente, los grandes contrastes que antes se referían a pasajes concretos. De repente nos sumergimos en una dulce divagación pianística, contrapeso casi absoluto a la energía casi dislocada del Vivace inicial. Trifonov estuvo exquisito en el concepto, los matices y el fraseo. La orquesta, que, tras una breve pero significativa introducción, se queda en silencio, apareció luego poco a poco, intercalando los colores de sus solistas y secundando al solista con éxito.

El Allegro scherzando nos mostró a un pianista que también volaba sobre el teclado, con tanta ligereza que parecía no llegar a rozar las teclas, tras atacarlas otras veces con tanto vigor. Pero hubo asimismo momentos de poderío, con series de acordes en forte a toda velocidad, muy bien resueltos por el ruso. La orquesta lució, como en el primer movimiento, corrección y ajuste. Exhibió también, en bastantes momentos, la entrega sincera y la capacidad expresiva que cabe esperar en músicos de su talla.

Antes de Rajmáninov, Lohengrin. Después, la Quinta de Chaikovski

Foto: EVA RIPOLL.

Talla demostrada, con total plenitud, en el Wagner que había iniciado la sesión. El Preludio de Lohengrin tuvo el conocido y estremecedor inicio en pianissimo que avanza, en un trazo ininterrumpido, hasta el potente coral de los metales. Sin interrupción –porque no la hay en toda esta página- comienza entonces a descender, llegando al casi imperceptible desvanecimiento del final. Se forma así un arco donde la música jamás deja de sonar, y aunque el tema del Grial va pasando de unas secciones a otras, las transiciones son también imperceptibles, y la magia surge de un extremo al otro de la orquesta. Cuerdas, maderas y metales retoman este tema con primoroso cuidado, y se preparan –con una tensión evidente- para recibirlo en el momento preciso y con la potencia que el arco sonoro determina en su recorrido.

Huelga decir que, cuando alguna sección abandonaba este tema, lo hacía también con toda la delicadeza del mundo. Pero el tema no lo es todo, y la música no cesa, envuelta en el perfume de las líneas de acompañamiento dispuestas por Wagner. Gergiev estuvo muy atento a la estructura general y también a los detalles, los profesores le siguieron muy bien, y el público quedó realmente entusiasmado. Las muy leves y esporádicas brusquedades que se deslizaron en algún momento debieran valorarse sólo como fruto de la inmediatez del directo.

Tras el descanso llegó el turno de la Quinta Sinfonía de Chaikovski, obra que gira constantemente sobre otro tema, que es ahora el del destino. Aparece ya en el mismo principio, en un solo del clarinete en La, sobre la alfombra de la cuerda grave. Este motivo marcará el carácter sombrío de casi toda la partitura. Se repetirá luego con el contrapunto del fagot, dejando en el aire un triste presagio cargado de interrogantes. Dando cuerpo a la tendencia de la idée fixe (Berlioz) y del leitmotiv wagneriano, el destino recorre toda la obra, vertebrándola con fuerte cohesión. 

Un maravilloso Andante enarbola después, con la trompa, un tema que es complementario del primero, por más que quieran verse en él atisbos de esperanza (a partir de las anotaciones del propio Chaikovski). Y es que los compositores, muchas veces, no encuentran las palabras para expresar lo que tan claramente han dicho con la música. Algo similar sucede con la idea que luego introduce el oboe. No brilla la luz por ninguna parte, y, por si hubiera dudas, el tema del destino aparece con furia al final del movimiento.

Foto: EVA RIPOLL.

El Valse –ahora sí- supone el único momento en que ese destino funesto –no cabe duda de que lo es- deja un espacio para la ensoñación, que no es lo mismo que la esperanza. Vuelven las maderas con intervenciones notables, y, tras el vértigo de la sección central, Chaikovski la funde con el que iniciaba este movimiento. Al final de este vals –más que risueño, evasivo- vuelve a oírse el oscuro tema del principio: aviso para navegantes. Estos dos movimientos centrales fueron vertidos por la orquesta del Mariinski con un dominio e idiomatismo impecables y conmovedores.

Pero en el último, aquella melodía fatídica se convierte, por arte de magia, y sin demasiada lógica, en generadora de una música triunfal y victoriosa que poco tiene que ver con la atmósfera anterior. Teorizaciones de corte literario y psicolçogico para justificarlo se han dado muchas, pero lo cierto es que nos encontramos, de repente, en un universo distinto al que Chaikovski ha ido dibujando antes. Magníficamente construido, eso sí, no parece pertenecer a la misma sinfonía que los movimientos anteriores, a no ser por la literalidad de las notas en los temas citados. El drama presentido se convierte en fiesta. La orquesta se dejó llevar, con cierta razón, por el clima que el propio Chaikovski les estaba proponiendo desde los pentagramas, y nos sumergieron en una atmósfera con un punto de bombo y platillo que casaba mal, anímicamente, con lo escuchado antes: se trata de uno de esos finales felices que no corresponden al desarrollo de la película, y que, además, se proyecta sobre el trabajo de los intérpretes.

Sin duda perjudicó a los del Mariinski, por otra parte, el recuerdo cercano de la versión ofrecida en la misma sala por la Filarmónica de San Petersburgo, dirigida por Temirkánov (mayo de 2017). Aunque las comparaciones sean odiosas: la del Mariinski puede calificarse de magnífica, pero no hay palabras para describir lo que hicieron sus paisanos con esta misma partitura.

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