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crítica de ópera

No es Lucia di Lammermoor una luchadora, sino una víctima

Posiblemente sea difícil, para los intérpretes, hurtarse a la tremenda seducción que tiene, en Lucia di Lammermoor, la escena de la locura. Es éste un momento cenital en la historia de la ópera, donde el virtuosismo del canto está, nota por nota, al servicio de la expresión más desgarrada. Expresión, además, que debe traducir no sólo amor desdichado y opresión insufrible. Traduce, por encima de todo ello, la pérdida de la razón. Y una pérdida sin retorno.

24/06/2019 - 

VALÈNCIA. Dado que la historia se enmarca en una ópera belcantista, en una ópera de Donizetti, éste no iba a privarla de todos los recursos que el bel canto pone a disposición de las voces: ascensos y descensos vertiginosos, coloratura exacerbada, apianamientos, medias voces, legato exquisito, control máximo del fiato, tipos de ataque... el milagro es que, en la llamada “escena de la locura”, ni una sola vez los utilizó de forma gratuita, ni se escuchan jamás como medios para el lucimiento de la voz, aunque la voz luzca esplendorosamente. Se usan y se perciben para transmitir el drama que la locura implica.  

La soprano ya no es una soprano. Ni siquiera una cantante. Ni siquiera el personaje de Lucia di Lammermoor. La soprano es ahora, simplemente, una persona. Una persona que se ha vuelto real y totalmente loca. Se dice pronto.

Esta persona no sólo es observada por el público. El brote de demencia es contemplado con asombro desde el mismo escenario, por los otros cantantes/actores: su hermano, su preceptor, su doncella, los atónitos cortesanos... todos enmudecen junto al público, y dejan a la loca, cada vez más aislada en su larguísima intervención, con la única y frágil compañía de la armónica de cristal: no es, en realidad, compañía, no “está” con ella, “es” ella misma, como un eco, como la figura que devuelve un espejo. 

La orquesta y el coro disminuyen enormemente su presencia, salvo algunos latidos de los contrabajos, algún breve apunte de las maderas... el coro también, sólo interviene en algunas expresiones de piedad hacia ella. Se unen así a la mirada silenciosa del público. Mirada compasiva sí, pero que está ya al otro lado de una barrera tan infranqueable en el mundo real como en esta ópera: la pérdida de la razón. Por eso, quizás,  Lucia tiene uno de los solos más absolutos que se hayan escrito: a un lado del muro, el público, la orquesta, el coro y los otros personajes. Al otro lado, ella y la armónica de cristal, o un solista de flauta en la segunda versión de Donizetti. Es, además, una escena muy larga: unos 20 minutos. Hay un momento con mayor presencia de la orquesta; cuando ella evoca a sus fantasmas. En ese momento, la agitación orquestal se confunde asimismo con la suya.

Foto: MIGUEL LORENZO Y MIKEL PONCE.

No es de extrañar, pues, que las cantantes se reserven un poco hasta llegar a un momento donde tienen que echar el resto, tanto en el virtuosismo canoro como en la expresión dramática. Y en una escena donde, además, pone el punto final de su intervención. Así lo hizo Jessica Pratt el pasado sábado en Les Arts. Su voz, que nunca ha sido muy potente, pareció haberse empequeñecido todavía más, conservando, eso sí, la delicadeza, agilidad y el bello esmalte de siempre. La idea, latente en toda su actuación, de dibujar un personaje frágil e inseguro, pudo hacer pensar, al principio, que las dinámicas suaves contribuían a ese diseño. Pero no basta para justificar que la voz sólo atraviese bien el foso en la zona aguda, máxime en una cantante que lleva en su mochila muchísimas representaciones de este papel, y que sólo tiene 40 años.

Eso sí: en la llamada “escena de la locura” se la escuchó a la perfección. Sin alardes en el forte, pues tampoco hacían ninguna falta, con orquesta y coro casi en silencio. Plasmó bellamente, y muy de acuerdo con la inseguridad psicológica que, desde el primer dúo con Alisa, había querido destacar, la confusión de planos, personas y realidades producidos en la mente de la protagonista, confusión que le ha hecho matar a Arturo y creer que es posible el amor con Edgardo. 

La soprano inglesa, especialista en el repertorio belcantista, domina con soltura un gran catálogo de recursos vocales. Y los puso al servicio de esta escena. Fue aquí donde Pratt olvidó su reserva. Al contrario; se lo jugó todo a esa carta. Sabía que era la mejor, que la tenía en sus manos y triunfó con ella. Sin embargo, en el resto de la obra, decepcionó a bastante gente.

La armónica de cristal

Foto: MIGUEL LORENZO Y MIKEL PONCE.

Se utilizó en esta ocasión, para envolver la fragilidad del personaje, un instrumento todavía más frágil, la armónica de cristal, que, en la susodicha escena, se ha sustituido muchas veces por la flauta. Ello es debido a la dificultad que tiene tal armónica para adaptarse a la velocidad de un canto lleno de ornamentos, saltos y agilidades. El propio Donizetti escribió por eso una segunda versión para flauta, cuya dulzura y capacidad de empastarse con la voz –también la mayor velocidad que permite- proporcionan asimismo un sugerente espejo para la desdichada Lucia.

La armónica de cristal que interviene estos días en Les Arts está construida e interpretada por Sascha Reckert, y difiere bastante en su configuración del modelo más convencional. Su apariencia es la de un conjunto de copas y tubos de cristal, cuyos bordes toca el intérprete con los dedos humedecidos. Según manifestaba Jessica Prats en la web oficial del coliseo, esta versión del instrumento permite tocarlo a mayor velocidad, lo que favorece su reintroducción en la ópera. Cabe recordar que Mozart también escribió, en su último año de vida, un bonito Adagio y Rondó para armónica de cristal, flauta, oboe, viola y violonchelo, que interpretaron en el Palau de la Música Marc Minkowski y Les Musiciens du Louvre (2016). También el arpa tuvo un lugar destacado desde los primeros compases de la ópera, evocando el carácter de la protagonista. Las trompas, con su color oscuro, recrearon los parajes de Escocia donde transcurre la acción.

Los otros intérpretes


Yijie Shi, el tenor chino cuyo nombre ha llegado ya a muchos escenarios importantes, cantó el papel de Edgardo. Tiene este personaje números que se han hecho muy famosos, tanto en solo como en dúo. Naturalmente, también en el conocidísimo sexteto. Está a su cargo asimismo la escena final de la obra, que Donuzetti trazó con gran cuidado  e intención: no era frecuente añadir nada tras la muerte de la protagonista. Aún así, hasta los números más logrados, pierden brillo tras la escena de la locura. 

El tenor fue muy cuidadoso con los matices, y mantuvo siempre lo más bella posible la línea vocal, una de las características –y de ahí su nombre- que han dado nombre a la etapa belcantista. Su instrumento está bien timbrado en el centro y los agudos, aunque un poco más de “molla” le vendría bien. En la zona de paso, además, se producen tiranteces que afean los resultados. Con todo, gustó su entrega en el ámbito expresivo, imprescindible en este drama decimonónico. De hecho, Yijie Shi fue el más aplaudido, tras Jessica Pratt y Alexander Vinogradov.

 El bajo moscovita tiene una poderosa voz que se come todo lo que se ponga por delante. Quizá no matizó suficientemente su actuación al principio, asumiendo el rol de un “preceptor” bastante convencional en las consideraciones y consejos dirigidos a su pupila. Luego, sin embargo, la vertiente expresiva se decantó abiertamente hacia el lado del más débil (Lucia, naturalmente), pero también se implicó con decisión contra duelos y muertes inútiles. Todo ello le valió convertirse, al final, en uno de los personajes más aplaudidos de la noche. Por motivos precisamente opuestos, Alejandro del Cerro, en el papel de Normanno (el jefe de los guerreros de Ashton), no pareció convencer demasiado al público.

Foto: MIGUEL LORENZO Y MIKEL PONCE.

Tampoco convenció Alessandro Luongo como Enrico Ashton: los personajes ambiciosos y egoístas gustan poco al respetable. Se añadió aquí una voz con el centro y los graves bastante endebles, y que entonaba su parte sin pena ni gloria. Cumplió bien Xavier Anduaga en el brevísimo papel de Arturo. También lo hizo Olga Syniakova, como doncella de Lucia, a la que casi  eclipsó (en cuanto a la presencia vocal) en la escena del manantial. Olga Syniakova está todavía, además, en periodo de formación en el Centre de Perfeccionament Plácido Domingo. El famoso sexteto de la ópera se desarrolló sin problemas, aunque estuvimos lejos de versiones con voces más empastadas y equilibradas entre sí. Coro y orquesta cumplieron bien. 

La dirección de Roberto Abbado, en su última ópera como titular de la Orquesta de Les Arts, fue aplaudida tanto –o más- por los cuatro años que ha estado al frente de la formación, que por la sesión del sábado. Aunque en la fórmula de Livermore, el liderazgo lo compartía con Fabio Biondo y Ramón Tebar, Abbado ha brindado en este tiempo momentos inolvidables, y se quedó solo en el cargo durante una etapa muy complicada. 

La escena, firmada por Jean-Louise Grinda, es muy tradicional, con incorporación de algún vídeo que, filmado en los promontorios rocosos de la costa escocesa, dio ambiente, en un principio, a las luchas entre las familias que optaban al poder. Su repetición, luego, sólo cumplía el propósito de hacer más breve el tiempo entre los cambios de escena. ¿Qué pasó con aquellas plataformas que permitían tener montadas tres escenas simultáneamente? ¿No se usan por alguna razón que no conocemos? Alguien debería hablar de ello.

También por alguna razón, Grinda decidió que Edgardo se suicidara tirándose desde un acantilado, en lugar de clavarse un puñal. Bueno, hubiera podido pasar. Más extraño resultó que, en la primera escena, los soldados de Enrico apuntaran repetida y directamente al mar con sus trabucos, como si quisieran disparar a los peces. Fue una solución funcional, para la boda de Lucia, la división de la sala del castillo en dos partes: dentro del arco, con un ambiente lunar, enmarcando el desvarío de Lucia, y fuera, donde la sala conserva su realidad de siempre.

Parece forzado concebir a Lucia como feminista dispuesta a luchar por la elección de su pareja. Poco lucha, en realidad. Otra cosa es que le resulte insoportable, hasta el punto de enloquecer, el hecho de tener que casarse con quien no quiere. El vestirla con pantalones hasta el momento de la boda, resulta anacrónico en el tiempo, e incongruente con su carácter. Cuando enarbola una lanza, a modo de Brunilda, para defender su fidelidad a Edgardo, vuelve a lastimarse al personaje retratado, no sólo por el libreto, sino –lo que es más importante- por la música de Donizetti. Lucia mata a Arturo con un puñal, fuera de escena, y estando mentalmente enajenada. 

No parece una luchadora, sino una víctima.

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