VALENCIA. La propuesta del nuevo restaurante Samsha, el triple salto mortal de Víctor Rodrigo (el público decidirá si hacia delante o hacia atrás), es una puesta en escena única en la oferta gastronómica de Valencia. La intención del que fuera finalista de Top Chef, del mismo que hace 10 años y un mes abriera un proyecto diametralmente distinto al actual en la zona de Aragón con el mismo nombre, es la de mostrarse como artista.
La cocina ha dejado de ser el único lenguaje en su propuesta. Si durante su primera década -hasta el affaire televisivo- ya había un carácter creativo, de intervención total sobre la materia prima hasta su desaparición y ante el comensal para alcanzar experiencias, el nuevo restaurante Samsha supedita precisamente el fin gastronómico al espectáculo audiovisual. Y es rico, es atractivo, es considerablemente creativo y, en esencia, una suma de elaboraciones tras las que parece haber un amplio equipo de cocineros, pero tras la que sólo hay tres de ellos. Cuando el propio Víctor cifra en 250 las elaboraciones que los tres chefs completan para poder dar seis servicios semanales (miércoles y jueves noche; viernes y sábado, día y noche) uno admite el desgaste. Y no sólo en el buen sentido.
El nuevo restaurante Samsha, de hecho, se desencadena como deriva profesional en el citado programa televisivo. El propio chef reconoce que durante al menos un año, la tendencia de demanda entre los comensales por una cocina más próxima a los tiempos y muestrarios del programa, le hizo relajarse en un sentido creativo... hasta perder la paciencia. Más empoderado que nunca con respecto a sus dotes artísticas, posiblemente alejado de una serie de prejuicios e inquietudes en la alta gastronomía, Rodrigo ha pasado a hacer lo que le da la gana. Y lo hace con el continente y con el contenido. Porque la suya no va a ser otra mesa única, esa tendencia que ha roto con la idea de la reserva tradicional, sino que ahora para probar el nuevo Samsha "hay que comprar entrada".
Y empiezan las distancias, esas que le aproximan más al arte performativo que a la gastronomía: revelar lo que sucede en Samsha más bien le genera al autor de este texto la idea de publicar spoilers. Porque la propuesta, si se tiene en cuenta que el precio medio por comensal es de 80 euros con el maridaje incluido (ya sea de vino o de cerveza), cabe ponerla en valor si esas artes escénicas (danza, música en directo, efectos especiales, fuegos artificiales...) se revisan ante la minuta.
Tras la bonanza televisiva, Rodrigo decidió recuperar la carretera y observar qué sucedía en las grandes cocinas y salas en España. Se desencantó -quizá, nuevamente- de la propuesta; demasiados platos, demasiado tiempo, demasiado íntimo, demasiado homogéneo aunque las distancias se midieran en cientos o miles de kilómetros. Para el chef de origen castellonense, el poder de su cocina, el valor de su creatividad, parece radicarse en la diferenciación. Desde las artes performativas, la técnica gastronómica se oculta entre fluors, neones, dibujos y efectos, y la propuesta es tan personal que él mismo ha diseñado la mesa. Y allí, en esos 7 metros cuadrados de sabores dispares, generan más sombras que luces. En sentido figurado y en sentido gastronómico.
Todo empieza con una zona de entrada, física en el espacio de restauración y conceptual. Es la misma que despide, la que da salida de cafés o copas si el chill out acaba entre sonrisas o lágrimas. Y en los entrantes aparece un aleteo de "peces tropicales de ajo blanco y ajo negro, camarón y cebolla, curry y violetas, con un mar del caribe de carbónico y albahaca", que es divertido, pero resbala en una untuosa "michelada nitro, chocolate salado de pizza y torreznos de piel de jamón cocidos a baja temperatura". Quien tome ese chocolate salado de pizza tendrá una pista de buena parte de lo que ha de venir. Peor suerte -todavía- para la ostra con taco de jamón, en la que el bocado de mar agudiza los límites -por frío, pero más por intensidad en los tendones profundos de la mandíbula- de aquello que comunmente se conoce como darle un bocado al mar.
Pasemos a la sala. A partir de aquí, en la crónica de una obra teatral, de algo que sucede tras el telón de la gastronomía, de los conceptos que el cliente de Samsha parecía haber digerido, está más próximo -y es mucho más suculento- para los amantes de las ya citadas artes performativas que entre los gourmets, salvo que estos sean foodies, de los de Instagram en mano; entonces, bienvenidos a la panacea visual. El primero de los viajes es el más desconcertante de todos, pero por su éxito. Se llama El Bosque y en él todo es mágico, casi valedor del precio referido, el lugar donde la puesta en escena, la creatividad, la ímproba labor tras las 250 elaboraciones, surte efecto. Rodrigo cree que es porque es el ámbito más próximo a una oferta convencional, pero lo cierto es que es el lugar equidistante entre el torrente de ideas artísticas que quiere poner en valor y el valor gastronómico. Cremoso de parmesano, de rossinyol, boletus, trompetas, 'piedras' de macadamia, tomillo limonero, un guiso de seitán convertido en un equilibrado tronco, un bocado divertido como el de las 'ramas' (yema pomada trufada) y esa pinoch de soja especiada y 'tomate' de boletus. Excepcional, sobresaliente.
Si la primera etapa toca el cielo, las dos siguientes nos devuelven al lugar de los entrantes: en las etapas Fluor (con The Chemical Brothers -y cuesta evitar más spoilers- sonando a un importante volumen en la sala) y Arco Iris, cuesta encontrar las joyas entre sabores asépticos aparentemente, químicos en algún paladar pero sobre todo irreconocibles para el común de los usuarios. Es desconcertante la búsqueda de las trazas de la materia prima en Samsha, acaso el valor artístico y diferencial de su propuesta. Pero allí cuesta encontrar un par de hitos, como el brazo de gitano de mantequilla y ajo negro (que es un bocado), el nem de cochinillo con su puré de papas (que divierte en mitad de la discoteca) o la genial mousse de chococaramelo, en ese 'arco iris' de postres.
Cuando el comensal se sienta a la mesa no hay nada a lo que enfrentarse. Y ninguno de los platos se sirve, sino que se crea. Todo se genera a partir del firme que Rodrigo ha diseñado en colaboración con la empresa castellonense Neolith. Él da la primera pincelada y la última. Allí suceden tierras, se procesan sabores, se rematan elaboraciones, se generan escenarios, fotografías y paisajes para comer usuarpando espacios abiertos. Su idea es posiblemente fruto de la fragmentación de la cocina de vanguardia, pero no en la consecuente vuelta a los orígenes, sino en una rama derivada a su conexión con el arte contemporáneo. Él mismo es consciente de los riesgos, de la idea de tener clientes estacionales (cambiará la carta semestralmente).
El mayor valor del nuevo restaurante Samsha es el de existir en la oferta gastronómica valenciana. No tiene parangón, pero mejor como entidad unitaria. Los amantes del teatro, los interesados en estirar las nuevas artes colaborativas con el arte en directo y el amor por la cocina, encontrarán en la nueva apuesta de Rodrigo una solución total. No siendo una opción prioritaria en su rango de precio, de poco sirve que nadie le cuente qué sucede allí; vivirlo es imprescindible. La pregunta es, ¿conectará con el show propuesto? ¿Se evadirá en los fuegos artificiales hasta olvidar los fuegos que, quizá, le habían llevado a pensar que aquella noche era una buena idea apostar por la gastronomía para vivir nuevas experiencias?
La afinidad a todas esas artes mencionadas sólo corre en valor del chef y de sus ideas cinematográficas integradas. De lo contrario, es posible que todo esto le resbale.