La tapa que surca la memoria de cualquier murciano bien se merece una poesía
VALÈNCIA. Las raíces de la felicidad siempre se enredan en los recuerdos de la infancia. Yo soy murciana (lo vuelvo a decir, aunque ya lo reivindiqué aquí). Me emociona una mañana soleada, sentada en una terracica de la Plaza de las Flores, con la caña de cerveza bien fría y la marinera sobre la mesa. Las horas se mueren, y como si las entierran. El calor asciende desde el asfalto, los golpes de brisa alivian la nuca sudorosa, los críos juegan con el agua de las fuentes y los amigos se ríen a carcajadas por un buen chiste. Le doy un bocado a la rosquilla, me mancho los dedos de ensaladilla. A sabiendas de que no tengo nada que hacer esa tarde, sigo escuchando la misma historia de siempre, llamo al camarero por su nombre, le pido que vaya sacando la carta y me imagino la tapa de pulpo. Eso, señores, es el hedonismo. El arte de la procastinación condensado en un aperitivo de verano.
La delirante estampa es una fotografía habitual en el imaginario murciano. ¿Qué autóctono no ha vivido momentos de plenitud a cuenta de la protagonista de esta oda? Aquel que no sepa qué es una marinera, que no pregunte, que no dude; es mejor entregarse, pedirla acompañada de una Estrella (eso sí, Estrella Levante). En ese momento, ante una barra, la vida se vuelve muy sencilla. La gran expresión de la ingeniería gastronómica se compone de una rosquilla murciana, un pegote de ensaladilla rusa y una anchoa en la superficie. Se prepara en el momento y se come en tres bocados. Para que sea genuina, la base debe tener forma ovalada, al estilo local, perfecta para sostener el peso de la tapa; la ensaladilla tiene que ser de patata muy machacada, atún, huevo y tal vez variantes en vinagre; la anchoa, en conserva. La receta no induce a pérdida. De seguir la ruta, se llega directo a la felicidad.
Equiparable al esmorzaret valenciano, al pintxo vasco. A la altura del arroz y conejo, el zarangollo o los paparajotes murcianos, que son los platos regionales por excelencia. La marinera no es comida tradicional, sino historia viva. Un elemento cultural arraigado a la Plaza de las Flores, esa plaza del casco antiguo donde se siente el latido de la ciudad, en la que se celebra la vida cada mañana a la hora del aperitivo. Donde Murcia se cita el día de Nochebuena y la tarde del Bando. La marinera es la tapa que se pide los días de fiesta, para empezar el fin de semana o para gritarle al mundo que arrancan tus vacaciones de verano. El bocado para hacer un alto durante una fatigosa mañana de compras, para felicitar a tu padre por su cumpleaños, para lanzarte a una comilona con compañeros de trabajo que desemboque en un agónico 'tardeo'. Se la pones delante a tu mejor amigo cuando necesita consuelo. Se la das a probar a tu pareja cuando la llevas por primera vez a Murcia.
Y ahora entremos en precisiones léxicas, porque los murcianos tienen su diccionario particular, que nada tiene que ver con las injuriosas críticas al acento. Hay marineras, marineros y bicicletas. A las primeras ya las conocemos, pero los otros son consecuencia de los prejuicios alrededor de la anchoa. Si decides sustituir el pescado por un boquerón en vinagre (la anchoa es boquerón en salazón), te estarás tomando un marinero, y en caso de que prefieras la tapa solo con la rosquilla y la ensaladilla, tendrás en tus manos una bicicleta. No confundir con el matrimonio, tapa que lleva tanto boquerón como anchoa. Y estás de enhorabuena si te ofrecen una zuzuvecha. Es una palabra que hace referencia a “una marinera bien hecha”, porque precisamente el esmero del hostelero marca la diferencia. Cómo se agradece que un extremo de la rosquilla quede libre para los dedos; cómo que la anchoa esté cortada en tres trozos para no llevártela de un mordisco.
El santo y seña, la respuesta a la madre de las preguntas, es la Plaza de las Flores. Ahí la marinera es una religión que todos los bares se encargan de profesar con fervor, siempre que el cliente siga la liturgia. Codo en la barra, caña y marinera, que se acompaña de una tapica de pulpo al horno y unos caballitos (para los valencianos, gambas en gabardina). Las más famosas son las de La Tapa, local histórico donde no es fácil hacerse hueco.
Otros templos son el Café-Bar Fénix, en la plaza Santa Catalina, o el Café-Bar Gran Vía, en el Paseo Alfonso X, que todo murciano que se precie señalará como Tontódromo. Puestos a contar historias, la palabra hace referencia a cuando las jóvenes parejas de novios se paseaban por la zona ‘haciendo el tonto’. Algunas referencias más son el Café del Arco, cerca de Santo Domingo; Los Zagales, detrás de la Catedral; o El Secretario, en el castizo bar de San Antón, donde toda la vida del Señor se ha ido a hacer el vermú.
No se sabe de dónde viene la marinera, ni tampoco hacia dónde va, pero los hay dispuestos a seguir la estela a base de innovación. Se han puesto de moda las marineras negras que prepara La Tapeoteca, en la Plaza de San Pedro. Nada que ver con la receta original: se elaboran con tinta de calamar, puré de patatas y gulas al ajillo. Mucho más frecuente es encontrarse con la versión que prescinde de la rosquilla para apretujar el contenido dentro de una empanadilla frita. Los hay que sustituyen la anchoa por sardina o por el clásico pimiento roja de la zona. Sí, siempre hay una gran perdedora: esa anchoa denostada.
Soy murciana, sí, pero hablo desde València y para valencianos. Os complacerá saber que el manjar está a vuestro alcance. No solo porque la Plaza de las Flores esté a dos horas y media de distancia, con toda su fiesta, con toda su gente; ni tan siquiera porque fácilmente podáis espizcar (compruebo con asombro que esta palabra es un localismo) patatas y atún. Hay restaurantes en la capital del Túria que se la juegan. Es el caso de Gula, en la avenida Blasco Ibáñez, cuya apuesta por la cocina mediterránea se manifiesta en los entrantes de su carta. Al tomate valenciano con ventresca le precede una orgullosa marinera murciana qué (¡oh, qué ven mis ojos!) utiliza como base… nada más y nada menos que una rosquilleta.