VALÈNCIA. Buena parte de la historia de una ciudad se escribe a través de sus edificios. Una historia que tiene un comienzo pero que todavía se está escribiendo, día a día. Se trata de un relato cuyos capítulos mantienen una estrecha relación unos con otros: unos son la evolución de otros, otros son consecuencia de los unos. En el caso particular de Valéncia se trata de una historia de muchos capítulos. Un buen tocho. Lo ideal es que cada uno de los episodios tenga referentes reales, vivos, todavía en pie, y que no sea preciso acudir a fuentes indirectas gráficas o escritas por la desaparición del testigo. En ocasiones así sucede, desgraciadamente, como el Palacio de Mossen Sorell, el Portal Nou, el antiguo Club Náutico o el Trianon Palace por nombrar tres de una larga lista. El edificio es el hito, el mojón del camino de la historia de la ciudad. Por ejemplo: años 30, un cine emblemático, una elegante fachada estilo art decó, una grafía inconfundible. En su intrahistoria un lugar de encuentro de personajes irrepetibles de la creación en el siglo XX. Un tal Orson Welles, un tal Hemingway o Miguel Hernández acudieron a sus sesiones. La subsistencia de este lugar emblemático de aquella València pende de un hilo
La protección del patrimonio debe sustraerse de lo político. Es un asunto de especialistas que ordenan a los políticos y estos obedecen. No puede depender de un debate en el pleno de un ayuntamiento por mucho que se esgriman informes de expertos, puesto que se ha demostrado que en muchas ocasiones quienes nos gobiernan y sus decisiones, sean de un sentido ideológico o de otro, no han estado a la altura. Dicha sensibilidad de la que hablo consiste en tener una mirada un tanto abstracta con capacidad de desplazarse desde el presente hacia capítulos anteriores y también a aquellos que todavía no se han escrito. Me explicaré: la necesidad de protección de una parte de nuestro patrimonio quizás sea compleja explicar porque sus valores patrimoniales, históricos e incluso artísticos no son del todo reconocibles a los ojos de todos. Pero debemos ser conscientes de que no protegemos para nosotros únicamente, sino para los que están por venir, a los que debemos pasar el testigo de un legado cultural. La sociedad precisa de guardianes del patrimonio, que por formación y sensibilidad son capaces de ver qué bienes son protagonistas a la hora de contar la historia de la ciudad, cuya ausencia es un “lujo” que no podemos permitirnos. La ciudad miraba para otro lado cuando no se apreciaron los valores patrimoniales del castillo de Ripalda, quizás por su estilo “neo” más pintoresco que realmente valioso artísticamente. Muchos pastiches del presente son tesoros del futuro. Hoy nos lamentamos de la pérdida de aquel edificio singular que revelaba una forma de concebir la ciudad, de rememorar el medievalismo en el siglo XIX. Hoy hay que conformarse con las fotografías.
Otro ejemplo de lo que digo quedó plasmado en un excelente artículo de Carlos Aimeur, que recomiendo, sobre el chalet Enrique Viedma (Valencia 1889 - 1959) para la Asociación de la Prensa, en la margen derecha de la avenida Blasco Ibañez, salvado por la campana pero sobre el que, todavía, pende la espada de Damocles de su derribo para construir sobre el solar un edificio. De ese artículo de Aimeur, traigo a colación la justificación del concejal socialista Juan Soto, para oponerse a la descatalogación como bien protegido, más allá de las cualidades estético-artísticas (que las tiene). Decía Soto que se trataba “de un elemento fundamental para comprender la configuración inicial de la avenida propia del estilo de ciudad jardín de principios del siglo XX y que llegó a Valencia en los años 30”. Me gusta el verbo “comprender” en esta argumentación. En ocasiones no es cuestión de admirar, sino de comprender. La ciudad hay que comprenderla, incluso a través de los errores que se han cometido.
La Torre de San Bartolomé, en la calle Serranos, otro de los hitos que configuran el particular skyline de la València antigua, sería otra de esas situaciones salvadas in extremis. Fue cuestión de horas ya que, derribada toda la iglesia, empezó a ejecutarse el derribo de la torre. Cuando se llevaban ejecutados siete metros del cupulín las instituciones se unieron para impedirlo. Tanto la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos como la Junta Diocesana para la reparación y construcción de templos, unieron sus fuerzas y lo lograron. Tras la paralización quedó con la altura actual y fue incluso declarado Monumento Histórico Artístico Nacional en 1981.
Un llamativo “salvamento” en el tiempo de descuento fue el del protocolo notarial de la ciudad. ¿No es también patrimonio de la ciudad los libros que cuentan su historia humana y el devenir de sus gentes?. El caso es que el protocolo notarial que entre los siglos XIV y el XIX fueron elaborando más de dos mil cuatrocientos notarios valencianos, fue salvado in extremis por un tal Mariano Tortosa Tudela, Superior del Colegio del Patriarca. La historia tiene su miga: el caso es que se hallaba en 1803 en una tienda de especias de la calle Bajada de San Francisco, y observó con sorpresa que la dependienta envolvía los productos en las hojas de un protocolo notarial antiguo. De inmediato Mariano Tortosa adquirió el legajo y fue tirando del hilo hasta adquirir todo el protocolo que la viuda de un notario estaba vendiendo como papel para envolver. Así se estaban vendiendo muchos de estos protocolos que significaban uno de los documentos más importantes para conocer la historia de la ciudad otros comercios de la plaza del mercado tenían estos legajos para envolver el pescado. La labor de adquisición y recopilación fue encomiable y los herederos de Tortosa donaron los casi treinta mil protocolos al Colegio del Patriarca que los conserva en la actualidad y que los está actualmente inventariando.
Esa mirada corta, coyuntural, poco sensible era la que se empleó cuando se definió el del Cabanyal como un “un barrio de callejuelas mal aireado”, para justificar, políticamente, la apertura de la avenida. Como si intramurs no fueran un conjunto de barrios de callejuelas mal aireadas. Afortunadamente y en el último instante, incluso con expropiaciones y compras de viviendas ya realizadas, el gran plan Haussmanniano se paralizó para siempre. La lonja de pescadores del Cabanyal se hallaba en el camino y se contemplaba inicialmente su derribo. Este edificio (Juan Bautista Gosálvez 1904) fue construido sin mayores pretensiones, pero desde el punto de vista urbano se trata de un hallazgo cuya protección es esencial puesto que en un mismo espacio se situaban las viviendas de los pescadores y la propia lonja. Con el paso del tiempo hemos percibido una elegancia arquitectónica en ladrillo, que en aquellos inicios de siglo quizás no se veía, y un interés creciente desde diversos puntos de estudio.
Terminamos con uno de los momentos más delicados del urbanismo de la ciudad. La avenida del Oeste, origen de la actual avenida Barón de Cárcer, y la del Real son dos antecedentes muy parecidos al enterrado Plan del Cabanyal. El plan de Federico Aymamí planteó una gran reforma del centro intramuros de la ciudad una vez derribadas las murallas por unas razones que quizás valían en aquel momento pero que carecían de esa mirada hacia el futuro. Durante el siglo XIX y primeros años del XX la trama medieval de las ciudades con sus problemas era una situación poco admisible desde el punto de vista de la insalubridad. Afortunadamente Javier Goerlich, que retomó aquel plan, decidió renunciar a la avenida del Real, y la del Oeste iniciada en parte, quedó varada, en el último momento, a los pies de la iglesia de los Santos Juanes.
La cordura ha de imponerse, no queda otra, y el del Metropol ha de ser uno más de esos casos en que el patrimonio se salvó in extremis, y no una página más del grueso volumen del patrimonio valenciano desaparecido.