Creer lo que no es es tan sencillo como no ver lo que no se quiere ver: el truco consiste en no pensar demasiado, en aceptar cualquier visión ajena de los hechos si va acompañada de una necia convicción a prueba de argumentos o de un rostro adusto de piel arrasada por la nicotina. En materia de cine la fórmula infalible trabaja por geolocalización: si viene de allende el océano es cine palomitero e imperialista, propaganda del Tío Gilito para la borregada, mercadotecnia del fascismo, entretenimiento tontorrón, bobo, o plano o diabólicamente retorcido en la frontera de lo subliminal. Si hay robots y explosiones a cámara lenta es de Michael Bay y por tanto puro pasatiempo ramplón, solo tecnología. La pureza no es tecnológica, eso son solo fuegos de artificio para zombies cinéfagos babeantes. Si te descuidas y ves varias de Gerard Butler protegiendo al presidente ya no podrás controlar tus esfínteres. Porque en Hollywood solo es sagrado el dios dinero y en sus cuevas solo habitan productores mezquinos, directores yonquis del dólar y guionistas goebbelianos empeñados en hacer del mundo un lugar mucho, mucho peor. Por suerte al otro lado del proceloso Atlántico la irreductible aldea europea resiste emitiendo desde su territorio obras maestras sin mácula, séptimo arte, nada de entertainment por el entertainment, el árbol de la vida de la fotografía en movimiento hunde sus raíces en el viejo continente y alimenta con su savia a los sabios y por tanto irremediablemente enfurruñados críticos centinelas del buen hacer. O algo así.
El caso es que el periodista Pedro Vallín, uno de los padres fundadores de los Premios Feroz y autor del despampanante libro ¡Me cago en Godard! Por qué deberías adorar el cine americano (y desconfiar del cine de autor) si eres culto y progre -no se le puede negar lo explícito de sus intenciones- no opina lo mismo. Él la historia se la cuenta -y nos la cuenta- desde otra perspectiva. La científica. La racional. Desde la primera página hasta la última asistiremos atónitos al espectáculo de la demolición de nuestros propios prejuicios, nos veremos forzados a hincar la rodilla ante la evidencia de que Hollywood siempre ha sido una reserva de izquierdosos, de putas -véase mujeres decidiendo por sí mismas- y de maricas en palabras de sus detractores, descubriremos con lágrimas epifánicas en los ojos que el bullying ya lo combatían allí en La historia interminable o en Kárate Kid, que los abusones siempre fueron los malos como nos recuerda la nostalgia ochentera, que cuando en una película un tipo vive en una mansión con toda probabilidad será o un corrupto o un criminal o ambas respuestas son correctas, que los héroes del western tenían que vérselas día polvoriento sí y día polvoriento también con potentados terratenientes sedientos de tierras de otros. Fue en Hollywood donde Chaplin gestó afiladas críticas como Tiempos modernos o El gran dictador. En la primera película de Superman el malo era un tipo que quería recalificar terrenos en California para enriquecerse. Todo esto lo desglosa con pericia de niño que grita el rey está desnudo Vallín en su libro editado por Arpa, por tanto será mejor aprovechar este espacio planteándole otras cuestiones que no aparecen en él y emplazar a quien esté leyendo esto a correr a su librería más cercana a por una buena dosis de desengrasante de mentes.
-¿Superará la crítica europea su animadversión al cine yanqui?
-Pedro Vallín: La condescendencia es difícil que la superemos, porque la condescendencia casi diría que es una condición natural del crítico cultural, no particularmente del de cine, sino en general. Es uno de los principales riesgos del oficio del periodista cultural y uno de los primeros vicios. Sí es verdad que por el cambio generacional, este libro, que sería impensable hace veinte años, por el feedback que estoy recibiendo de críticos culturales a excepción claro de lo que llamamos la crítica dura, está viviendo una recepción mucho más plácida de lo que yo esperaba. Así que supongo que tarde o temprano se superará ese vicio.
-¿Crees que el cine europeo puede redimirse de ese ensimismamiento del que hablas, por ejemplo, con las series para las nuevas plataformas de contenidos?
-Sí, de hecho lo hace, lo que necesita es el aplauso crítico. Es decir: en España se fue produciendo una gradual transformación del modelo de cine con vocación comercial, fueron cambiando los directores, primero eran directores donde la impronta autoral, la sensación de prestigio cultural de las películas era muy importante, y hablo básicamente de la democracia a esta parte, no tanto de las etapas anteriores. Apareció una figura que yo creo que es troncal en el cambio de eje de los directores españoles como es Álex de la Iglesia, que conserva los atributos de sus mayores en cuanto a ser un cine inequívocamente español, inequívocamente pegado a lo local y con una cierta vocación de autoría pero a la vez muy devoto de los grandes géneros clásicos del cine norteamericano. La cinematografía de Álex de la Iglesia es un híbrido entre estas dos cosas. La siguiente generación, que la abre Alejandro Amenábar y que empiezan a ser los primeros directores de escuela de cine ya es una generación mucho más americana en el sentido del narrador frente al autor, en el sentido de tener muy bien aprendido cómo se coloca la cámara, cómo se manejan los géneros, los tonos. Estoy pensando en Amenábar pero está Jaume Collet-Serra, está Bayona, están los hermanos Pastor. Son una generación mucho más educada en la pulcritud narrativa que en la impronta autoral. Esto en alguna medida pasa en otras cinematografías, como en el cine francés. A ver, yo no he escrito un libro contra la existencia del autor, los autores enriquecen un montón el cine, desde el punto de vista de los temas y también de las técnicas. Las industrias sanas tienen elementos de las dos cosas.
-Así como tu libro se centra en esa crítica tan manida al cine estadounidense, ¿existe una crítica hegemónica similar pero inversa, de Estados Unidos hacia Europa? ¿Se podría escribir un libro como el tuyo pero con la opinión sobre el cine europeo de otras tradiciones?
-Creo que no. La impronta del autor, que yo la identifico con el Romanticismo del siglo XIX y con el nacimiento de la idea del genio, del poeta, del artista, tiene tal prestigio cultural que los cineastas americanos que no participan de eso casi hablan contigo pidiendo disculpas. Por ponerte un caso que me ocurrió: se estrenó Money Monster, la película protagonizada por George Clooney, y vino Jodie Foster a hacer entrevistas a España. Cuando en la entrevista yo quise inscribir su película en un fenómeno que se estaba produciendo en Hollywood, de muchas películas que reflexionaban sobre cómo pudo pasar lo que pasó en dos mil ocho, cuando la economía del mundo entero se fue al garete por unos ludópatas que trabajaban en Wall Street, reaccionó igual que Ben Affleck [en una anécdota que se cuenta en el libro], diciendo no no, mi película no tiene mensaje. Money Monster, que es la historia de un -entrecomillas- telepredicador económico que anima a la gente a invertir, que un pobre desgraciado que ha perdido todo su dinero entra con una pistola en el plató y secuestra al equipo del programa. Pensar que ahí no hay mensaje ni un discurso...
-¿Se puede ser un crítico reputado en Europa sin tener el ceño fruncido todo el tiempo?
-Yo es que siempre he tenido una relación con el cine como la del que le gusta la cerveza con la cerveza y no como la del que le gusta el vino con el vino. Cuando eres fan de la cerveza, haya la que haya en el bar, aunque no sea la que más te gusta, si tienen una cerveza tienen una cerveza y ya está bien, aunque sea Heineken, que es así un poco como aguachirle. En cambio para un apasionado del vino ningún vino está a su altura. El que no es demasiado modesto o poco sofisticado se ha pasado de listo con los aromas. Lo que ha pasado es que el crítico cultural se ha vuelto un poco así. Tengo la sensación, y siempre la he tenido, de que una película en los veinte primeros minutos te explica cuáles son sus ambiciones, y te da el patrón para juzgarla. En ese sentido, tiendo a ser severo con las películas muy ambiciosas, y las películas con muy pocas ambiciones las celebro como una fiesta.
-Cambiando de tercio. Festivales. ¿Quién teme al Netflix feroz? ¿La resistencia a la penetración de estas plataformas forma parte del fenómeno del que hablas en el libro?
-Yo creo que forma parte de otra cosa, que es el miedo al futuro. Creo que el sector de las salas ha tratado muy mal al público históricamente, ha sido muy poco riguroso con las calidades. Se proyecta muy mal. Con muy poca calidad. El cine se ha encontrado con una situación muy incómoda: de repente los monitores que tiene la gente en casa para ver cine son excelentes a precios populares. Además con lo que cuesta el cine hoy: una entrada lo mismo que el abono estándar mensual de una plataforma. El pánico a esto explica que los festivales cierren filas en torno al cine en sala.
-Al hilo de Netflix y sus estrenos: ¿te gustó Roma? Y otra cosa: el Cuarón de Roma podría considerarse cine europeo de la misma manera en que consideras que Woody Allen entra en la categoría?
-Sí, claro, es cine de autor, en esa más que en ninguna otra. Además es un relato biográfico. A mí me parece soberbia.
-¿Andas trabajando en algún otro análisis del cine tan lúcido como este?
-Se me ocurren muchos libros [risas], pero a la vez me da pereza hacerlos yo. Por ejemplo, una de las cosas que tengo muchas ganas que alguien haga, porque estoy cansado de oír el mismo discurso: el propio Scorsese decía el otro día a propósito de las películas de Marvel que eso no es cine, es un parque de atracciones. Creo que da en el clavo. El cine nace como un parque de atracciones. Nace en un carromato deambulando por los pueblos. Gracias a Dios el cine nunca se ha emancipado de esa naturaleza suya tan plebeya.