VALÈNCIA. En pleno recorrido metropolitano por l’Horta Nord, a la altura de Tavernes Blanques, y en frente de una cerería (sí, una vieja casa de cirios), un edificio medio perdido, junto a una nave anexa, saca la cabeza entre dos orillas de casas bajas. Es el edificio de los Hermanos Lladró. A pesar de su apariencia renqueante, genera la luz de una época (los sesenta) que refleja muchas de las ideas fundacionales de una València, de unas élites empresariales, que quisieron avanzar hacia la modernidad sin moverse del sitio.
Sus formas, su tono, su cierta luminosidad, apenas tiene que ver con el paisaje constructivo adyacente. Y precisamente esa es parte de la gracia de ese bloque de Tavernes que bebe desde la arquitectura moderna de Alejandro de la Sota hasta guiños a la Casa Stein de Le Corbussier o la Bauhaus en Dessau. Con todos sus límites, y no sin cierta modestia, pero también con una ambición que era nueva.
Es la obra de Rafael Tamarit (junto a Enrique Hervás), ‘arquitecto de la porcelana’, como lo definió Paco Ballester, por su estrecha relación profesional con los Lladró. Los empresarios le invitaron a diseñar su nueva tienda en Poeta Querol, una calle todavía por asfaltar. “En aquel año Lladró todavía estaba en el pasaje comercial REX. El resultado gusta a los hermanos fundadores y es el inicio de una relación profesional y personal que se extenderá a lo largo de décadas”, escribe Ballester en un monográfico sobre el arquitecto para la Revista Plaza.
Aquella colaboración, sin que Tamarit lo supiera, cambiaría su vida pero también aceleraría el viaje de València hasta su puesta en hora. El centro de la ciudad se embelleció a partir de entonces, con la apertura sucesiva de locales como Grand Style, Morera, Don Carlos o Clive. En apenas una década, se disparó el cosmopolitismo del cogollo urbano.
Pasó poco tiempo desde aquel proyecto Lladró en Poeta Querol hasta que se activó la idea de construir en Tavernes un edificio. Debía sustanciar buena parte de la personalidad de la compañía: la relación entre familia y empresa, hecha lugar. Aunque está encajada en el interior de una manzana, la decisión de ajardinar la entrada, retirando levemente el edificio, permite que gane presencia y destaque, mucho más armonioso.
Son cinco plantas y un ático, estructurados asimétricamente a partir de esa doble función: residencia y trabajo. Si por algo se caracterizaron los Lladró fue por su cultura empresarial basada en la raíz familiar de sus patrones. Su edificio debía demostrarlo y emborronar los límites entre los ámbitos domésticos y corporativos. La planta baja, para uso expositivo. Segundo y tercer piso, oficinas. Cuarta y quinta planta, para viviendas.
Fernández-Llebrez en Mestres. Modern architecture in the Region of Valencia establece las relaciones entre el edificio y los múltiples códigos internacionales que maneja Tamarit: desde el trabajo de carpintería que remite al dispensario antituberculoso de Sert en Barcelona hasta la Casa Lovell de Richard Neutra pasando por la Bauhaus y la Casa Stein. Pero, ante todo, la influencia de su maestro, Alejandro de la Sota, visible en especial en la fachada principal (“mediante acristalamiento continuo y modulado”, persiguiendo la “ingravidez” que recuerda al edificio del Gobierno Civil de Tarragona, obra del mismo Sota).
Pero si esa élite valenciana sesentera tenía la aspiracionalidad latente del cosmopolitismo, también estaba fijada a su propio territorio. Se expandía pero sin cambiar sus coordenadas. Los azulejos que sirven de revestimiento de la fachada acaban siendo un guiño innato a eso mismo: “es la incorporación de la tradición artesanal vernácula a la arquitectura moderna”, recuerda Fernández-Llebrez.
Esa demostración entre tensiones (la influencia local frente al deseo exterior) parece respirar entre sus estancias. Y acabó colándose en la propia vida del arquitecto Tamarit, que tras el edificio en Tavernes, e intensificada la relación con los Lladró, acabó liderando el Lladró Museum de Nueva York, el Lladró Rodeo Drive de Los Ángeles, el Lladró Londres o el Ginza Building Lladró de Tokio.
La presencia apagada con la que ahora luce el ‘Tamarit’ de Tavernes no debe confundirse con la ausencia de ambición: es la explicación de una época y una voluntad.