La pátina, ese concepto de definiciones más poéticas que científicas, inofensivo mientras permanece en el ámbito de lo teórico, pero que se convierte en un terreno de tierras movedizas en cuanto se pone en práctica al acometer una restauración
VALENCIA.
“El tiempo también pinta”
Francisco de Goya
En los últimos tiempos cuando los medios de comunicación hablan de un restaurador existe un alto grado de posibilidades de que se refieran a un profesional de la hostelería. Eso no sucedía hace treinta años, lo que me hace pensar en que es el signo de los tiempos. Se ha producido una absorción un poco penosa, una apropiación indebida del término.
No se alarmen, no les voy a hablar del Ecce Homo de Borja. En aquel surrealista y un tanto jocoso capítulo todo fue demasiado obvio. Una historia de trazo grueso, que parecía diseñada para dar cancha a las redes sociales y a los profesionales del “meme” (terrible palabro) y que se agotó con la misma intensidad con la que apareció.
Cesare Brandi, el gran defensor de la llamada Teoría del Restauro, un nombre que tarde o temprano aparece en los apuntes de la carrera de Historia del Arte, calificaba de "imperativo moral" él hecho de conservar la materia, como deber de garantizar que las generaciones futuras tengan la posibilidad de gozar del arte y la cultura en iguales condiciones. Añadía Brandi, y aquí empieza el debate, que la restauración debía limitarse a hacer que esta consistencia física permaneciera lo más intacta posible. Hablaba del mundo del arte como un ámbito de dialéctica y debate y aquí el combate es incesante desde hace siglos. El bando contrario sería defendido con frases como la del cardenal Edmund Szoka, cuando afirmó, refiriéndose a la, para variar, polémica restauración de la Capilla Sixtina llevada a cabo por Colalucci, al igual que los frescos de nuestra iglesia de San Nicolás: "Esta restauración y la experiencia de los restauradores nos permite contemplar las pinturas como si tuviésemos la oportunidad de estar el día en que se mostraron por primera vez".
El mundo de la restauración es delicado pues actúa sobre el arte preexistente modificando la percepción que tenemos visualmente del mismo: la imagen de la que hoy gozamos del interior de la iglesia de San Nicolás poco tiene que ver con la de hace un año y se parecería más a la de hace trescientos. Recientemente encargué la limpieza de un cuadro que vendí. El cliente, que a la par es amigo, es muy selectivo: sólo compra aquello de lo que se enamora y además sabe de arte. Tiene el ojo muy educado. Se me ocurrió sugerirle que la limpieza la hiciera una restauradora de mi confianza y él aceptó. Cuando volvió la pieza restaurada llamé al nuevo propietario para que diera el visto bueno. A mi amigo le pareció un buen trabajo, cosa que celebré. Sin embargo ahí me di cuenta, bueno, en realidad me había dado cuenta días antes, que corrí un riesgo innecesario.
Me explico. La limpieza de un cuadro que tiene doscientos años se puede llevar a cabo según diversos criterios. En España muchos son del Madrid y otros del Barça. Aquí sucede algo parecido. Como decía, las escuelas de restauración llevan un buen tiempo a la greña sobre qué se entiende por la restauración de una obra. No hace falta irse a la historia del Ecce Homo para apreciar que se han llevado a cabo restauraciones como poco controvertidas. Han dimitido restauradores de museos como el Louvre por restauraciones que se han tildado de poco afortunadas como la del célebre cuadro de Leonardo, La Virgen, El Niño y Santa Ana, que desató una tormenta de proporciones bíblicas, tras acusaciones de que la limpieza se había llevado consigo para siempre el sfumato leonardesco, marca de la casa del genio italiano. Desastre: los libros escolares ya no podrían poner de ejemplo esta obra para hablar del misterioso sfumato. Siempre puede levantar la mano el alumno listo de la clase al grito de “¡ pues yo ahí no veo nada de sfumato!”.
Llegados a este punto es cuando me toca presentar ese concepto un tanto misterioso y de contornos difusos, cuya definición es, digamos eufemísticamente, más literaria que precisa: la pátina. Y claro, si para unos es una cosa y para otros otra es otra, lo que viene después, cuando nos ponemos manos a la obra, es un galimatías. “El tiempo pintor” se le ha llamado poéticamente. En el si. XVII se la describe como “una cosa muy atrayente, una unidad que el tiempo da a los cuadros”. Si una restauración, en mi criterio desafortunada, la elimina, el proceso es irreversible e irrecuperable.
Actualmente, hay un consenso para concluir que la pátina es un componente más de la obra y por tanto la restauración debe respetarla. La 'Carta de la Restauro', de 1987, establece que las limpiezas de pinturas y objetos policromados deben detenerse cuando llegan a los pigmentos, respetando la pátina y los posibles barnices antiguos. La pregunta del millón es dónde acaba el estrato que debe eliminarse y dónde comienza la pátina. Recuerdo que mi padre después de que se retiraran los andamios de cualquier edificio antiguo de piedra decía con desaliento, “lo han dejado demasiado limpio. Qué manía”.
En otro orden de cosas, no hay nada con más falta de alma que un mortero antiguo de bronce al que se le ha dado una limpieza química con algún producto del demonio y con mucho sudor. Obsesión por el brillo. La pátina es lo que dota de alma a las antigüedades desde las más humildes a las obras maestras. Hace unos días visité una exposición de una importante familia empresarial valenciana. Hay que valorar positivamente que parte de los beneficios mercantiles se hayan reinvertido en la compra de arte, mucho de este valenciano, pero dicho esto, hay que decir que varias de las piezas de alta época habían sido sometidas a criterios de restauración bastante cuestionables precisamente por el exceso en la limpieza demasiado “completa”. Hay quienes tendrán una opinión opuesta a la mía, igualmente respetable. Cosas de la pátina.
Con las restauraciones no hablamos cosas de ir por casa. Las controversias ha llegado en más de una ocasión a los tribunales. Como bien saben, en nuestro ámbito la madre de todas las tormentas se desató con ocasión de la intervención del teatro romano de Sagunto, que finalizó con sentencia condenatoria y orden de revertir lo mal ejecutado. Si en sede judicial la cosa quedó juzgada, la intervención de Grassi y Portaceli a principios de los años 90 todavía suscita debate. Mi opinión es que se trata de una intervención desmesurada no tanto en sobretodo en la escena en la que, creo que se puso muy poca imaginación y se cometió un pecado que admite poca indulgencia: no se previó su reversibilidad. La reversibilidad de las intervenciones debe ser el primer mandamiento de toda restauración de esta naturaleza.
Cuando hablemos de falsificaciones habrá que tocar el tema de la pátina, pues va estrechamente ligada a estas. Una de las partes más delicadas de una falsificación es la de dotar a la pieza de la pátina que hace aparentar el paso del tiempo. A una pieza no se le puede inocular el tiempo que no tiene salvo falseándolo aplicar pátinas “de laboratorio”. Para los que nos dedicamos esto nuestro ojo clínico las descubre con relativa facilidad pero entiendo que para los que no estén avezados sea un reto difícil su descubrimiento. Yo en estos casos les daría un consejo, al menos de partida: la pátina es parte del alma del objeto, así que cuando una pieza que debería haber sido testigo de un puñado de guerras y revoluciones les deje fríos como el hielo, desconfíen.