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crítica

Retorno al pasado

Tras la dimisión de Biondi, la casualidad quiso que Nánási empuñara la batuta en un emocionante monográfico de Wagner

22/04/2018 - 

VALÈNCIA. La inesperada dimisión de Fabio Biondi como director musical de la Orquesta de la Comunidad (cargo que compartía con Roberto Abbado), se vinculó desde un principio con la difusión de los resultados de una encuesta donde se preguntaba a los músicos por sus preferencias en cuanto a futuros nombres para dirigir la formación. Ni Biondi ni Abbado recibieron un solo voto. Por el contrario, encabezaban la lista Gustavo Gimeno y Henrik Nánási.

Tanto Biondi como Abbado terminaban su contrato al finalizar la temporada 2018-19, pero el primero no se ha esperado siquiera a finalizar ésta, en la que aún debía dirigir dos representaciones de La clemenza de Tito (24 y 28 de junio), obligando al coliseo valenciano a buscar a toda prisa un sustituto para estas funciones. Cabe recordar, por otra parte, que Les Arts se encuentra sin director artístico desde que Davide Livermore renunció a su cargo el pasado diciembre, lo que complica todavía más las cosas. En cualquier caso, y sean cuales sean las razones para la dimisión de Biondi, éste debiera haber cumplido, como mínimo, sus compromisos para la temporada actual, poniéndose al frente de la orquesta en la ópera de Mozart. No parece de recibo el salir huyendo por los resultados de una encuesta, a dos meses vista de la representación, aunque es, desde luego, humillante, que ni un solo músico haya votado por la renovación de su contrato. Lo mismo le ha sucedido a Abbado, que, sin embargo, mantiene sus compromisos y que, al parecer, estaría dispuesto a encargarse de las representaciones dejadas en el aire por el maestro siciliano, además de las sesiones que se le destinaban a él mismo en la programación de la temporada actual: La condenación de Fausto (cinco funciones en junio), la Séptima Sinfonía de Mahler (25 de mayo) y el concierto con Mariella Devia (2 de junio).

La casualidad ha querido que, precisamente, estuviera programado para el viernes, ya desde la presentación de esta temporada, un monográfico de Wagner a cargo de Henrik Nánási, el director húngaro que ocupaba el número dos entre los seleccionados por los músicos. La orquesta de Les Arts ya ha trabajado con él en varias ocasiones, siempre con muy buenos resultados (El castillo de Barbazul, aún con Helga Schmidt al frente del recinto, Macbeth y Werther, estas dos en la etapa de Livermore, aunque la primera aún fue organizada por la anterior intendente). Dado que buena parte del prestigio de la orquesta (y del teatro) se generó con la ya famosa producción del Anillo dirigida por Zubin Mehta -y, en la escena, por Padrissa, de la Fura dels Baus-, había expectación al respecto. Y la orquesta respondió entregándose a fondo, como lo hacía con Mehta. Entrega que, de alguna forma, buscaba también un óptimo resultado musical que avalase las opciones ganadoras en la encuesta.

  

Abrió el programa la obertura de Tannhäuser, enunciada por Nánási con autoridad desde el primer compás. Le imprimió la majestuosidad necesaria, dejando brillar como corresponde a los cobres, pero también hubo abundantes ocasiones de lucimiento para madera y cuerdas Supo cambiar, en los temas intermedios, al carácter más aéreo y sensual que piden, para retornar luego a la solemnidad del tema principal enarbolado por los vientos, con esa inquietante línea de los violines que, como una segunda voz, casi la desmienten. La batuta dejó respirar a la orquesta con un fraseo natural, y los metales, casi siempre muy expuestos, se mostraron seguros, aunque el empaste resultó casi imposible, como suele suceder por la infame acústica del auditorio superior.

Vino después el Preludio y muerte de amor de Isolda, del Tristán, con Camilla Nylund como solista. Son éstas unas páginas que ponen a prueba a cualquier soprano, a cualquier director y a cualquier orquesta. Cuesta mucho diseñar la pintura, tan refinada como intensa, del crescendo en progresión hacia el éxtasis amoroso. Se escuchó “volar” a la cuerda, como en los mejores momentos de la todavía breve historia de Les Arts, y Nánási imprimió claridad al tejido sinfónico. Pero las oleadas orquestales evocadoras del aumento de la tensión sensual y emocional, no estuvieron planificadas con la precisión necesaria para llegar a la culminación sin brusquedad alguna.

Pudo influir en ello las dificultades de Nylund para sobreponerse a una gran orquesta lanzada, con mucho vigor, hacia una cima de arrebato pasional. Camilla Nylund estaba situada en medio (la ubicación delantera, en este auditorio, ayuda poco a los cantantes), y debía, no sólo colaborar en tal arrebato, sino hacer oír su voz por encima de la orquesta. Esta le dio paso, al principio, con un pianissimo maravilloso. Ella dijo su parte con expresión y un instrumento muy bello, pero la voz parece todavía inadecuada para el rol de Isolda, y quedó sepultada en demasiadas ocasiones.

 

Lo mejor vino tras el descanso, con el primer acto de La Valquíria. Cantaba también Nylund, pero el papel de Sieglinde, más lírico, se adaptaba mucho mejor a las cualidades de su instrumento. Simon O’Neill hizo Siegmund, y el grande, grandísimo, Matti Salminen, en el breve papel de Hunding, puso los pelos de punta a todos los asistentes. Cada frase, cada palabra, cada coma, cada silencio: todo cobraba el sentido de quien conoce la partitura hasta sus raíces más profundas, de quien no sólo se sabe su parte, sino también la de los demás, incluida la de la orquesta. Ya vimos a Salminen haciendo ese mismo rol en la Tetralogía antes mencionada. También hizo el de Fasolt. Y antes lo habíamos visto, como Rocco, en Fidelio. Sigue ahora, a sus 73 años dando una lección de canto cada vez que sube a un escenario.

Simon O’Neill no tiene un timbre atractivo en la voz. Resulta algo ácida y carente, casi por completo, de ese tipo de vibrato que, sin excesos, proporciona color y redondez. Sin embargo, luce unos registros igualadísimos, una proyección notable y una afinación perfecta. Las invocaciones a Wälse de la segunda escena alcanzaron sin problemas el Solb3 y el Sol3, mantenido con potencia y brillo. No tanto, más tarde, las dirigidas a la espada (Nothung, Nothung), no por fallar la diana, sino porque la tensión dramática y la energía  que proyectó sobre el personaje de Siegmund, decayó un poco aquí, quizá por un lógico cansancio. En cualquier caso, el desafortunado vástago de Wotan estuvo plasmado siempre con credibilidad por el tenor neozelandés, aunque mejor en la faceta más declamatoria y heroica que en los fragmentos de corte puramente lírico –como el delicado Lied de la primavera- donde le costó algo más encontrar el punto.

La soprano finlandesa le dió cumplida réplica, con una expresión muy bien adaptada al también desgraciado personaje de Sieglinde, y una hermosa voz que le permitía la narrar su historia con el dolor incrustado que contiene, así como expresar cálidamente el amor hacia Siegmund. La orquesta, con Nánási al frente, rodeó al trío O’Neill, Nylund y Salminen con todo lo que se demanda en esta ópera para complementar la actuación de las voces: enunciación de cada Leit-motiv con el peso suficiente, aunque sin exagerar,–porque, muchas veces, Wagner sólo quiere evocar de pasada un personaje, una situación o un objeto-,  respuesta a las voces creando –o manteniendo- las atmósferas precisas, obligación siempre necesaria, pero que se convierte en indispensable en las versiones de concierto, que no tienen el auxilio de la escenografía, Sería difícil, por otra parte, detallar todos los momentos en que la agrupación de Les Arts estuvo al loro de sus funciones, que exceden con mucho lo de tocar con ajuste y afinación.

Parece imposible que, con sólo una cincuentena de músicos en plantilla –todos los demás son refuerzos ocasionales- se consiga restituir al público el espíritu que late en la partitura. Fragmentada en este caso (sólo un acto de tres). Y en versión de concierto, sin ninguna ayuda de los elementos escénicos. Algo pasó, sin embargo, o varias cosas a la vez, porque muchos oyentes salieron de allí colocados en una nube maravillosa. En primer lugar, la calidad de las voces que, en el fondo, son el alma de cualquier ópera, y que –si son seductoras- pueden encarrilar la prestación orquestal por el camino que ellas determinen. En segundo, la batuta, que fue más allá del tempo y del ajuste para embarcarse en el embrujo de instrumentistas y oyentes, llevándolos a territorios menos tangibles.

Zubin Mehta era una de ellas, y sus repetidas actuaciones en el Palau de Les Arts  fueron forjando el poso –wagneriano, aunque no sólo wagneriano- de su orquesta. Maazel hizo también maravillas, quizá menos conmovedoras en la primera impresión, pero absolutamente decisivas en el de la funcionalidad: escogió, uno a uno, a los integrantes de la orquesta, y les hizo trabajar con un nivel de exigencia infrecuente en nuestras latitudes. De todos ellos queda ahora, tras ceses, dimisiones y recortes, menoos de una cincuentena, a los que han de añadirse, casi siempre, refuerzos y más refuerzos: no pueden convocarse plazas fijas sin seguir las escuálidas tasas de reposición del ministro Montoro.

Con todo y con eso, cuando la obra conmueve a los músicos, cuando el director conecta de verdad con la partitura y cuando el director –como Mehta o Maazel- sabe transmitir a intérpretes y público tal conmoción, las cosas funcionan. También, aunque a cierta distancia, funcionaron con Nánási este viernes en el primer acto de La Valquiria,. Las voces fueron buenas, excelentes en algún caso. Y la orquesta recuperó su capacidad de convicción, de arrastre, su inteligencia para contar una historia. El público, especialmente el más canoso, se vió trasladado hasta el 2007, 2008 y 2009, cuando El Anillo de Wagner se montó en València con una calidad vocal y escénica deslumbrantes. Y, por si fuera poco, dos veces.. Diez años después, ha tenido que conformarse con un solo acto de una sola de las cuatro óperas que lo integran. En versión de concierto, además.

Sin embargo, se recuperó, en cierta medida, la canalización subterránea que consigue llevar hasta el oyente, incluso cuando hay pocos medios, el impulso y la emoción de las grandes obras. Hubo, en miniatura, un cierto retorno a un pasado no tan lejano, cuando Mehta se subía al podio para dirigir a esta misma orquesta. La Valquiria se cantaba entonces entera, con un primer acto a cargo de Petra María Schnitzer, Peter Seiffert  (sustituido en el segundo ciclo por Plácido Domingo, todavía en la cuerda de tenor) y el impactante Matti Salminen, que, afortunadamente, también hemos disfrutado esta vez.

Sólo hace diez años.


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