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CRÍTICA DE CINE

'Rocketman': Hedonismo glam

31/05/2019 - 

VALÈNCIA. El choque entre la fantasía, el espectáculo y la más cruda realidad se encuentra presente desde la primera imagen de Rocketman. Elton John (Taron Egerton) con uno de sus aparatosos disfraces de finales de los setenta, a modo de sátiro carnavelesco, irrumpe en una terapia de desintoxicación para reconocer que tiene problemas de adicción. 

Desde ese momento el director Dexter Fletcher impone sus reglas. Vamos a adentrarnos en la vida de una de las personalidades más destacadas de la historia del pop y lo vamos a hacer a través de la mirada del artista, de sus recuerdos, a veces convertidos en estampas costumbristas y otros transformados en números musicales narrativos que sirven para describir el estado emocional del artista.

En realidad, más allá de la pompa, los excesos y el brilli brilli, Rocketman es sobre todo una película sobre la pérdida de la propia identidad y cómo es necesario reconciliarse con uno mismo para poder reinventarse de nuevo. Quizás por esa razón adquieren tanta importancia desde el principio las imágenes del pequeño Reginald Kenneth Dwight, ese niño gordito y sin mucho afecto por parte de su progenitor del que siempre renegó Elton John hasta el punto de intentar anular su existencia. 

A través de un recorrido retrospectivo (e introspectivo) iremos repasando los momentos más importantes de la transformación de Reggie en Elton: sus traumas infantiles, su virtuosismo al piano, sus primeros conciertos y el encuentro con Bernie Taupin (Jamie Bell) cuya amistad y unión profesional se convirtió en una de las más memorables y longevas de la música, hasta desembocar en el nacimiento del ídolo, del icono que comienza a sumergirse en una espiral de autodestrucción. 

Al contrario de lo que ocurría en Bohemian Rhapsody, donde todo parecía velado y pudoroso, tanto la homosexualidad, las drogas o las conductas amorales se exponen de manera mucho más natural desde esa primera secuencia que se convierte en toda una declaración de intenciones: “soy adicto al alcohol. A la cocaína. A todas las drogas. Y al sexo. Y soy bulímico. Y comprador compulsivo”. Más tarde le confesará a su madre: “Me he follado a todo lo que se movía, me he metido todos los estupefacientes del mundo, y me ha gustado”. Adiós a la mojigatería, bienvenido el hedonismo, el placer por el placer con sus luces y sus sombras, con sus momentos de éxtasis y con los instantes de vacío y tristeza. Y, por encima de todo, ahí está la necesaria reivindicación de la diferencia como arma para enfrentarse a un mundo que todavía se encontraba muy lejos de romper con muchos tabúes sociales. 

El encargado de poner en imágenes esta sinfonía de música, sueños, fama, grandilocuencia, depresión y redención es Dexter Fletcher. Comenzó su carrera como actor con apenas diez años y ha aparecido en películas como El hombre elefante (1980), Caravaggio (1986) o El sueño del mono loco (1989). En 2011 se puso por primera vez detrás de la cámara en Wild Bill, por la que estuvo nominado a los Bafta a la mejor dirección novel. Unos años más tarde sorprendió con el musical indie Amanecer en Edimburgo (2013) y más tarde con Eddie, el águila (2015), en la que trabajó por primera vez con Taron Egerton. 

Fletcher fue además el encargado de completar la producción Bohemian Rhapsody cuando Bryan Singer fue despedido a mitad del rodaje y según dicen es el responsable de salvar a la película de convertirse en un despojo. Sin embargo, ahora en Rocketman ha podido resarcirse, ya que puede considerarse como una película mucho más personal desde el principio, en la que ha podido utilizar la inventiva visual y ser valiente a la hora de transgredir dentro del mainstream. 

Así, el director consigue que Rocketman se convierta en una pieza imaginativa y brillante gracias a los complejos número musicales que escarban en el alma de las canciones y que nos llevan desde el surrealismo hasta la más descarnada realidad.

Escenas que no solo son exuberantes a nivel técnico y coreográfico (impresionante el poderío vocal de Egerton y su capacidad para transmutarse), sino que resultan emocionantes y llenas de encanto visual, de extravagancia glam y auténtico sentimiento. 

La set-pièce en la que suena la canción Saturday Night’s Alright for Fighting fue una de las más complejas a la hora de rodar. Se necesitaron 12 semanas de trabajo para completar la coreografía, 300 figurantes, 50 bailarines. Todo para pasar por todas las influencias musicales en unos minutos de los años cincuenta a los sesenta, de los mods a los rockers y los adeptos al ska. Otras son reproducciones prácticamente idénticas de las actuaciones originales, como es el caso de Cocodrile Rock, que realizó Elton John en la sala Troubadour en 1970 y que le catapultó a la fama en los Estados Unidos, así como el mítico videoclip grabado en Cannes de I’m Still Standing, que supuso su resurrección en los años ochenta. Aunque también destaca el intimismo minimal que se imprime en Your Song o en Tiny Dancer, hasta desembocar en la auténtica locura que supone la plasmación en imágenes de Rocketman, en la que se conjuga toda la esencia de la película en un solo tema: la caída y el ascenso de los mitos. Espectáculo y energía en estado puro. Con un toque de redención. Y mucho delirium tremens.

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