VALÈNCIA. Plano fijo de una casa. Comienza a salir gente con diferentes objetos, podría parecer una mudanza, pero no es así, la están desmantelando. Con esta imagen comienza Rojo, película con la que el argentino Benjamín Naishtat intenta reflexionar sobre un periodo tan inquietante como el que precedió al Golpe de Estado de 1976.
Algo pasa en el ambiente que se encuentra enrarecido, la gente lo percibe, pero intenta disimular, como si no ocurriera nada, y prefieren callar o miran hacia otro lado. Al fin y al cabo, se trata de una cuestión de supervivencia. Así que lo mejor es pasar desapercibido.
El director siempre ha utilizado el substrato metafórico como fondo de sus relatos, como forma para adentrarse en los males de la sociedad y destapar algunas de sus miserias. Así lo hizo en su ópera prima Historia del miedo (2014), con la que se dio a conocer internacionalmente. En esa ocasión intentó diseccionar la angustia que sentía la población tras la crisis económica a través de un mecanismo narrativo rebosante de malestar. Más tarde, en El movimiento (2015), construyó una parábola acerca del populismo en la que también se palpaba el terror y la violencia.
En Rojo quería introducir elementos del thriller para no convertir la película en un mero retrato político. Sus referentes, los directores de los setenta, desde Costa Gavras a Sidney Lumet y Pakula hasta Tobe Hopper, que a través de sus propuestas consiguieron interpelar al público utilizando las estructuras de género.
Tras la imagen de la casa vaciándose a manos de extraños, nos situamos en un bullicioso restaurante donde Claudio (Darío Grandinetti) espera a su mujer, Susana (Andrea Frigerio). Un hombre greñudo lo observa desde la barra y le increpa para ocupar su lugar ya que no está consumiendo nada. Después de un rifirrafe, Claudio humillará públicamente al desconocido, provocando su ira y desatando la violencia. Tres meses más tarde, una amiga de la familia buscará a su hermano desaparecido y para ello contratará a un detective privado, el extravagante Sinclair (Alfredo Castro), que comenzará a investigar el caso.
Al mismo tiempo que Naishtat compone esta trama, nos adentra en el microcosmos de una pequeña comunidad alejada de la capital en la que comienza a desaparecer gente, a desatarse los rumores y a guardarse los secretos. Mientras unos intentan aprovecharse de la situación, otros desatan sus impulsos más primarios con total impunidad. La situación se extiende tanto entre los adultos como entre los más jóvenes. Se dice que se encuentran cadáveres en el desierto, pero solo son rumores y cuchicheos. Desde la capital llegan noticias desconcertantes. Y así, la tensión que percibimos en las primeras secuencias no deja de marcharse, quedándose incrustada como un malestar crónico en la boca del estómago.
Rojo es una de esas películas que tienen la virtud de mantenerte atrapado porque nunca sabes muy bien qué es lo que va a ocurrir. La imprevisibilidad forma parte de su esencia, así como la mezcla de géneros. Es un noir, pero también tiene toques de comedia negra, y ecos de western. También se da en ella el choque entre dos personajes antitéticos, el de Claudio, sereno, elegante, altivo y Sinclair, esquivo, impertinente, una especie de Colombo con acento chileno. Grandinetti aplica un registro contenido, cerebral, mientras que Castro resulta mucho más físico y explosivo. El director tuvo claro que quería trabajar con el actor chileno desde el momento en el que vio Tony Manero, de Pablo Larraín y escribió este personaje específicamente para él.
Naishtat consigue componer el retrato de una época difusa al son de canciones de Camilo Sesto y Jairo. Pero no hay en ningún momento una voluntad de radiografía histórica sino más bien una crónica ambiental. Todas las desgracias que ocurren son fruto del azar, del estado de crispación y la sensación de vacío moral. El relato se parte en dos convirtiéndose el meridiano en un fragmento teñido en rojo en el cual se produce un eclipse. Claudio es el único que mirará directamente al sol mientras se está ocultando. Sabe que ha cruzado una línea, que ya no hay vuelta atrás, que se ha adentrado en un camino peligroso, puede que, por mala suerte, por confusión o precipitación. El director no convierte a sus criaturas ni en héroes ni en villanos. Son personas fruto de sus contrariedades, de sus miserias y sus ambiciones. Naishtat quería abordar la complicidad civil con respecto a la creación de monstruos y hablar de la memoria desde un punto de vista diferente y nada complaciente. Y lo consigue de manera muy sutil e inquisitiva.
Se estrena la película por la que Coralie Fargeat ganó el Premio a Mejor guion en el Festival de Cannes, un poderoso thriller de horror corporal protagonizado por una impresionante Demi Moore