El alemán vuelve a pergeñar un desmedido castillo de fuegos artificiales en la excesiva, rutinaria y amena Independence Day: Contraataque, un autohomenaje tan exitoso y entretenido como inane
VALENCIA. La tortilla de patatas (sin cebolla) es uno de los productos culinarios patrios más populares. El mocho (fregona en Castilla) y el Chupa-Chups, dos de las aportaciones más extraordinarias de la ingeniería española. En su simplicidad radica su extraordinario éxito. Son perfectas por su sencillez. Como la molécula de agua, que tan solo se compone de tres átomos, dos de hidrógeno y uno de oxígeno, y que es el motor que alimenta la existencia animal y vegetal sobre este planeta llamada Tierra. El cine también se nutre de simplicidades. Es, de hecho, inherente a su condición de espectáculo de masas. La incidencia e influencia del séptimo arte en la cultura popular se justifica precisamente porque a todo el mundo llega. Y en muchas ocasiones, la mayoría, el público se congrega al calor de los productos más básicos. Son las tortillas de patatas, los chupa chups de la creación cinematográfica: Brillantes, efectivos y ramplones.
Enjuiciar si esto es bueno o es malo semeja innecesario, si se tiene en cuenta que ese tipo de cine estará siempre. Enfrentarse a ello es como escupir a la lluvia. Por el contrario, parece más pragmático aceptar su existencia como parte indispensable de la supervivencia del cine. Si hay industria es gracias este tipo de películas. Algunas, en ocasiones, son meritorias. Otras, incluso, con el paso de los años, merced a su recuerdo nostálgico, pueden hasta revalorizarse como productos camp y ser aceptadas como manifestaciones de cultura popular, tan apreciables o más que muchas obras de arte coetáneas y, sobre todo, más divertidas.
Eso es lo que posiblemente sucederá con gran parte del cine de Roland Emmerich. Vale que del mismo modo que no existiría cine sino existieran películas como las que firma Emmerich, el cine no sería el arte que es si todas las producciones fueran así. Volviendo al símil de la restauración, sería como si en todos los bares sólo vendieran tortillas de patatas. Nuestra vida sería, indudablemente, más aburrida. Es pues un artesano y así es como hay que valorarlo. Con un añadido. A diferencia de su rival por el trono de rey de la taquilla, Michael Bay, el alemán suele ser el responsable de los guiones que dirige, lo que habla de una clara conciencia de lo que filma. No sólo eso; también los produce y evidencia un perfecto conocimiento de los mecanismos industriales del cine, lo que hace de él una suerte de artesano aventajado, con una coherencia narrativa que ya quisieran para sí muchos cineastas considerados de culto.
Prácticamente todas sus películas repiten obsesiones como la lucha del héroe frente a las adversidades, la defensa de las instituciones como garantes de la sociedad, la fragilidad del ser humano frente a la Naturaleza, lo limitado de nuestro conocimiento científico, la capacidad de demolición de edificios, la destrucción urbanística producto de fenómenos naturales, la muerte de miles de persona (en las últimas millones, a un ritmo que le convierte en el mayor genocida cinematográfico de la historia), el amor entre jóvenes guapos y brillantes, los padres que quieren mucho y son desastres, el conflicto cultural entre países (con secuencias tan sutiles como los problemas con los coches automáticos de Jean Reno en Godzilla), etc. Su cine podría resumirse como un cruce entre una sinfonía post rock con ritmos latinos, con letras escritas a partir de sonetos de Shakespeare y frases de sobre de café escritas por Paulo Coelho. Todo junto. Es por eso que son muchos, cada vez más, los que lo consideran como uno de los cineastas más hábiles y astutos del mainstream; lo cual puede ser entendido como un elogio y todo lo contrario.
Desde que adquiriera notoriedad internacional con su desparramante Moon 44 (1990), Emmerich se ha convertido en un personaje extraño en el contexto cinematográfico, ya que a su habilidad para lograr grandes éxitos de taquilla y la simplicidad de sus historias, ha unido una firme convicción sobre sus objetivos. Llegó a Hollywood de la mano de quien con el tiempo sería su socio Dean Devlin. Émmerich le había contratado como actor para Moon 44 y dos años después, en 1992, el alemán dirigía el guión de Soldado universal escrito por el estadounidense, de padre judío y madre filipina. Aquella fantasía desmedida, con Jean-Claude Van Damme y Dolph Lundgren, ha acabado siendo una saga digna de haber vivido la era dorada de los videoclubs. La mejor de toda la saga, obviamente, la de Emmerich. Pero con diferencia.
Tras el moderado éxito de Soldado universal, Davlin y Emmerich firmaron en 1994 Stargate, una tontada tan ridícula como eficaz, divertida y absurda, surrealista en su fantasía pero no por ello con su legión de seguidores. Emmerich y Devlin producían y escribían; Emmerich dirigía. El tándem funcionó. Su receta se basaba en una mescolanza de esoterismo, fantasía, efectos especiales bien aprovechados y usos narrativos básicos, saturando la historia de clichés y tópicos. ¿Previsible? Sí. ¿Entretenida? También. Y sugerente. Sin aportar nada al género, el conjunto resultó un producto tan digno que de él se pudieron extraer varias novelas, tres series de televisión y una de dibujos animados. Sólo por el beneficio económico que generó en la humanidad esta gracia ya se merece un respeto.
Tras el primer éxito, el dueto repitió fórmula y el resultado fue Independece Day, una de las películas más taquilleras de Will Smith, en la que reconstruían el mito de La guerra de los mundos desde una perspectiva nueva, planteando detalles sutiles como que el mundo lo salvaran el presidente de los Estados Unidos, cómo no, un soldado afroamericano y un científico judío… Comenzaba aquí a hacerse más presente una constante en el cine de Emmerich y es que sus héroes debían ser atípicos; aunque fueran clichés, pero atípicos. Y empezó también aquí a labrarse una sorprendente fama de hombre coherente y decidido fuera de las pantallas porque la elección de Smith como protagonista fue una imposición suya, frente a los ejecutivos que de forma sibilina le recomendaban un actor blanco para garantizarse más taquilla.
El caso más obvio de esa coherencia lo podemos hallar en Godzilla (1998), su aproximación al mundo del personaje que nació en los años cincuenta en Japón, y para la que contó con un reparto dispar en el que se daban cita además del ya mentado Jean Reno, Matthew Broderick, Maria Pitillo y Hank Azaria. En su versión, Emmerich y Devlin daban una mayor presencia a las mujeres en la historia, en la figura de Pitillo, así como daban rienda suelta al humor a partir del enfrentamiento Europa-Estados Unidos, simbolizado en los problemas de Reno para adaptarse a la vida americana. Su tono humorístico no fue apreciado por la legión de fans del monstruo nipón (más bien al contrario) y Emmerich se vio enfrentado a la realidad de que sus trucos de mago de feria no siempre valían.
El fiasco empero no afectó a su carrera que ha seguido con ritmo marcial, sin pausa y sin prácticamente descanso, con productos en apariencia más serios como El patriota que protagonizó Mel Gibson y en la que no contaba con guión propio, o la más que fallida 10.000 años BC (2008), que era poco menos que una versión dopada de En busca del fuego (Jean-Jacques Annaud, 1981), con más efectos pero con menos coherencia, y en la que tampoco contó con la colaboración de su siempre fiel Devlin.
Entre medias, raciones de puro Emmerich, como la excesiva El día de mañana (2004), en la que mostraba su preocupación por el cambio climático (de verdad) e ironizaba sobre cuestiones como la emigración ilegal en Estados Unidos. Después llegó 2012 (2009) donde se regocijaba en las profecías mayas sobre el fin del mundo y pasiones esotéricas varias, cual Íker Jiménez, y más recientemente se ha atrevido incluso a elucubrar sobre la existencia de Shakespeare y la supuesta participación de otras personas en la confección de sus obras en la descacharrante Anonymous (2011), uno de sus trabajos más dignos pese a la ridícula premisa de la que partía, que estuvo incluso nominado a un Oscar al diseño de vestuario.
Emmerich es más complejo de lo que podría parecer. Activista gay, hombre comprometido, internacional, con ideas claras sobre la sociedad, su cine es una apuesta casi devota por el entretenimiento puro y duro. A mitad camino entre la rigurosidad de James Cameron y la superficialidad de Michael Bay, sus productos son divertimento sin más afán que enganchar al espectador a la silla y llevarle a una montaña rusa de sensaciones. Desde esa convicción de su propia obra, de qué es lo que ha hecho y lo que quería hacer, ha decidido darse un homenaje en su nuevo trabajo, Independence Day: Contraataque, que llega este viernes a nuestras pantallas.
¿Por qué se homenajea? En parte como reivindicación. Las películas de Marvel de la última década han bebido de sus films, son hijos bastardos de sus desmedidas maquetas y sus explosiones. Tal y como le avisó Spielberg después de ver Independence Day, iba a ser el cineasta más imitado. Así es. Las películas de Marvel (sobre todo) y DC siguen su camino, destruyendo ciudades a un ritmo que salvaría al sector inmobiliario español, y, siempre que pueden, matando a extras a ritmo de mil el fotograma. Pero quizá tampoco Emmerich deba ponerse tan exquisito. A fin de cuentas él mismo sólo hace que seguir el camino que otros trazaron, desde Cecil B. DeMille. Es más, siempre ha reconocido cuanto le ha influido La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), algo que se puede percibir hasta en su último trabajo; si no existiera la fantasía de Lucas, las batallas de aviones y naves alienígenas de Independence Day: Contraataque serían muy diferentes.
No es la única huella de cine ajeno. En Independence Day: Contraataque se pueden encontrar decenas de referencias, algunas tan evidentes como la de Aliens (James Cameron, 1986). Y mucho autoplagio. La batalla final que recuerda a Godzilla, imágenes de la primera Independence Day que parecen haber sido calcadas, secuencias que remiten a Stargate… Y también films similares del género. Independence Day: Contraataque es como una botica: hay de todo. Y ese todo se sucede ordenadamente en un nuevo pastiche del cineasta germano que se ajusta a las constantes de su cine y del género como si quisiera ser un ejemplo de manual. Como es habitual tenemos a gobiernos abnegados y ejércitos valientes dispuestos a darlo todo por vencer al mal, sabios que mueren con gran valor, extraterrestres malvados (constante básica del género, los malos son los de fuera) que actúan con una saña implacable, historias de amor entre jóvenes guapos, etcétera.
Todo en dos horas sazonadas con las habituales bromas tontas (algunas divertidas, otras no) que hacen más liviano el producto. Y aunque puede resultar descorazonador ver a Judd Hirsch, y recordarlo en Gente corriente (Robert Redford, 1980), o a Jeff Goldblum y rememorar La mosca (David Cronenberg, 1986), hay que entender que ese es otro cine. Éste es otra cosa. Y también es cine. Nos guste o no. Merece todo el respeto. Aunque cueste mucho. De hecho ahí está la gracia. Respetar lo que nos gusta es fácil. Respetar lo que no nos gusta es lo que tiene mérito.
La película no miente. En pantalla se exhibe lo que anuncia su cartel y su tráiler: un carrusel de fuegos artificiales cuya única función de ser es amenizar al espectador, una ensalada de tópicos, de momentos obvios, de intensidades varias, donde la gracia radica en adivinar qué actor y actriz secundario y qué actor o actriz principal va a morir, y donde el azar está siempre al servicio de la tensión dramática. La suspensión de la incredulidad salta por los aires. ¿Cómo puede ser que desde el caza alienígena se pongan en contacto con la base militar y los escuchen en el autobús escolar? ¿Qué más da? Da igual.
La verdadera importancia de Independence Day: Contraataque es activar el mercado, la industria, amenizar a millones de espectadores, dar trabajo a mucha gente. Parece que va camino de conseguirlo. Por el momento ya ha recaudado tanto como costó (165 millones de dólares) y su explotación acaba de comenzar. Puede que las expectativas fueran mayores, pero no parece que esté en peligro la más que evidente continuación que se intuye al final de Independence Day: Contraataque. Marchando otra tortilla de patatas. Y las que vendrán.