Segunda y última entrega de una perspectiva estival personal sobre cómo el mal diseño daña el medio ambiente
VALÈNCIA. Septiembre. Vuelta al cole. Atrás quedaron los pensamientos lentos de agosto, las sosegadas divagaciones, la inspiración de esa brisa marina o las reflexiones desde la hamaca. Pero viajando en el tiempo apenas una semana atrás, aún estoy en esa primera línea de playa continuando lo que dejaba caer en el último texto en el que pretendía criticar, ironizando, sobre esa parte tan kitsch y visualmente tan horrenda, donde terminaba haciendo hincapié sobre la responsabilidad del diseñador y en la urgencia de centrar el diseño en el entorno por un tema de sostenibilidad.
Si trasladásemos el centro del foco del diseño de las personas al medio podríamos matar dos pájaros de un tiro velando a la vez por nuestro entorno y, por tanto, por nosotros. Y es que el mal diseño tiene consecuencias medioambientales, como es el caso de la invasión de los plásticos, vomitados por saturación por el mar hacia nuestras costas procedentes en su gran parte de envases y de sistemas de diseño para packaging tan dañinos para nuestro medio ambiente. Para colmo las dosis de cualquier producto que compramos en un supermercado son cada vez más pequeñas, repercutiendo en el creciente porcentaje de envase respecto a la bebida o comida que adquirimos, y poco o nada se está teniendo la sostenibilidad en diseño cuando cuesta encontrar uno de estos nuevos envases que no esté producido en plástico o en material no biodegradable impreso a todas las tintas posibles e incluso con segunda y hasta tercera capa o tapa de plástico sobre plástico para garantizarnos una supuesta higiene a cambio de más y más basura plástica de la que ya estamos rodeados sin escapatoria en nuestro día a día.
El mal diseño daña el medio ambiente. Como drástico cortafuego se empiezan a prohibir los elementos desechables de plástico y surge una concienciación que a veces por exagerada termina por ser ridícula, como la confianza ciega en determinados materiales pensando que son “buenos para el medio ambiente” pero que en un proceso mal diseñado pueden ser menos sostenibles que el uso de los propios plásticos. Pongamos como ejemplo fabricar mobiliario de bambú y venderlo como ecológico y respetuoso con el planeta pero para poderlo producir hay que poner en marcha un sistema de envío desde diez mil kilómetros en barcos cargueros que contaminan lo equivalente a cincuenta millones de coches procedentes además de una tala no controlada.
La respuesta del diseño es crucial, de ahí la responsabilidad en otros temas de valores como es el papel del diseño como enemigo (o aliado) de la publicidad machista y sexista . No son pocos los diseñadores que han apuntado cómo el diseño puede cambiar el mundo, como ambicionaba el alemán Dieter Rams que enfatizaba en la protección del entorno natural y en el reto de superar esta era de consumismo exacerbado. Y esa es precisamente la clave.
Siguiendo con los pensamientos de Rams, plasmados en su Manifiesto de Tokio de 2010, esto ya no va de los productos que diseñamos sino de la infraestructura que los rodea. El diseño debe propiciar los cambios que necesitamos en nuestra sociedad, no solo para concienciar sino para ser por sí mismo el propio cambio.
Hace tres años repasábamos en forma de decálogo los mandamientos del diseñador ético , un código deontológico de la Red Española de Asociaciones de Diseño para definir un manual de buenas prácticas de la profesión del diseño, donde se concretó la obligación del diseñador de respetar el medio ambiente y el ecosistema, promoviendo y fomentando la economía local trabajando con proveedores cercanos. Y todo esto son las primeras ideas que deben estar en la cabeza del diseñador. A veces hay que volver a los orígenes y la innovación está en desarrollar una idea inspirada en las formas de consumo y de vida de hace apenas una o dos generaciones. Se me ocurre el proyecto de Closca del valenciano Carlos Ferrando y cómo extinguir las botellas de plástico, toda una ambiciosa filosofía entorno al movimiento urbano y al cambio en nuestros hábitos para conservar el planeta, inspirando desde el diseño.
Buenos hábitos y buena educación. De hecho las escuelas de diseño de referencia ya tienen planes, asignaturas especializadas e incluso departamentos de investigación sobre materiales del futuro (ya son presente). El buen diseño será sostenible o no será.
Quedémonos con la importancia del diseño en la responsabilidad social y medioambiental de las empresas, en el impacto de diseñar teniendo en cuenta factores que van desde la producción a la logística, la implementación y puesta en marcha de un producto, la distribución, el tipo de impresión sobre un envase y la necesidad o no del mismo, su forma, sus materiales… De hecho somos los diseñadores los que tenemos que velar porque todo lo que atañe a nuestro trabajo sea lo más sostenible posible.