VALÈNCIA. El rock y la música pop son campos en los que el machismo también está muy presente. Sin embargo, cuando apareció el punk se abrió, de una manera espontánea, un espacio para la mujer que cambió el papel de ésta en la música pop.
En 1986 Sonic Youth grabaron un maxi single llamado Flower. Kim Gordon interpretaba el tema, un alegato feminista que decía “apoya el poder de las mujeres / usa el poder de los hombres / apoya a las flores de la mujeres / di la palabra: / joder / la palabra es amor”. La portada del disco era la foto de una mujer con el pecho desnudo. Las trabajadoras de la fábrica donde se prensó el disco interpretaron la imagen como algo sexista y se negaron a fabricarlo. Lo compré nada más pude, feliz de seguir teniendo noticias de Sonic Youth, que por aquel entonces apenas gozaban de predicamento aquí. En cuanto a la polémica, me resultó chocante aquella divergencia de opiniones alrededor de una misma idea, la de la reivindicación de la mujer hecha por las propias mujeres. El disco, su cubierta y su polémica fueron uno de los primeros recuerdos acerca de los temas de igualdad de género filtrados a través del rock & roll.
Pertenezco a una generación (me encuentro a tres meses de distancia de cumplir los 54) educada tras el telón de ignorancia y miedo que impuso la dictadura. Las normas acatadas decían entonces que las tareas del hogar eran cosa de las mujeres, y estaba bien que un hombre piropeara a una mujer con la zafia superioridad que impregna a ese tipo de actos. Viví convencido también de que si no jugaba al fútbol o practicaba algún deporte terminaría mariquita perdido, porque los hombres de verdad no se sentaban en un rincón a pensar ni leían demasiado; se revolcaban por el suelo y se hacían rasguños disputándose un balón junto a sus compañeros. Ese era el escenario.
Una de las primeras veces que oí hablar de feminismo fue porque en la televisión –creo que en Estudio Abierto, de José María Iñigo- apareció la escritora y política feminista Lidia Falcón. Al día siguiente, había indignación en eso que antes del advenimiento de foros y redes sociales se llamaba opinión pública. Si una mujer reivindicaba la igualdad sin paños calientes corría el riesgo de ser tratada como una majadera. Daba igual que, como en el caso de Falcón, hubiese estado presa (también, tal como se supo después, fue brutalmente torturada) por sus ideas políticas. Mentar el feminismo en un plató televisivo era como una especie de excentricidad, casi como convertirse en una atracción de feria.
A pesar de que siempre somos los hombres quienes, en casi todos los campos, aparecemos en primer plano, cuando llegó el momento de elegir a quién admiras, también elegí admirar a ciertas mujeres. Salvo Jim Morrison, el resto de mis ídolos eran difíciles de clasificar según los cánones que definían al macho tradicional. Vamos, que a ninguno de ellos lo habrían llamado para jugar en el equipo de fútbol. Lou Reed, Andy Warhol, Johnny Rotten, Richard Hell, Mick Jagger, Joey Ramone. Algunos de ellos estaban, además, conectados a figuras femeninas dueñas una fuerza inusitada. Reed había estado en un grupo en el que la batería la tocaba una señora, Maureen Tucker, y también trabajó con Nico, una mujer tan bella como enigmática que se regía por sus propias leyes. Hell pertenecía a la generación del underground neoyorquino, la quinta del CBGB, capitaneada por mujeres excepcionales como Patti Smith y Debbie Harry. Y Rotten venía del punk británico, un ámbito que, al igual que en el neoyorquino, la mujer tenía un protagonismo hasta entonces nunca visto en la cultura pop.
“La música es también algo muy visual y llega a la gente más allá de lo que se escucha”, me explicó Joan Wasser, alias Joan As Policewoman en una entrevista reciente. “No solo vemos a una mujer diciendo algo, también la vemos diciéndolo. La parte visual es realmente una herramienta muy poderosa para propagar ideas, una que tanto Patti Smith como Björk han utilizado”. Crecer escuchando y viendo a Siouxsie, The Slits, a Poly Styrene con sus brackets de adolescente al frente de X-Ray Spex; viendo a Tina Weymouth tocar el bajo en Talking Heads; pasmado ante el porte de Poison Ivy, de The Cramps, o la colorista desfachatez de las mujeres de The B-52’s significa –salvo que seas un poco alcornoque- que has estado aprendiendo acerca del feminismo mucho antes de ser consciente de ello.
Si te quedaste imantado por la portada de Horses o por la de London Calling, de The Clash, cuya emblemática foto es obra de Pennie Smith, estabas aprendiendo sobre la importancia de las mujeres en la música pop. Un valor que va más allá de los cánones estéticos impuestos por los hombres. Siouxsie decía que cuando se vestía y se maquillaba no quería resultar atractiva sino todo lo contrario, quería espantar. Kate Pierson y Cindy Wilson gustaban mucho por sus pintas y por su manera de cantar. Un estilo gutural que sorprendía a más de uno cuando revelaba que su inspiración provenía de la injustamente denostada y aborrecida Yoko Ono. Fue una corriente de talento apareció para discurrir con libertad, para seguir esparciéndose por la música y las artes que con ella colindan. Fue reivindicado en los noventa por una nueva generación, la de las riot grrrls, mientras Kurt Cobain lucía vestidos de mujer en el escenario. Pasaron los años, cambiaron las modas, la electrónica volvió a sus raíces analógicas y con ello, Chicks On Speed y Peaches. Y ya en el nuevo siglo en el que todo aparece mezclado, Beth Ditto, Karen O, Alison Mosshart…
El punk fue un movimiento en el que la igualdad dejó huella a pesar del machismo imperante y de que los prejuicios sexistas no iban a desaparecer por arte de birlibirloque de un día para otro solo porque unas cuantas jovencitas usaran indumentarias amenazadoras o se atrevieran a tocar la guitarra o el bajo. En mi caso sirvió para acostumbrarme a que en mis grupos favoritos hubiese mujeres, y a que mis grupos favoritos también fueran de mujeres. En ese periodo que para mí va de 1977 a 1981, casi todo esto era una cuestión minoritaria para los españoles adultos. Pero para los adolescentes que escrutábamos el horizonte que nos ofrecía la música, supuso aprender de una manera natural a aceptar que el mundo no era como nos habían contado. Que Lydia Lunch podía ser poderosa cuando gritaba y hacía ruido con su guitarra. Que Alaska y Ana Curra podían desafiar las normas caminando vestidas como querían por las calles de Madrid en 1980. Que Debbie Harry podía ejercitar su condición de sex symbol por voluntad propia, no porque se lo hubiese impuesto ningún hombre. No era la solución a nada pero, para mí fue el principio de algo. Hoy intento escribir y hablar de ello desde las tribunas que mi trabajo me ofrece. Creo que fue un momento importante, y también creo que es muy importante que los hombres abordemos estos temas.
Los tiempos han cambiado, pero no lo suficiente. Mientras las mujeres del mundo no sean iguales a los hombres profesional y socialmente, mientras sigan muriendo mujeres a manos de hombres solo por el hecho de ser mujeres, el hecho de que hemos avanzado como seres humanos no será más que una simple ilusión.
“Las mujeres somos siempre elementos anarquistas que se revuelven contra los convencionalismos sociales masculinos, así que por lógica el punk es algo nuestro”, me dijo Kim Gordon durante una entrevista que realicé hace un par de años con motivo de su libro, La chica del grupo. Es una de las muchas voces femeninas con las que he tenido el privilegio de hablar durante los últimos cinco años. Conversaciones alrededor de discos y carreras cuya importancia ya nadie discute y cuyo valor nadie nunca hay que dejar de proclamar. Neneh Cherry, Jennifer Herrema, St Vincent, Warpaint, Lonelady, Rickie Lee Jones, Meshell N’degeocello, La Roux, Eleanor Friedberger, Cristina Martínez, Karen Elson. Y por supuesto, Ana Curra, Hinds, Anni B. Sweet Roberta Marrero, Alicia San Juan, Alaska, Hits With Tits, Carolina Otero, Isa y María Terrible, y las Fotolateras, que hacen rock & roll con sus cámaras fotográficas de latón.