VALÈNCIA. Cuando Villeneuve hizo descender de los cielos a los alienígenas pulpoides de la película La llegada, inspirada en la historia original del escritor Ted Chiang, sumó un nuevo hito en el camino de un imaginario que desespectaculariza al ser humano, y por ello, dibuja un paisaje cósmico sobrecogedor que de tan realista que es, parece pura fantasía. Ahora que se diría que se acerca (relativamente) el momento en que descubriremos que no estamos solos en el universo —cómo se reirán los herederos futuros del ser humano recordando que sus ancestros un día, sin haber visto nada del universo, creyeron que serían sus únicos pobladores—, los relatos del primer contacto cobran especial interés, pero no todos, no desde luego los que implican acontecimientos en los que nuestra titubeante especie tiene mucho que decir, sino aquellos que nos ponen en nuestro sitio, que señalan lo profundo que es el océano de lo que no sabemos que desconocemos. Lo cierto es que un primer contacto, si se produjese jugando en casa, podría sencillamente no tener nada que ver con lo que siempre hemos imaginado: del animismo hasta ahora el trayecto ha sido corto, e igual que hemos atribuido características humanas o una esencial vital a lo inanimado, tendemos a humanizar las motivaciones de unos seres, que en caso de existir y llegar hasta nosotros, podrían no solo no comprendernos, sino ignorarnos, o directamente no percibirnos. Sucede en la película Mothman: La última profecía una conversación que ilustra este momento: ante las insistentes preguntas del reportero John Klein [Richard Gere], ávido de respuestas sobre los hombres polilla, acerca de por qué unas criaturas tan poderosas y avanzadas no se ponen en contacto con nosotros, el atormentado experto en el asunto Alexander Leek responde de forma magistral que él, Klein-Gere, es un ser mucho más inteligente que una cucaracha, pero que si ha intentado alguna vez explicárselo.
Claro. Parece evidente, pero es una bofetada de realidad. Una lección que han trabajado en sus novelas autores de ciencia ficción tan brillantes como Stanisław Lem —en el caso del polaco además era uno de sus temas favoritos—, o los hermanos Arkadi y Borís Strugatski, en Mil millones de años hasta el fin del mundo, del que ya hablamos por aquí, o en esta ocasión, en Stalker. Pícnic extraterrestre (Gigamesh,traducción de Raquel Marqués), un libro accidentado, tal y como explican ellos mismos al final de esta edición, que cobró fama mundial en gran medida apoyado por la adaptación al cine que de él realizó Tarkovski. En la historia de los hermanos rusos —la película modifica algunos aspectos de esta—, la Tierra ha recibido la visita, o eso creemos, de unas inteligencias desconocidas. El evento, conocido como la Visitación, tiene lugar en seis áreas del planeta como seis disparos realizados al mismo sitio sobre una esfera que gira: en adelante esos lugares de impacto pasarán a ser conocidas como Zonas, enclaves alienígenas durante un tiempo y a su paso, una vez desaparecidos estos, minas de todo tipo de objetos y fenómenos prodigiosos que escapan a nuestro entendimiento, pero que somos capaces de usar a veces en beneficio propio, siempre con la sensación de estar, como afirma uno de los personajes, clavando clavos a golpe de microscopio. La ciudad de Harmont es uno de estos puntos de contacto, y en ella, la investigación oficial de todo lo dejado atrás por los visitantes convive con el sufrido y peligroso oficio de los stalkers, escurridizos cazatesoros que se ganan la vida sacando de la Zona estos objetos desconcertantes, que posteriormente venden al mejor postor si consiguen salir de ella con vida, y no son aplastados por los incrementos repentinos de la gravedad de los claros de mosquitos, incinerados por tormentas de calor, fundidos por la gelatina de bruja, o convertidos en un muñeco de trapo retorcido al caer en las garras de la trampa invisible a la que llaman picadora de carne.
Todo lo que acontece en las Zonas es un enigma, aunque su explicación podría ser de lo más banal desde la perspectiva de sus artífices: quizás todos esos objetos y fenómenos no sean más que residuos, basura producto del pícnic de unos domingueros extraterrestres que no han considerado ni por un instante el comunicarse con nosotros como una posibilidad, de la misma manera que nosotros no trataríamos de hablar con unas vacas de otro planeta si parásemos a repostar en él rumbo a cualquier otra parte. El planteamiento de los Strugatski es devastador para la autoestima humana: la corroboración de que no estamos solos en el universo se produciría así, con una absoluta indiferencia hacia la tribu del Homo sapiens, animalillos asustadizos que presenciaríamos el espectáculo con temor, para salir a continuación a recoger las sobras con maneras simiescas, tratando de desentrañar los maravillosos secretos de lo que podría ser una colilla o un envoltorio de snack producido en serie más allá de las estrellas. Y después, la nada. Hasta nunca, quién sabe si para siempre. Lo cierto es que en el universo debe estar pasando de todo, pero no tenemos por qué ser capaces de verlo, ya sea por culpa de las vastísimas distancias espacio-temporales, nuestra limitada tecnología, o por otro tipo de cuestiones y dimensiones ajenas a nuestra percepción e imaginación. Stalker. Pícnic extraterrestre, aborda estas ideas desde el pellejo de un grupo de bribones que representan las pasiones humanas con cárnica exactitud: el afán de medrar, el instinto de supervivencia y el coraje suicida del explorador, la codicia, la depravación, el deterioro, el poco respecto a las más que previsibles consecuencias de los actos, el cortoplacismo, la impotencia ante el espectáculo de lo que no entendemos pero condiciona nuestras vidas mientras nosotros tratamos de vivirlas buscando las palabras, decidiendo lo que un día diremos, para que llegado el momento, aterrorizados ante la posibilidad de que todo sea un gran equívoco, no las encontremos, y recurramos a las de otros, corriendo sin freno hacia el desenlace final.