Danny Boyle y Aaron Sorkin estrenan película, Alex Gibney desmonta el mito en su documental ‘Steve Jobs, the man in the machine’; así está retratando el cine al empresario
VALENCIA. Dice Michael Fassbender que Steve Jobs (1955- 2011) es “como Henry Ford por mil”. La afirmación es exagerada, como todo lo que envuelve a las valoraciones en torno al creador de Apple y lleva a error. Minimiza los logros de Ford, un inventor prolífico, y maximiza los logros de Jobs, un empresario clave sin duda en la industria informática y en la sociedad de la información, pero también alguien que debe mucho de sus éxitos a méritos ajenos y al hábil uso que hizo del talento de sus compañeros, amigos y empleados.
Fassbender es el protagonista de la nueva película de Danny Boyle, titulada simplemente Steve Jobs. El actor encarna al fundador de Apple y puede que haya sido su inmersión en el personaje la que le ha hecho sobrevalorarlo tanto. El largometraje, que se estrena este viernes, intenta explicar quién era realmente Jobs a través de tres episodios de su vida, el lanzamiento de tres productos: el Macintosh en 1984, el NeXT computer en 1988 y el iMac en 1998. Desde bambalinas, se recrea mediante flashbacks diferentes aspectos de su tortuoso devenir, así como sus relaciones con sus amigos y, en especial, con Steve Wozniak encarnado por Seth Rogen, su hija, y algunos de sus colaboradores más directos, como Joanna Hoffman, Andy Hertzfeld o John Sculley.
Separar el grano de la paja y ofrecer un dibujo veraz sobre Jobs es complejo. Ya le sucedió a Walter Isaacson, autor de la biografía de referencia sobre el creador de Apple, Steve Jobs (Debate, 2011), y que se ha tomado como base para esta película. En su caso el periodista y escritor optó por la acumulación y con un estilo cronológicamente lineal ofreció un exhaustivo paseo por todos los hechos de la vida de Jobs sin omitir ninguna de sus sombras (ya desde el principio Isaacson le describe como un interesado).
El trabajo tenía más valor como volumen enciclopédico que como retrato humano. Aunque algunos episodios son apasionantes, la verdadera personalidad de Jobs se escapaba en muchas ocasiones de entre sus páginas como agua entre los dedos. Por una vez, y sin que sirva de precedente, más fue menos.
A diferencia del libro, que aspiraba a fijar con la exactitud de una fotografía, la película de Danny Boyle Steve Jobs pretende ser una pintura, en palabras de su guionista, Aaron Sorkin, verdadero artífice intelectual del film. En este sentido, algunos críticos han destacado que el largometraje tiene la virtud de ser una película que funciona al margen de sus circunstancias; el mismo argumento con el dueño de otra empresa funcionaría igualmente. No hace falta ser un devoto de Jobs para verla. Es entretenida per se.
Sorkin conoció fugazmente a Jobs. Colaboró con él en la redacción de su celebrado discurso en Stanford y fue tentado por Jobs para escribir una película para Pixar. Sorkin tenía una imagen muy positiva de Jobs, según ha reconocido, y fue su trabajo en la película y el hablar con las personas que le trataron, el que le hizo cambiar de opinión. Los mitos dejan de serlo cuando se les conoce de verdad.
En especial, como padre, a Sorkin le afectó la distante relación que mantuvo Jobs con su hija Lisa Brennan, un elemento esencial en su guión. Gran parte del drama de la película reside en las reacciones de Jobs ante su hija, interpretada por tres actrices diferentes según las edades del momento (cinco, nueve y 19 años). Es una de las grandes aportaciones de la película Steve Jobs, ya que nadie hasta ahora había tenido la oportunidad de hablar con Lisa Brennan, mientras que Sorkin sí. Esta ventaja le permitió acceder al hueso del drama, al talón de Aquiles del atormentado héroe.
El libreto de Sorkin pone también especial atención en el atractivo personaje de la ejecutiva de marketing Joanna Hoffman, tantas veces soslayado y que aquí encarna una pasional Kate Winslet. Joanna, hija del cineasta nominado a un Oscar Jerzy Hoffman, se convierte en la voz de la conciencia de Jobs, hace las funciones de alter ego de Sorkin y contribuye tener un conocimiento más carnal del visionario. Su personaje dota de sentido al de un Jobs que encarna un Fassbender en estado de gracia, en una actuación que ha suscitado numerosos elogios y cuyo trabajo suena como fijo en los premios cinematográficos del año, incluido el Óscar. Algo que a Jobs le habría encantado.
Talentoso, único, orgulloso, atormentado, insoportable, el Jobs auténtico se perfila nítido o al menos verosímil en este ensayo en tres actos que no aspira a reproducir la vida real, como han insistido su director y su guionista, sino a entenderla. El británico Danny Boyle ha creado un artificio de cierto aire teatral que ayudará a fijar en la memoria el recuerdo de este loco neurótico, que aceleró la revolución de la sociedad contemporánea al facilitar el acceso a herramientas únicas a todo el mundo, y que fue la inspiración para sus competidores. Pero que, como cualquier persona, estaba lleno de miserias y pecados. Ninguno de ellos le minimiza; sólo le humaniza.
Con ser sugerente la peripecia de Jobs y comercial su discurso de rebeldía domesticada, hasta ahora sólo se habían realizado dos películas de ficción de cierta entidad sobre su vida. Las dos habían tenido resultados muy dispares. Primero fue el excelente telefilme Los piratas de Silicon Valley (1999) Martyn Burke, y después vino la rutinaria Jobs (2013).
Piratas… contribuyó a dar luz sobre los personajes que cambiaron la forma de relacionarnos con los ordenadores, centrándose en las dos parejas más relevantes: el citado Jobs y su par Steve Wozniak, y la formada por los no menos famosos Bill Gates y Paul Allen. Brillante, este hábil producto televisivo ya minimizaba esa especie de veneración a Jobs de las últimas décadas y lo hacía desde la irónica secuencia de apertura en la que se reproducía el rodaje del famoso y costoso anuncio del Mac de 1984. En ella Jobs suelta una larga perorata sobre lo que supondrá la aparición del nuevo ordenador. Con su megalómano concepto de la vida, dice: “Estamos aquí para hacer una hendidura en el universo; estamos creando una conciencia nueva”. A lo que el pragmático Ridley Scottle responde: “Ya, pero en este momento me preocupa un poco más que la actriz tenga la luz que necesita”.
Con acidez y honestidad, Piratas… no tenía reparos en desmontar la admiración inquebrantable a Jobs al mostrar sin ambages su carácter despótico, con secuencias tan inolvidables como la de la entrevista de trabajo con el hombre tímido, o su egolatría, con episodios como el de la fiesta en la casa de la playa y el lanzamiento de frisbees. Asimismo, ofrecía un divertido relato del ascenso de su némesis, Microsoft, y de las tres personalidades claves en la historia de la empresa: Bill Gates, Paul Allen y el patético Steve Ballmer, un Falstaff en potencia (cualquiera que hubiera visto esta película sabía que iba a ser un pésimo director de Microsoft).
Como historia Piratas… tenía la virtud de plantear el enfrentamiento entre Jobs y Gates con un carácter casi de drama shakespeariano, con Wozniak haciendo las veces de Horacio, con un Jobs convertido en Hamlet de sí mismo, orgulloso de que sus empleados trabajen 90 horas a la semana, y a Gates como un remedo de Ricardo III, arribista, ambicioso, decidido y ladino. El resultado era un producto muy recomendable aún hoy, con diálogos tan memorables como ese en el que Jobs le decía a Gates: “Somos mejores que vosotros”. A lo que Gates le respondía: “No lo entiendes, Steve; eso no importa”. Una auténtica lección de capitalismo.
Posteriormente llegó la vergonzosa Jobs (2013), dirigida por Joshua Michael Stern y protagonizada por un insulso Ashton Kutcher. Fallida, la cinta decepcionó por su carácter infantilmente hagiográfico, con ese final ridículo, indigno de la más miserable telenovela, reviviendo uno de los anuncios más famosos de Apple. Le faltaba entidad, personalidad, nervio narrativo, y llegaba en ocasiones a ridículos como la representación de Wozniak como poco menos que un cliché del nerd.
Fue tal el fracaso que en Universal no tuvieron reparos en recuperar la idea inicial de hacer un biopic a partir del guión de Sorkin. En Universal vieron negocio. Faltaba una buena película sobre Jobs. Así, el filme de Boyle llega como uno de los pesos pesados de la cartelera de Año Nuevo en los cines españoles. E interés por Jobs parece que hay, como demuestra el hecho de que esta película haya coincidido en el tiempo con el documental producido por la CNN Steve Jobs, the man in the machine, de Alex Gibney. Este documental, obra del autor de trabajos tan apreciables como La mentira de Lance Armstrong, no ha tenido distribución en España pese a su calidad, pero merece ser reseñado.
Tanto el documental como la ficción analizan de manera crítica a Jobs sin negar nunca su talento, si bien Gibney lo hace yendo directo al corazón, con una mayor acidez y dureza que el trabajo firmado por el dueto Boyle-Sorkin. Así, Gibney abre su trabajo con un recordatorio a la ola de tristeza que invadió a los devotos de Jobs por todo el mundo para, sin solución de continuidad, calificarle de tramposo y cruel tras las cámaras.
Gibney logra ofrecer trazos firmes sobre la figura de Jobs. Y lo hace abarcando todos los aspectos posibles: desde sus inicios hasta su regreso a Apple, sin obviar su enfermiza relación con su hija Lisa, a la que no reconoció pero dio nombre a uno de sus primeros productos, o su trauma por ser hijo adoptado. La compleja mente del visionario que reinventó el walkman con el hoy casi extinguido iPod,o que perfeccionó el teléfono inteligente con el iPhone (desde el 29 de junio de 2007 hasta enero de 2015 se habían vendido más de 650 millones de iPhones), queda al descubierto con sus contradicciones, su dureza, su mesianismo…
Ganador de un Óscar por Taxi al lado oscuro, Gibney realza hechos conocidos como que el origen de Apple le debe muchísimo a Wozniak, el único personaje de Silicon Valley que ha salido siempre bien parado, filme quien filme la película, escriba quien escriba el libro. Igualmente, plasma muy bien la presión insoportable que imponía Jobs sobre sus empleados, como ese instante en el que el ingeniero Bob Belleville relata como perdió a su mujer y sus hijos por culpa del trabajo.
Steve Jobs, the man in the machine no elude ningún tema y recuerda aspectos ridículos de la personalidad de Jobs, como que se dedicó a tratarse con homeopatía su cáncer durante meses desoyendo a los médicos, o su cruel respuesta a los suicidios de empleados en China (la media americana de suicidios era más alta, decía). Igualmente pone en solfa la trascendencia de algunos de sus logros, así como los valores humanos de Jobs, codicioso, de quien se revelan comportamientos mafiosos, prácticas financieras de dudosas legalidad, sus artimañas para evitar pagar impuestos empleando Irlanda como paraíso fiscal, o el uso de trabajadores chinos en condiciones deplorables para manufacturar los bonitos y revolucionarios iPhone. ¿Eso era ‘pensar diferente’?.
Pero también evidencia la increíble personalidad del empresario, su honesta fe en ser vanguardia de un cambio y su carisma. Jobs se lo creía. Creía que así cambiaría las cosas. Y convencía a sus empleados de que podía hacerse cualquier cosa. El antes citado Belleville protagoniza uno de los momentos más emotivos cuando llora mientras lee el texto que escribió con motivo de la muerte de Jobs. “Uno tiene amigos, a pesar de que sean personas extrañas”, se justifica emocionado. “Los personajes míticos”, añade Belleville, “no son tan divertidos en el plano real… Pero son los únicos que podían hacerlo. Y nos cambiaron”. La pregunta es si realmente le valió la pena.
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