VALÈNCIA. Han pasado tres años desde que estallara de forma oficial el #MeToo. La ley del silencio que imperaba entre las víctimas por miedo a represalias se rompió y el escándalo sirvió para destapar los abusos de poder dentro de la industria cinematográfica y desatar toda una revolución feminista en todos los ámbitos del espectro social.
Esa ruptura del mutismo ha permitido que comiencen a florecer ficciones que reflexionan en torno a la violencia sexual que se encuentra instaurada dentro del sistema patriarcal. En ese sentido, The Assistant ha sido definida como la primera gran película que aborda de forma clara la cultura de violación que se mantenía encubierta en Hollywood a través de figuras totémicas como la de Harvey Weinstein, en cuyo caso se basa precisamente este impecable trabajo de Kitty Green.
La directora, que hasta el momento se había movido en el territorio del documental y que ya sentía especial afinidad por los temas de violencia ejercida sobre mujeres y niñas (véase Casting JonBenet) llevaba tiempo queriendo levantar un proyecto sobre casos de agresión y acoso sexual en las universidades de Estados Unidos cuando se desencadenó el caso Weinstein. Hasta ese momento, esas cuestiones habían sido tabú en el seno de la industria, pero se había levantado la veda, así que decidió abordar esa historia abandonando la no ficción para abrazar la narración convencional y proyectar a través de ella una perspectiva precisa, pero a la vez elegante (no se ve nada, todo se intuye) y contundente.
El enfoque de Kitty Green es, desde los primeros compases, de lo más riguroso desde el punto de vista estilístico y formal. The Assistant sigue durante un largo día los pasos de Jane (Julia Garner), una aspirante a productora que acaba de terminar la universidad y que ha conseguido un puesto en la oficina de un magnate dentro del sector.
La puesta en escena es tan meticulosa como el propio trabajo de Jane. Ella es la primera que llega al despacho cuando todavía no ha amanecido y la última que se va y apaga todas las luces. Prepara los horarios, los viajes, los suministros, organiza las facturas, hace fotocopias y se encarga de la agenda personal de ese hombre todopoderoso.
Nunca llegaremos a ver su jefe, ni siquiera escucharemos con claridad su voz, pero su influjo estará presente en cada uno de los fotogramas como una fuerza omnipresente, como si todo se encontrara invadido por su naturaleza malsana. La relación entre ambos se inscribe dentro de la más pura toxicidad y está basada en el servilismo y la ofensa. Jane intenta ser la mejor versión de sí misma, se esfuerza de veras para complacerle, pero cualquier motivo resulta suficiente para que su superior le obligue a humillarse para que quede claro quien es el que manda y a quién puede pisotear cuando quiera.
“No debería juzgar sus decisiones. Estoy muy agradecida por tener esta oportunidad, no le defraudaré nunca más”. Jane tiene que escribirle constantemente un mail de disculpa porque de forma enferma este señor infecto le hace creer que hace mal su trabajo para que se fustigue y él la perdone. Es una forma más de posesión. Jane le pertenece, ya no tiene vida, ni amigos, se olvida incluso de que es el cumpleaños de su padre. No sabe que ha entrado en una espiral muy peligrosa de autoengaño en la que está a punto de perder su identidad para entregarse a los designios de su tirano.
A la directora le interesaba trazar todo el ecosistema de esa oficina a través de los pequeños detalles, en especial de las dinámicas nocivas instaladas alrededor de Jane, una de las pocas mujeres que trabajan en el epicentro de la empresa. Día a día se tiene que enfrentar a un cúmulo de micromachismos con estoicidad. Pero a medida que pasan las horas, la verdad que no quería ver, comenzará a rebelarse frente a sus ojos y la incomodidad se volverá insoportable. Chicas sin experiencia que entran y salen del gran despacho, citas a horas intempestivas, llamadas de la esposa enfurecida, habitaciones de hotel reservadas, pendientes extraviados en la moqueta… Jane sabe que todo lo que está ocurriendo es monstruoso, pero a su alrededor el mensaje que recibe es: cállate si no quieres que te hundan la vida. Toda la plantilla ha internalizado este comportamiento delictivo hasta el punto de que ni siquiera se lo cuestionan para que no les salpique.
La cámara seguirá a Jane en sus quehaceres diarios, pero la mayor parte de las veces que entre en la oficina prohibida se quedará observándola desde fuera, de manera que el marco de la puerta encuadrará sus movimientos como si estuviera encajonada dentro de ese espacio que al fin y al cabo representa una sala de torturas.
El estilo de Green se asemeja al que utilizó Chantal Akerman en su mítica Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce 1080 Bruxelles; puede ser frío, distanciado, mecánico, pero por debajo se aprecian un sinfín de convulsiones internas, de cuestionamientos, de confusión, de vacío, asco y miedo. También de doble moral o de la ausencia total de ella, como se demuestra en una de las escenas culmen de la cinta, en la que Jane se anima a denunciar lo que sabe al jefe de recursos humanos (interpretado por Matthew Macfadyen) y sale con la sensación de que ha vendido su alma al diablo.
Julia Garner sabe cómo expresar cada matiz con el mínimo gesto, su incertidumbre, su rabia, su desamparo… en un universo totalmente hostil y dañino. Su dilema: ¿Mirar hacia otro lado o meterse en el ojo del huracán y hacer lo correcto? Esa es la cuestión. Y sigue siéndolo.