La artista valenciana Rosa Torres hace un repaso a su vida y su carrera a través de La construcció d’un llenguatge, un ensayo biográfico en el que cuenta su historia a través de la voz de Francesc Miralles, amigo y biógrafo, quien se introduce en sus paisajes mentales para contar la historia de “la artista que no quería ser artista”, la misma que creó su lenguaje y paisaje propio trazo a trazo
VALÈNCIA. Año 2008, la paisajista valenciana Rosa Torres descubre que en el hall de una clínica depilatoria se exponen algunas de sus obras (o eso parece), por supuesto sin su consentimiento. Tras varios paseos de sus galeristas y amigos descubre que se trata de un plagio, y que cientos de ellos se encontraban a lo largo y ancho de todo el país. Esta odisea judicial por la autoría tuvo un punto y final en 2020, cuando la artista pudo destrozar hasta 300 obras plagiadas tras 12 años de lucha, pero la lucha sigue aquí. Las páginas de La construcció d’un llenguatge -editado magistralmente por la Institució Alfons el Magnànim- introducen la historia vital de la artista con este acontecimiento: el plagio que le costó sudor, lágrimas y vida.
En el final de este capítulo de su vida Torres comparte una frase que le quedó clavada de su galerista, Eugenia Niño: “Me dijo que podía sentirme orgullosa, que solo se falsifican artistas de primera fila”, comenta entre las páginas de la biografía, “pero yo sentía que me habían robado lo más preciado para mi, mi trabajo y mi creación”, termina el párrafo. La importancia de que esta historia abra La construcció d’un llenguatge es clave, desde aquí se construirá el motivo que enlaza tan emocionalmente a Torres con su obra, y que de la misma manera le ha hecho querer contar toda su historia.
La valenciana cita a Culturplaza en su taller, en el corazón de Benimaclet. Antes de acceder al taller hay que pasar por un jardín, que bien pudiera vivir en cualquiera de sus cuadros. Dentro del taller se encuentra su amigo y biógrafo Francesc Miralles, quien apunta varios detalles durante la conversación que resultan clave para conocer la vida de la artista. Libreta y grabadora en mano comienza un paseo por sus trazos, desde su motivación para comenzar a pintar hasta sus inquietudes actuales, pasando por el trauma del plagio y por su anecdotario con grupos como el Equipo Crónica.
El libro, apunta Miralles, está hecho de una manera que busca no aburrir con tecnicismos. Para ello se sirve de un recurso en el que la pintora añade comentarios a lo largo de cada “capítulo”. Para ello, si bien se avanza de forma cronológica, también se destacan voluntariamente los eventos que marcaron la vida de Torres. Miralles cuenta que lo que le rodea es lo que le hizo dedicarse a la pintura, tanto la fijación de su padre como la coincidencia con grupos como el de Equipo Crónica, que en cierta manera le obligaron a encauzarse a eso: “Seguí pintando gracias a ellos, a mi me gustaban muchas cosas y no me decidía”, confiesa la artista, en el libro añade que su colaboración con el equipo fue la que le permitió tomar consciencia de que lo que quería era dedicarse a la pintura. A partir de este fragmento de la historia se asciende a comprender a Torres como artista, que busca su propia voz en el mundo.
Miralles contempla que para introducir esto en el relato cabe hablar de la pintura que le hace florecer, y por ello se dedica un capítulo entero De rinocerontes y de confrontaciones, en el que se contempla como se centra en la geometría y la búsqueda de su propio estilo para componer los primeros paisajes: “Empecé a inspirarme en la naturaleza porque siempre me ha gustado muchísimo, yo crecí en un pueblo del norte en el que todo estaba verde y lleno de árboles. En Bellas Artes acabé harta de la figura humana y por ello decidí cederme más a formas como los árboles o los paisajes”, comenta la que compone su propio espacio. Miralles en este punto de la conversación añade que lo que hace Torres es crear todo desde su imaginario, “creando su propio zoo, su espacio y consiguiendo pintar cosas que jamás había visto, y que a su vez es lo mismo que cautiva”.
Varios momentos de la entrevista y detalles del taller (Fotos: DANIEL GARCÍA-SALA)
Tras crear su propio “zoo de hipopótamos, rinocerontes y felinos que se confunden con la hierba de su entorno” da el salto, a lo que Miralles describe como “la creación de espacios tan conceptuales que los árboles conforman palabras”. El acierto de edición y formato de Alfons el Magnànim resulta en el gran tamaño del libro y la calidad de páginas a todo color, que permiten abrir en panorámico la historia de la valenciana, mostrando sus obras, sus bocetos y sus bosques fundidos dentro del papel para que el lector comprenda la potencia de su avance, su técnica y su historia.
De la misma manera que cautiva ahora al lector cautivaba en su momento al público. La beca Fulbright le permite desplazarse a Nueva York en 1976, justo tras su participación en la Bienal de Venecia. Tal vez este capítulo resulta uno de los más reveladores de Torres como artista, quien cuenta que su llegada allí fue una especie de “trauma”: “Había una fiesta judía cuando llegamos, y los cuadros no llegaban a tiempo para la inauguración”, comenta en tono divertido, “lo único que me salvó allí es que José Guerrero me invitaba casi siempre a chocolate. La ciudad era estupenda, los museos y las colecciones igual, pero no podía soportar estar allí”, confiesa.
En el libro añade que hacer exposiciones en lugares como Nueva York no le suponía nada, y que muchas veces depende de lo que se pretenda “como persona y como artista”, a pesar de que todo es currículum los hechos más destacados de su vida se crean sin salir de su estudio. Miralles recuerda divertido que Torres no quería quedarse en Nueva York a causa de las cucarachas, el capítulo navega por una serie de descripciones divertidas sobre cómo estos enormes insectos marrones hacen que la galerista huya -con unos 30 años- de lo que pudiera parecer la cúspide de su carrera artística. Ello se debe a que buscaba la independencia y comodidad ante todo, su forma de buen hacer desde un espacio en el que se sintiera que formaba parte del todo.
Añade Miralles que su forma de ver el mundo pudiera tal vez no comprenderse desde un grupo, y que es una persona cuya descripción es cambiante en todo momento: “Rosa Torres crea su propio imaginario, su propio bosque, que si nunca hubiera existido el paisaje lo hubiera creado. Ella crea un paisaje que es su paisaje, y es la que crea un lenguaje distinto”. ¿Y por qué la obsesión con el paisaje? Para Torres es un paseo mental, en el que todo tiene sentido, lo explica señalando algunas de las obras de su taller: “Pictóricamente los elementos se repiten, y tienen su sentido. El rojo y los cálidos se equilibran, el azul es el agua del Albufera”, comenta mientras señala sus obras, “se trata de composiciones en las que los colores se compensan, y que tienen su propia estructura”.
Con Miralles y Torres en una misma mesa se juntan dos artes: la de contar una historia de forma atractiva y la de dibujar la estructura mental de la misma manera que se escribe. Ahora mismo cuenta Torres que está trabajando en una serie sobre viveros, mientras se adentra a su vez en su propio bosque en el que crea y genera su propio espacio. “No se es un paisajista mejor o peor”, añade Miralles, “es que cada vez crea un paisaje distinto, todo ello de algo que no existe”. Esta capacidad de crear un universo propio es la misma que hace que su contenido se quiera imitar, tal y como se comentaba al principio de la obra y a su vez de la pieza.
El libro termina de forma circular rescatando el final del juicio y la recuperación de vuelta de los paisajes de la valenciana, describiendo como es el destroce de las obras plagiadas: “No fue como yo hubiera querido, me imaginaba una hoguera en la que trescientas personas en fila fueran tirando rítmicamente las obras”, rezan las últimas páginas del libro. Torres comenta que el sentimiento sigue de alguna manera sobre la mesa, y añade un detalle que muestra el odio más allá de la simple destrucción de las obras: “Las uso como alfombra, como mantel y para apoyar algunas de mis obras”, señala orgullosa, “es lo que merecen, y es la manera en las que son útiles de alguna manera”. Separo la libreta y veo que toda la entrevista se ha hecho sobre una obra plagiada, mientras nuestro fotógrafo Daniel García-Sala descubre cómo las obras de la artista se apoyan sobre telas "mal pintadas". Una nueva estructura circular en la que Torres sale victoriosa, y donde el taller es siempre el campo de batalla.
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