La cineasta francesa que llegó al marítimo hace tres años para retratar, casi involuntariamente, un cambio entre eras
VALENCIA. Fréderique Pressmann nació en 1966 en París. Por un cúmulo de casualidades ahora estamos sentados sobre una mesa de madera en Ca la Mar, una taberna que tiene un imagen de un calamar gigante en su fachada. El Cabanyal es un barrio cuyos tentáculos, a veces, parecen inevitables. Ella tiene una cara muy clara y limpia. Al principio parece infranqueable, después acabará asimilada a los feligreses de la tasca. Es sosegada, un acento marcado, gesticula como abrazando. Es cineasta.
Pressmann ha trabajado durante años para el canal francés ARTE Radio, llegó a hacer una serie de episodios relatando cómo se sacaba el carnet de conducir (“en Francia es muy complicado”). Le gustan los documentales de radio, un género que atrapa porque -parafrasea a Orson Welles- “en la radio la pantalla es más grande que en el cine”. Sin embargo crea películas, después de años como periodista de prensa en el Nueva York ochentero.
Su primer documental se llama Un circo en Nueva York. Lo estrenó en 2002 y es el retrato de un circo capitaneado por una mujer barbuda con el que explica un barrio, una era. El segundo, El mundo en un jardín, un año contando el barrio popular de Belville a través de un jardín emblemático. El tercero se llamará En suspenso y su protagonista será el Cabanyal en un momento visagra.
Escenas. En el jardín del parisino Belville ella se encuentra con un español que tras vivir 20 años en Francia ha vuelto a Valencia. Esta vez está de visita en París y pretende enseñarle a su familia el barrio de su infancia, pero ya nada allí es como entonces. ¿Dónde está mi barrio? Fréderique Pressmann traba una buena amistad con él. Él le invita a visitar Valencia. Ella acepta. En 2012 se queda cinco días en Alfafar. “No me dejaban sola ni un segundo porque tenían miedo que me pasara algo, pero en el penúltimo día conseguí que me dejaran libre”, bromea.
Escenas. Desde Alfafar ha cogido dos buses, con escala en la Plaza del Ayuntamiento de Valencia. Pretende visitar el Cabanyal por un motivo tan aleatorio como que hace tiempo, en una publicación de viajes entre una pila de revistas, había leído algún tópico amontonado sobre el barrio marinero. Llega, come y mira. En un momento de su travesía solitaria se sienta en un banco frente a una iglesia. Y se pone a llorar. ¿Por qué? “No lo sé, solo sentía que yo no podía no volver aquí”. Dos días después regresa a París, pero acabará volviendo al Cabanyal con dos objetivos: primero, solo vivirlo; segundo, grabar, grabarlo todo. Acababa de empezar una película. El testimonio de un lugar amenazado hasta las entrañas por el cambio y que, entre tanto, dice Pressmann, parece vivir “en un paréntesis, parado en el tiempo”.
En este bar todos la conocen bien, se saludan y se sonríen. Desde el verano de 2012 una anónima que no sabía nada de Valencia, sin ningún precedente local, se plantó aquí para conquistar complicidades de los hombres y mujeres que habían de ser el material con el que construir su cinta.
Escenas. Fréderique Pressmann está rodando. En ocasiones lo hace con Super-8 para deslizar esa misma confusión en el tiempo que ella siente. Ha ido al despuntar la mañana a los solares circundando el Clot, los bloques de hormigón que miran al mar. Algunos vecinos han quedado a limpiar los descampados para darles algún uso mejor. Comienzan a quitar tierra y, como arqueólogos fortuitos, se encuentran una hilera de adoquines. Es una calle. Estaba enterrada. Poco a poco decenas de habitantes, ante el aviso, acuden. Por primera vez en casi cuatro décadas una calle volvía a existir. Los vecinos se pusieron a reconstruirla mentalmente. Pressmann lo graba todo, testigo directo.
Escenas. El abuelo de la cabanyalera Mónica construyó una finca de tres pisos donde había vivido toda su familia. Su tía se fue una semana de vacaciones. Cuando volvió no podía entrar. “Estaba okupada”. Jamás pudo regresar su casa. Aprovechando el ‘periodo de transformación’ Mónica intenta darle vida a la finca familiar, aunque acaban resistiendo. Pressmann lo va grabando todo. También como acceden a la vivienda después de la ocupación, tal que tras un vendaval. Al abrir el armario la ropa de la tía está intacta, en otro tiempo, en suspenso.
El próximo enero se marcha del Cabanyal. Vuelve a París. Su película, destinada a brotar entre cines, está casi acabada.
Será un retrato de la armonía. “Un barrio de autoconstrucción donde todas las casas son distintas, no hay ninguna igual, pero existe una armonía entre todas”.
Será un retrato del peligro de los nuevos colmillos. “Por ejemplo ahora está viniendo mucha gente de Francia, con dinero… El peligro de la gentrificación. La gente con menos recursos se tiene que marchar. La fuerza gana, fulmina la cultura popular. Siempre ocurre en todos los sitios históricos y aquí hay gente humilde viviendo en un conjunto histórico”, dice ella.
Será un retrato de las grietas. “Entre quienes se unían ante las amenazas una vez acaban despiertan las diferencias. Hay tensión, hay intereses distintos…”.
Será un retrato, dice Pressmann, de historias universales: “Mucha gente quiere que el Cabanyal vuelva a como era antes, pero no deben olvidar a las nuevas comunidades que están en el barrio y a las que hay que darles una vida mejor”.
En lo últimos tres años una testigo directo algo insólita ha vivido entre nosotros. Su etapa aquí ha acabado. En la barra de la taberna en cuya fachada un calamar Fréderique Pressmann se despide por hoy de los visitantes habituales. Una vecina en un lugar en el que bajo la arena se siguen descubriendo adoquines de calles por recorrer.