Hoy es 3 de octubre
Una noche de fin de semana de Fallas entre los escenarios al aire libre de dos comisiones falleras de Valencia
VALÈNCIA. “A juzgar por el conocimiento expuesto por los teólogos, podemos concluir que Dios creó a la mayoría de los hombres simplemente para abarrotar el infierno”. No es misantropía refinada, es una noche en una habitación entre dos fallas. La cita es del Marqués de Sade, que de infiernos vivientes sabía bastante. Y eso que él vivía en el Château de Lacoste, lejos de casales falleros, carpas, equipos de sonido de dudosa calidad en medio de la calle y escenarios levantados en los rincones más insospechados la geografía urbana de la ciudad; si puede haber un casal fallero enfrente de otro, como en Erudito Orellana -esa calle donde hay una sala de conciertos magnífica que sí ha recibido denuncias vecinales supuestamente por perturbar el descanso de los vecinos-, todo es posible.
Vivir en Valencia -o resistir en Valencia, más bien- en tiempos de Fallas es un reto que muchos encaran más por imperativo superviviente que por valentía o espíritu de resistencia. No-se-pueden-ir. No pueden escapar de ellas como no puedes hacerlo de la sorpresa de una sesión de fotos de boda en la sobremesa. Y los falleros son muy expansivos, reconozcámoslo: se ubican en los semáforos para preguntarte si quieres financiarles su fiesta a cambio de una banderita; banderitas para unos, abortos musicales para otros, que dirían en Los Simpson. Se habla mucho de lo complicado que resulta desplazarse por Valencia cuando muchas de sus calles están cortadas para levantar una falla, una carpa o colocar estratégicamente 25 paellas, pero no se habla tanto del envite acústico que suponen las Fallas.
No es que la idea de salir a la calle -o invadirla, según a quien le preguntes- sea, en sí, perniciosa desde su concepción. Que igual sí, no lo descartemos. El problema radica en que todos quieran salir al mismo tiempo. Eso, en el caso de las verbenas y discomóviles, multiplica exponencialmente el drama hasta convertirlo en una masa amorfa de sonidos que, en este caso, además de perturbar el descanso de quien se encuentra cerca, termina por provocar desconcierto y frustración sostenidos principalmente en la imposibilidad de interpretar el código. Vivir entre dos fallas que programan sus sesiones nocturnas de música a la vez y a una distancia una de otra de menos de 300 metros en línea recta es algo bastante cercano al infierno del que hablaba el Marqués de Sade.
Todo empieza un sábado cualquiera con unas paellas en una calle de Valencia. Por la noche. Sí, una paella por la noche. Al desafío gastronómico y ambiental ya se le empieza a sumar el acústico. Mientras pequeñas columnas de humo suben hasta el cielo o hasta las dependencias de los edificios más cercanos, es importante amortizar el alquiler del equipo de sonido aunque apenas sean las nueve de la noche. Ni que sea con los clásicos verbeneros: Raphael, Alaska o, para los paladares más exquisitos, Abba. Por extraño que parezca, a partir de ese momento todo sólo puede ir a peor. Todo suele ir a peor.
Cuando se recogen las paellas y el escenario -una tarima con una mesa y un equipo de sonido- se convierte en el centro de la noche todo se recrudece inevitablemente. No hay espacio para sutilezas; los gintonics y el ron cola no pegan con Raphael. La noche exige lo que la noche exige y esto, en Fallas, significa un celebrado retroceso a los 90 hasta reencontrarse con los orígenes de las alpha (no las bombers de hoy que se puedan ver en Russafa), Will Smith en Independence Day y las sesiones de Pont Aeri. Para esto último aún nos queda: la noche acaba de empezar.
La travesía entre Raphael o ABBA y Pont Aeri requiere de una especial sensibilidad que sólo un dj acostumbrado a poner la música en Fallas es capaz de sentir. El que pone la música en Fallas no se hace, se nace. Por eso lo del dance; por eso a partir de las 23 horas, de esa tarima empiezan a emerger, en riguroso orden de aparición ‘Scatman’ y la eterna ‘The Rhythm Of The Night’ de los italianos Corona, para empezar a subir la intensidad del eurodance con remezas de canciones que no necesariamente lo eran en su origen: especialmente dolosa es la adaptación tecno de ‘It’s Raining Men’ o la más habitual del éxito canadiense ‘My Radio’ de la modelo y cantante polaca JK en los 90.
A partir de las 23.30, de repente, la manzana se convierte en un festival mal organizado. Como aquel año en el que un escenario del Primavera Sound se comía sonoramente a otro; o como cuando Kiko Veneno terminó abruptamente su concierto del SOS porque la prueba de sonido de Amaral se colaba en su espacio acústico. Al primer foco de música le sale competencia en forma de escenario con más libertad física, puede crecer sin miedo a los edificios y está sólo a un paseo de 2 minutos de distancia. Allí no son tanto del remember como género, pero sí como modo de vida: una orquesta, nada de electrónica, se dedica a versionar canciones que, como ‘Clavado En Un Bar’, ya nacieron pareciendo una versión de orquesta.
El eurodance de una falla frente a las versiones a modo de celebración. Como Cambridge y Oxford, más o menos. Y tú, en medio, pensando en aquello que dijo Carl Sandburg: la diferencia entre Dante, Milton y yo es que ellos escribieron sobre el infierno sin haberlo visto nunca. La cantante de la orquesta avisa de que no van a parar hasta que los tiren. Cita textual. Lo dice porque no es la primera vez que van y lo saben: aquí se hace lo que digan los que pueblan las primeras filas. Y es cierto porque el concierto, que bien podría ser un tributo al catálogo de Universal (La Oreja de Van Gogh, Pablo López, Juanes, Morat), se terminó por extender hasta más allá de las 3 horas de recital. A lo The Cure o Bruce Springsteen.
En el momento en el que el escenario grande entró en acción, media hora antes de llegar a la medianoche, el espacio sonoro de cada uno, el privado, se convierte en algo de lo que tirar en sus extremos; en un absurdo ¿Beatles o Stones? acústico. No parece que el origen de permitir la coincidencia de acontecimientos de semejante nivel decibélico resida en que uno sea capaz de discernir lo que está escuchando; sobre todo si pretende mantenerse neutral. La figura del consumidor pasivo de música emerge en una época en la que ni siquiera tiene de su parte al Ayuntamiento. La ordenanza municipal de protección contra la contaminación acústica lo deja todo muy claro: “cualquier actividad musical celebrada en la calle tendrá una limitación de nivel sonoro y de horario que generalmente será hasta las 02:00 horas, en San Juan será hasta las 03:00 horas y en Fallas hasta las 04:00 horas”.
Así, la jornada del sábado -que, por cierto, ya contaba con una cita remember en Repvblicca- cumplió a rajatabla la hoja de ruta de una noche de Fallas. En un lado, el set fue subiendo en contundencia y profundidad al tiempo que avanzaban las horas: a las 4 de la madrugada se puso el broche con Pont Aeri, el final esperado después de pasar por referentes dance de este siglo como los belgas Ian Van Dahl (antes AnnaGrace) con ‘Reasons’, remezas de one-hit-wonders como Nick Kamen (‘I Promise Myself’) y KWS (‘Please Don’t Go’), o instantes más cuestionables como la versión dance de ‘Material Girl’ de Madonna. En el otro extremo del ruido, el concierto se cerraba atravesado el umbral de las 3.
En cualquier caso, una vez más, la ordenanza municipal lo deja claro en lo que respecta a las verbenas de las Fallas: la responsabilidad es suya. Son las únicas, por cierto, que disfrutan de un régimen especial en los papeles oficiales del ayuntamiento referidos a la contaminación acústica de conciertos, verbenas y manifestaciones populares. “Serán ellas mismas (las Fallas) las que se encarguen del cumplimiento de las condiciones implícitas”, especifica la documentación oficial, y recuerda de la misma forma que las mediciones a este respecto son “de oficio o a petición de los vecinos”.