VALÈNCIA. ¿Qué es la fealdad? No es la primera vez que en este medio acudimos a Umberto Eco en Historia de la fealdad (Lumen) para dar con una definición armoniosa: “La belleza, en cierto sentido, es aburrida. Aunque el concepto de belleza cambia a través de las épocas, un objeto bello siempre tiene que seguir ciertas reglas… La fealdad, en cambio, es impredecible y ofrece un abanico infinito de posibilidades. La belleza es finita. La fealdad es infinita, como Dios”.
Infinita, como la lujuria urbanística de nuestras costas.
El Perelló, Les Palmeres, Cullera, Gandía, Tavernes de la Valldigna, El Puig, el Puerto de Sagunto y otras tantas localidades playeras, con su skyline de bloques de acabados baratos, sus familias hacinadas en apartamentos pequeños y anodinas playas hirsutas de sombrillas, neveritas, sillas y mesas portátiles y demás enseres de plástico, ejemplifican la definición de Atlanta del arquitecto Rem Koolhass: “una ostensible absurda dispersión de concentración”.
En medio de la caterva alguien podría estar luchando contra su sistema musculoesquelético para encontrar la posición idónea para leer. En su mano, el extenso libro España fea. El caos urbano, el mayor fracaso de la democracia, de Andrés Rubio. Un ensayo editado por Debate que, de forma exhaustiva, analiza las “barbaridades cometidas sobre el patrimonio español desde el final de la dictadura de Franco hasta la actualidad. Desgrana con rigor y sensibilidad los disparates llevados a cabo de las costas mediterráneas a las del norte, pasando por la ‘España vaciada’ y el desastre urbanístico de Madrid, y analiza las causas que nos han conducido a esta catástrofe cultural sin precedentes”.
Dice Rubio: “Pero podría esgrimirse que hay incluso un desastre superior. La dispersión sumida en un caos de mala arquitectura; los chalets y adosados detestables; los bloques mal compuestos y levantados con materiales poco dignos, alineados tantas veces con la línea de la cornisa rota y ausente el vocabulario de las dimensiones volumétricas y sus ejes longitudinales y transversales; las infraestructuras que actúan como barreras, lo que genera exclusión y degrada el paisaje; la desintegración del espacio social en un crecimiento por piezas desconectadas de las tramas urbanas y, en consecuencia, la quiebra del igualitarismo”.
Según el padrón continuo del Instituto Nacional de Estadística, en el 2021 el Perelló contaba con 1851 habitantes censados. Esta cifra durante los meses estivales se multiplica por diez. ¿Cuántas almas con olor a protector solar, amanecen con la inefable y dulce sensación vacacional, obviando que disfrutan y legitiman un tsunami urbanizador?
Podríamos pensar en este tipo de urbanismos como si fuera nuestra relación con Instagram. Conocemos lo nociva que es, el perjuicio que causa y aún así, no solo no nos desligamos de ella, sino que la nutrimos habitándola y dándole contenido.
Además, está la apreciación —en ocasiones irónica, pero apreciación al fin y al cabo— de la cutrez y la horterada nacional.
Los toldos verdes o azules, las botellas de butano en el balcón, las marcas del bikini. Las celosías, las colchonetas con formas de animales, las fotos de calamares a la andaluza quemadas por el sol. El ladrillo caravista, las barandillas de aluminio, las toallas secándose sobre ellas. Estos elementos son lo que Pablo Caldera, autor de El fracaso de lo bello, califica de “espacios en blanco del gusto común”. Caldera explica que son los elementos “donde la predisposición estética se afianza y se inscribe. Son elementos que interiorizamos y sobre los que no emitimos juicios puramente estéticos, porque no nos produce ese placer que asociamos con lo estético, sino más bien una sensación que, en realidad, es mucho más potente sociológicamente: el pichí-pichá”.
Hay en los veranetes en el Pere el mismo sustrato narrativo que apuntó hará unos años el arquitecto e investigador Pablo Alboreda. Lo español y lo cutre están unidos como un chicle pegado al asfalto ardiente. Alboreda, en una entrevista en El País, apuntaba que un elemento tan representativo de la identidad patria, que en verano brilla más, como es el toldo verde, encierra “Un subtexto que confirma su autenticidad: no es elitista ni de una gran importancia cultural. Ni necesitamos que un historiador nos lo descodifique. Es un patrimonio de andar por casa”, añade Arboleda que “Lo cutre es interesante, pero no como palabra peyorativa. Creo que hay que dotarlo de una acepción positiva, porque no tiene por qué ser despectivo: es algo auténtico”.
En el párrafo titulado El sueño enfermizo del chalet, Rubio escribe que “Es posible argumentar que la mano ausente del Estado fue en el franquismo fruto de la ineptitud para conducir al ciclo económico alcista de los años sesenta. (...) A esto se le sumó el hecho de que el ámbito rural fue invadido por nuevas edificaciones y fórmulas constructivas inadecuadas, sin que nadie se preocupara de establecer una síntesis factible entre la riquísima tradición vernácula y las novedades democratizadoras y de confortabilidad de los procesos industriales. (...) Esa ideología del chalet, que para Henri Lefebvre representa un microcosmos ilusorio, una utopía de signos que de modo mezquino implica una dialéctica de ricos-pobres, pequeños-grandes propietarios”.
El estatus en una placa de pladur.
Observada desde la ironía, el esperpento urbanístico —quién no ha disfrutado de Benidorm o Marina d’Or, quién no se siente elegido por los dioses cuando es invitado a una fiesta en una casa con piscina, aunque sea en ese naufragio paisajístico que es El Brosquil— se convierte en una institución más. Matrimonio con el ladrillazo. Negación del sistema de protección dunar.
En España fea su autor apunta al franquismo como la génesis de un modelo especulativo que siguió extendiéndose durante décadas posteriores y al que le debemos la degradación de nuestro litoral. “La peor de las consecuencias de ese régimen franquista fue que la democracia que siguió resultó aún más dañina para el territorio. Las inmoralidades de la democracia y del régimen de comunidades autónomas apuntan desde abajo, en los municipios, hasta las altas instituciones del Estado”. Como recoge Rubio, Felipe González “fue incapaz de conseguir que la defensa del interés colectivo se impusiese sobre el interés individual, y optó ya en 1983 por la vía neoliberal al pedir su Gobierno a los ayuntamientos ‘agilizar las licencias de obras’.
Andrés Rubio, citando al escritor Barry Lopez, habla de la naturaleza como “una antigua forma de conciencia humana, en la que la naturaleza no es un escenario ni un almacén de recursos naturales ni un capital inmobiliario ni una posesión, sino una continuación de la comunidad”.
Tenemos asumida la destrucción porque su resultado, en forma de edificios y adosados, forma parte de nuestro paisaje emocional. ¿Pero no cabría, al igual que se revisan las masculinidades, se contemplan nuevas formas de relaciones, se integran los modelos de familia no convencionales y las no normatividades de cuerpo y mente se normalizan, hacernos preguntas sobre nuestro veraneo?
Rubio pone ejemplos del urbanismo que sí, como el caso del Camí de Cavalls en Menorca o el de los organismos que defienden los intereses del medio natural, como el Conservatorio del Litoral francés (CDL), un establecimiento público nacional francés cuya misión es asegurar la protección de 200 000 hectáreas sobre más de 750 zonas.
Cómo dice Clara Sáez, arquitecta y responsable de la plataforma Flat, “de la lectura de este libro surge la necesidad de, primero, una urgente toma de conciencia y, segundo, una estrategia que recorra todos los campos, de tipo pluridisciplinar, si queremos salvaguardar nuestro legado arquitectónico y paisajístico. O lo que quede de él”.