ALICANTE. Vivimos rodeados de tontos. En el gimnasio, en la calle, en los restaurantes y en cualquier sitio que transitemos. Una vez me dijeron que siempre hay un tonto entrando o saliendo de los sitios y es que es verdad. No hablo de gente sencilla que, como dijo Mario Benedetti, corren el riesgo de ser tomados por tontos sin serlo. Hablo de tontos universales. Hablo de los que cuando un dedo apunta al cielo, el tonto mira al dedo. Del que se piensa que los miopes no queremos saludarles o se creen que pueden opinar de todo lo de los demás. Odio a la gente entrometida. No hay más. Como dice el dicho: zapatero, a tus zapatos.
El mismo rechazo que siento por la gente entrometida lo siento por la mofa y el esnobismo. No tienen nada que ver, pero ambas reflejan una falta de personalidad importante. Lo mismo sucede con los discursos paternalistas. ¿Qué necesidad de decir lo que no te pregunté? Tienen tono serio, pero realmente son intromisión pura y dura en vida ajena. Llevo fatal que se metan en mi vida.
“Aborrezco el narcisismo, pero apruebo la vanidad”, afirmaba Diana Vreeland, la ya mítica editora del Vogue estadounidense. Nadie habría podido escribir las memorias de Diana Vreeland mejor que la propia Diana. Tiene sentido. Al fin y al cabo nadie conoce su historia mejor que una misma. Pero es que Diana era tan espontánea, tan elocuente y tan divertida, que solo su voz podía transmitir su excéntrica personalidad de una forma tan precisa. ¿Quién sino ella podría dar en un texto descripciones tan subjetivas y tronchantes como que unos pantalones tenían un largo “hasta aquí” o que un sombrero era de grande “así y así”?
Vreeland odiaba la nostalgia, el exotismo y las mentiras. Y estaba en contra de la falta de mal gusto. Sin embargo, “la vulgaridad es un ingrediente muy importante en la vida. Soy una gran creyente en la vulgaridad —si aporta vitalidad—. Un poco de mal gusto es como una pizca de pimentón. Todos necesitamos una pizca de mal gusto; es fortalecedor, es sano, es físico. Pienso que deberíamos usarlo más”, afirmaba.
Resulta chocante que la que fue directora de la edición estadounidense de Vogue durante casi una década (1963-1971) haga apología de esa pizca del poco sentido de la estética con la que todos deberíamos comulgar de vez en cuando. Pero es que Vreeland no era una editora de moda al uso. Era tan especial como lo es su autobiografía, D.V.
—como ella firmaba. Solo lo hace así el Papa. Y es que, al final, Vreeland era la papisa de la moda—.
Coco Chanel la recibía ella misma para las pruebas en su taller de París; apreció los diseños de Cristóbal Balenciaga en exceso porque eran luminosos y eso era porque Balenciaga era vasco. “Solo un vasco, que ha vivido la luz del País Vasco, es capaz de usar esos colores” afirmaba; y recibió en su casa a personalidades —amigos en casi todas las ocasiones— como Paloma Picasso u Óscar de la Renta. La retrataron Cecil Beaton y Andy Warhol en sus Polaroids.
Créanme, señoras y señores, la vida es muy aburrida como para vestir ropa aburrida, como para leer cosas aburridas, como para tomárnosla enserio, pero todavía peor —casi un sacrilegio— sería no sentir. “Un vestido nuevo no te lleva a ningún lado; es la vida que vives con ese vestido, y el tipo de vida que has llevado antes y la que vivirás después”.
Y así, sin más, no había nada de malo en la excentricidad.