VALÈNCIA. Los viajeros que acuden a Canadá deberían llevarse, además de la consabida guía turística, un ejemplar Diario de Canadá, de Walt Whitman; una obra cuya escritura supuso un punto de inflexión en la vida del poeta y cuya lectura se antoja poco menos que trascendental. En el momento de escribir este diario de viaje, Whitman vivió una recaída de una enfermedad que le hizo vivir en un estado de reposo, casi de convalecencia perenne. El poeta norteamericano contaba ya con 61 años cuando hizo este viaje, el único que le separó de los Estados Unidos. Aunque Whitman se marchó de Camden el 3 de junio en un coche cama de primera clase, su primera entrada queda anotada el 18 de junio de 1880:
Las horas pasan en calma y cubren de gloria el día entero. Un día perfecto (el tercero consecutivo): el sol es resplandeciente, un aire suave, fresco y tangible se levanta del suroeste y la temperatura es muy cálida a mediodía, aunque resulta bastante moderada por las mañanas y tardes.
La última entrada está fechada el 29 de agosto de 1880 en casa del Dr. Bucke, su gran amigo y médico particular:
Los petirrojos se encuentran en el prado cubierto de hierba (a veces veo a una docena a la vez, esos grandes compañeros obesos).Contemplo una minúscula ave, negra y amarilla, con su vuelo ondulante [el jilguero] y las bandadas de gorriones.
En mitad de estos dos registros, se halla uno de los más deslumbrantes veranos de un hombre que, con este dietario, volvió a “recuperar el gusto por la vida o el placer de meramente existir, ¡oh bendito verano indio!”, según cuenta Antonio Fernández Díez el traductor y prologuista del libro, miembro del Grupo de Investigación de Pensamiento Norteamericano del Instituto Franklin de la Universidad de Alcalá. De algún modo, la observación del asentamiento indio en Ah-we-je-wah-noong para visitar a los indios chippewas, el escrutinio de las estrellas (“Resulta una noche excelente pata contemplar las estrellas y los cielos, completamente silenciosa y despejada, fresca y bastante fría (…) son las horas más placenteras para mí”), del bosque (“Un estruendo amortiguado y musical de cencerros desde los límites del bosque herboso no tan distante”), de las aves (“Hoy he pasado mucho tiempo contemplando las golondrinas, una hora esta mañana y otra por la tarde”), de los ríos (“Voy navegando por el negro río de Saguenay, una muestra de un centenar de millas del paisaje más sombrío, más agreste y más salvaje del planeta, supongo”, escribía desde Ha Ha Bay), etc... toda esa minuciosidad y vigilancia extrema de la naturaleza que le acompañaba traslucía “el gusto por lo salvaje y primitivo por contraposición y arraigado en las melladas civilización y sociedad modernas”, según explica Fernández Díez.
No conozco nada más hermoso. El turista, filántropo, geógrafo o investigador europeo y democrático que abandone sus riberas sin comprenden esto cometerá un terrible error. No conozco, ni siquiera desde el punto de vista del sociólogo, el viajero o el artista, nada más hermoso que dedicar un mes a la superficie de Canadá en la línea de los Grandes Lagos y el San Lorenzo, la fértil provincia felizmente poblada de Ontario y la [provincia] de Quebec, y otro mes a las duras regiones marítimas de New Brunswick, Nova Scotia y Terranova.
¿Alguien imagina un mejor texto para lucir en las oficinas de turismo del país? Además del Diario de Canadá, el volumen publicado por la editorial Ápeiron incluye parte de otros diarios, apuntes y notas personales. Quizás las que más llamen la atención sean las referidas a la obra que ocupó su completa existencia, la que le provocó no pocos disgustos y alegrías: Hojas de hierba. La primera edición no apareció hasta 1855 y constaba de doce poemas sin título. Vendió pocos ejemplares y regaló muchos de esa primera edición. Uno de ellos a otro diarista ilustre, la del escritor Ralph Waldo Emerson. La última edición del libro, la novena, dataría de 1892 y constaría de un total de 389 poemas.
Reconocido por sí mismo como 'Poeta del Cuerpo y soy poeta del Alma', Whitman ha pasado a la historia mundial de la literatura con una obra que fue siempre “controvertida y en ocasiones vilipendiada por el resentimiento de una interpretación erótica u homosexual de sus páginas que, de consecuencias traumáticas para muchos y especialmente de algún modo para sus epígonos en los Estados Unidos”, tal y como detalla Antonio Fernández Díez en el prólogo. Basten dos entradas de sus otros diarios para comprobar la obsesión y dedicación que Hojas de hierba suponía en Whitman:
Del 13 al 26 de mayo de 1881
(..) Por interés y por trabajo, me dedico durante tres o cuatro horas al día a ordenar, revisar y dar sentido, reescribiendo aquí y allá (y a veces suprimiendo) a una nueva edición completa de H. de H. en un solo volumen. Hago la mayor parte del trabajo en los bosques (...)
Boston, 22 de octubre de 1881, 8:30 a.m
(…) He pasado los últimos dos meses en Boston observando la “materialización” de mis completas Hojas de hierba; primero a fin de decidir la clase de tipo, el tamaño de la página, los encabezados, el orden consecutivo de cada parte, etc.; y después la composición, la corrección de pruebas, los electrotipos, etc., que prosiguieron perfectamente y con bastante rapidez. He disfrutado mucho del trabajo (…)
Una obra tan colosal que tuvo como gran símbolo el comienzo del Canto de mí mismo, un auténtico himno ya convertido en universal:
“Yo me celebro,
y cuanto hago mío será tuyo también,
porque no hay átomo en mí que no te pertenezca”