La ópera de Massenet presenta una atractiva partitura, aunque su libreto no alcance la tensión trágica de la obra de Goethe
VALÈNCIA. El Werther estrenado este sábado en Les Arts, y que ha sido coproducido con la Ópera de Montecarlo, se mantuvo básicamente sobre tres pilares: el tenor que encarna al protagonista (Jean-François Borras), el director musical (Henrik Nánási) y la orquesta de la casa. En los tres casos se consiguió seducir al espectador –que es de lo que se trata- y hasta entusiasmarle. La escena, por su parte, tuvo aciertos y resbalones. Y hubo una variedad considerable en las prestaciones de los otros cantantes.
Jean-François Borras se ha convertido en un tenor muy solicitado para este personaje, especialmente tras su debut en el Metropolitan neoyorkino sustituyendo a Jonas Kaufmann (2014). En Valencia presentó un instrumento luminoso, muy bien timbrado, registros igualados y dominio de las medias voces y de los reguladores. Exhibió asimismo elaboración en el fraseo, dicción impecable del francés y una potente capacidad expresiva. Es, además, uno de esos cantantes a los que nunca se les duerme el compás entre las manos, sino que, muy al contrario, parecen empujar siempre hacia delante. Ciertos saltos al agudo se emitieron con leves fallos en la afinación, y quizás abusó algo de un falsete que, la mayor parte de las veces, fue utilizado con inteligencia. Tuvo ocasión, por lo demás, de demostrar la belleza de sus notas altas plenamente apoyadas. En cuanto al carácter que le dio al personaje –y descontando las ocurrencias del director de escena en el último acto-, resultó adecuado al diseño que se la da a Werther en esta ópera. No puede esperarse que alcance la complejidad del original de Goethe (1774), porque el libreto, firmado por Édouard Blau, Paul Millet y Georges Hartmann, fue una adaptación dulcificada del mismo. A cambio, se disfruta en ella la excelente música de Massenet. La obra se estrenó primero en Viena (1892), pasando luego a Ginebra y, finalmente, a París (1893)
Henrik Nánási, quien desde 2012 es titular de la orquesta de la Komische Oper Berlín, dirigió a la agrupación de Les Arts con esa tensión y ese calor que todavía suscitan en ella los mejores resultados. La orquesta valenciana aprendió, al lado de Zubin Mehta, a contar una historia –muchas historias-, y todavía lo recuerda. Especialmente, cuando la batuta sabe lo que está contando. Y esta vez lo sabía muy bien. La tragedia de Werther, paradigma de la inadaptación y de la rebeldía románticas, se tradujo con el sombrío carácter que demanda el sufrimiento del protagonista, y, al tiempo, sin desperdiciar la rica paleta, muy francesa, de sutilezas y colores. Las muy numerosas intervenciones solistas ofrecieron una significativa panorámica de la calidad mantenida en los atriles. Nánási ya gustó en sus anteriores visitas a Valencia (2014 y 2015) y, como en ellas, el único reproche que podría hacérsele sería el tapado ocasional de las voces. Aunque no siempre la culpa fue de la batuta.
Anna Caterina Antonacci encarnó una Charlotte a medio camino entre la comedida burguesita que pinta Goethe y la más entregada de Massenet. En cuanto a la voz, Antonacci lució un centro con molla, pero resultaron pobres los graves, estrangulados con frecuencia y muy poco audibles. Michael Borth, del Centro de Perfeccionamiento Plácido Domingo, fue un Albert para el que también se hubiera deseado unos graves realmente baritonales. Como Sophie estuvo Helena Orcoyén, una voz ligera y ágil que se adaptaba bien a la faceta juvenil del personaje, pero que no expresó con suficiente claridad su fulminante enamoramiento de Werther. Alejandro López, Moisés Marín, Jorge Álvarez y Fabián Lara, todos ellos del Centro, encarnaron respectivamente y con soltura los papeles del Magistrado, Schmidt, Johann y Brühlmann, con voces que cruzaron el foso sin problemas y un buen trabajo actoral. Los niños, tan importantes en esta ópera, provenían de la Escolanía de la Mare de Déu dels Desemparats y de la Escola Coral Veus Juntes de Quart de Poblet, y se desenvolvieron perfectamente.
La puesta en escena presenta durante la obertura inicial el suicidio del protagonista, que debiera producirse en el último acto, desarrollándose después la acción a modo de un flashback. El espejo donde se mira Werther en ese momento, según declaraciones del director (Jean-Louis Grinda), es un acompañamiento a la dramaturgia, y Werther puede contemplar a través de él cómo transcurre su vida. Como elemento escenográfico, el espejo aportó movimiento y variedad, pues se desplaza, enmarca proyecciones, se rompe, reconstruye, etc. No se entiende, por el contrario, las ventajas que tiene para la acción teatral, en este caso, el hecho de empezar por el suicidio en lugar de concluir con él. Más útil y funcional resultó la casi sempiterna presencia del bosque, tan importante en la iconografía del Romanticismo, y su desaparición en los momentos más opresivos para el protagonista. En términos generales, la producción no entusiasmaba, pero resultó aceptable durante los tres primeros actos.
En el cuarto, por el contrario, se rozó lo patético con esos angelitos alados que parecían salidos de una representación escolar, o con Werther levantándose del suelo -como si tal cosa- después de pegarse un tiro Para volver luego a la horizontal absoluta, tieso como un palo pero todavía cantando. El dramatismo de la historia perdió ahí muchos quilates, que arrastraron inmerecidamente la labor de cantantes y orquesta. ¿En qué estaría pensando Jean-Louis Grinda cuando concibió ese final? ¿Qué alambicado simbolismo le propone al espectador? ¿Acaso que Charlotte devuelve la vida a Werther... pero sólo un ratito?