Las culturas de todas esas Valencias se manifiestan a través de su gastronomía. No se ha inventado una fórmula más justa y extensa de permutar cualquier disparidad que la que tiene que ver con el comer y el beber. Y a través de mesas muy distintas, a temperaturas dispares, en latitudes bien diferentes, Valencia se expresa sin que nosotros lo sepamos a través de olores, imágenes, texturas y, sobre todo, sabores
Hay muchas Valèncias en el mundo. Una de ellas es mucho más grande que la capital del Turia y lo ha sido –de momento– tres veces de Venezuela. Hay cuatro Valèncias más en Estados Unidos, una de las cuales lleva la doble L de nuestro escudo ‘ceremonioso’ en la placa del Sheriff (Nuevo México). Hay una València paradisíaca y despoblada en las antípodas oceánicas, tres más en Filipinas, otra más en Trinidad y Tobago y más en Ecuador, Colombia y Suráfrica. Si alguna vez han estado en Lahore se habrán sentido tentados de pasear su barrio de lujo, universitario y racional llamado València. Y no hay que olvidar que, aunque hay muchas Valèncias en el mundo, unas cuantas de ellas se encuentran en la Península Ibérica.
Que a estas alturas de la vida no nos hayamos permitido conocer todas sus experiencias tiene un pase (atiéndase al guiño hostelero), pero que desconozcamos las Valencias que saben a Valencia en nuestra provincia es un pecado al que cabe poner remedio. Sirva este cuaderno hedonista para ello.
La manera posmoderna de narrar las cosas —la nuestra— no sigue el camino recto para alcanzar su objetivo. Por ello, no recorreremos esta ruta a través de los sentidos, de Norte a Sur ni de mayor a menor; paso a paso, plato a plato, sino que avanzamos a la velocidad del rayo para completar un periplo multirradial. Son muchas las semanas y los mismos fines de semana los que podemos alternar todas esas posibilidades. Son muy distintas las veces que tenemos hambre de barra, de mantel y tiempo, de noches de bar, tardes de arroces o mañanas de esmorzaret. Por eso, y por respeto a las decenas de iniciativas que arbitrariamente no han sido ligadas en esta masa, iniciamos el trazo a través de sillas, taburetes, cartas de vinos y algunas ideas underground que, por supuesto, no son solo propias de la capital.
Hay al menos once restaurantes en la provincia de Valencia a los que uno ya debería haberse sometido. Es cierto que més que dos pèls de gamba tira el mar que nos golpea y al que todo le debemos (útero humanoide). Pero, entre las primeras propuestas se colocan con galones seis cocinas de interior. Los restaurantes de los hermanos Santiago y Joaquín Prieto están entre ellos: Sents describe desde Ontinyent una personalísima línea entre su entorno de sabores, una bodega sobresaliente y las influencias asiáticas y mexicana, mientras que La Cuina destila el mismo espíritu con una carta más urbana y libre. En una genialidad abierta desde hace casi una década en Venta del Moro, una madre (Pilar Lavarías) y un hijo(Carlos Cervera) fascinan a la comarca de Utiel-Requena en el equilibrio que va del potente recetario casi manchego a las técnicas y presupuestos de la cocina fusión: El Yantar. A ellos se suma Casa Julio, el restaurante al que muchos descubrimos por pedirle a Michelin que dejara de contar con su nombre para el ranking y que mantiene sus homenajes pausados a partir de una de las comarcas más sabias del vino: Terres dels Alforins. Y dos últimas entradas, desde la modestia del gran producto y el reto de satisfacer a muchos desde municipios menudos —con menos de cuatrocientas personas censadas en Aras de los Olmos—, Los Tornajos es otro de los disfrutes imprescindibles a los que nadie les quiere exigir técnicas de alta cocina. Con poco más de 5.000 vecinos, Restaurante 77 ha convencido recientemente a la guía de las guías como Big Gourmand destapando el buen hacer de unos fuegos que hace nada celebraban los ciclistas más audaces y hoy acapara atenciones bien altas.
La otra mitad de estrellas en el once titular seleccionado se encuentra al otro lado del mapa, pegada al Mediterráneo. El marco —advertimos— influye en la experiencia. Nadie se sorprende a estas alturas de que Casa Manolo sea uno de los representantes internacionales de la cocina española. Daimús es sinónimo de peregrinación y alta gastronomía gracias a la ambición de Manuel Alonso, incansable, risueño y sabedor de cuánto aporta la localización en la que se sabe ‘gran restaurante’. Más clásica y siempre reconfortante resulta la visita a Casa Salvador, familia que sirvió paellas a ilustres venidos a menos y hechos así mismos venidos a más (de quienes capturó sabiduría y tenacidad). Quien prueba sus paellas puede adelantar diez capítulos en el infinito universo de los arroces valencianos. El más diario de esta selección arriesgada es El Gat Negre de Faura, que sin besar la mar —pero casi— acostumbra a sus vecinos a unos melosos y acompañantes que impactarían en la gran ciudad. Algo más de nombre se ha ido granjeando Ca Marc en Gandia. Coqueto y personal, en el centro histórico, sus vecinos parecen empeñados en evitar que la tensión turística les robe una creatividad cotidiana muy marítima. Aquí la señalamos y esperamos que nos disculpen. No muy lejos, de nuevo al Sur, encontramos el Gloriamar, golpe de ola constante, muy buen producto y pocos ambages.
Sin embargo, la provincia de Valencia es muchísimo más. Más incluso que la combinación de tickets que acabamos de fijar. En el rincón de Ademuz hay placer micológico en Casa Emilio (Torrebaja); se recomienda hambre y frío para intensificar el hecho. Si de cuchara se trata arremánguense un fin de semana en Gambrinus (Siete Aguas). Si son capaces de resolver toda la tensión del recetario que habita entre sus platos de provincias limítrofes, den el salto a La Posada de Águeda en Requena. Les advertimos que en cualquiera de los dos últimos el rojo de sus orejas les delatará de felicidad a base de pucheros, estofados y sorbos. En el Camp del Turia encontramos también interesantes lugares, como es el caso de Casa Chaparro (Riba-roja de Túria) y el mítico Casa Granero (Serra) — famosa es su tradicional matanza del cerdo— lo del buen producto se prodiga en un recetario suntuoso que solo merece la pena conocer con fruición. Arroces y carne.
Interpretando la fertilidad de este lugar único, más agreste de lo que acostumbramos a pensar, mixtura de tierras y sobre todo de gentes a golpe de melodrama histórico, hay otra retahíla de nombres posibles: en Xàtiva se ubica El Túnel, una de las más gratas sorpresas de los últimos años que mantiene el empuje inicial. A base de tapas redondas, bodega y lo que aporta el espacio, un restaurante que puede crecer por donde quiera. Media rosca más creativo e igual de querido en su lugar es El Llorer de Carcaixent; mucho mimo en el buen saborear y otro nombre para la infinita lista de casas de comidas con potencial. Más al Sur, anterior y maridando con una escapada evasiva de cuchara, tenedor y cuchillo, Ca Les Senyoretes (Otos). También de parroquianos y cita recurrente son Don Pique o El Charquito, ambos en el Puerto de Sagunto. En este último dijo Silvia Pérez Cruz hace poco que se había comido el mejor alioli de su vida. Regalos cotidianos, catálogo marinero.
Los hay integristas de la paella, a partir de su propia receta, pero no tantos entienden que entre las muchas Valencias que hay en València ninguna se puede privar de haberse perdido entre un esgarraet y un all i pebre. Las dos cosas se pueden tomar en la lírica marjal de Catarroja; dónde mejor que en Casa Baina. Sabores fuertes y potentes que nos trasladan a jornadas duras en el mar y en el campo, como la paella —esta también va para los integristas— con fetge de bou de Estela (Tavernes Blanques). Receptari extraviat con ecos en el cercano Ca Xoret de Meliana. Si son asustadizos, no se preocupen que hay soluciones donde la foto —sin rastro de Ikea, pero sí de nuestra relación con mares, acequias y huerta— está a la altura de su gran cocina valenciana: La Matandeta (Alfafar), Genuina(Pinedo) o Pasqualet (El Palmar).
Es imposible finalizar este paseo tan subjetivo sin enumerar algunos altares del esmorzaret. El gran Paco Alonso, decano de la causa, nos llevaría con gusto hasta Casa Chencho (Utiel) o Ka Tere (l’Alcudia) en busca de un apabullante acto a mitad de mañana. En el primero,con las esperables brasas de embutido, careta, panceta y –¡oh!– bacalao. En el segundo, cansalà i blanquet para hacer más patria que un himno al viento. Pero hay, no obstante, respuestas tan de polígono que nadie las entendería más allá de las fronteras de la actualidad (ni, me temo, las incluiría en un cuadernillo de super restaurantes). Hort i Mar en Carpesa, Les Tendes en Almàssera, La Curracerca de Torrent o Manolo y Boro en Alaquàs: pan de obrador, cacau del collaret, salaura i cremaet. Hogares casi anónimos a los que cientos de personas cada semana se abocan para imprimir a la jornada una alegría que nos hace únicos por extensión.
Ni son todos los que están ni se le acercan, pero en cada uno de ellos pueden estar seguros de encontrar una parte de su identidad y de esa idea del placer que solo entra por la boca.
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