Amparo se hizo enóloga por dos razones: porque sus padres estaban de viaje cuando decidió en qué se matricularía y porque no le gustaba nada la idea de marcharse del pueblo. Lo de que “el tiempo da la razón” es, en este caso, verdad.
Las cosas no son siempre la misma cosa. O sí. La voz que sale del móvil me avisa de que llegaré a mi destino en 15 minutos. Solo faltan dos kilómetros, así que doy un volantazo y me meto por un camino que primero viene cargado de pinos y luego de vides. Aparco a un lado. Me bajo. Hace 24 grados. Hay ese silencio en el que solo se escucha a algún pájaro. Un silencio nuevo, porque acabo de percibirlo, pero que siempre ha estado ahí, metido entre los sarmientos y las hojas y los zarzillos. Una paloma torcaz me pasa por encima. Dos días atrás vi otra, diría que es la misma.
Las cosas no son siempre la misma cosa. O sí. Bodegas José V. Pardo sigue siendo una bodega familiar. Está ubicada en Los Isidros, dentro del Parque Natural de las Hoces del Cabriel, y adscrita a la DOP Utiel-Requena. Su historia dice que “emerge de las tierras de la Rambla de la Albosa”. Fue construida por Longinos Pardo en 1940 y estuvo en producción hasta mediados de los 60. En 2008, José Vicente Pardo y Amparo García aportaron unas 35 hectáreas de vid y reiniciaron la segunda vida de la bodega sin modificar la estructura de origen. “Todos los trabajos, desde el cultivo de la vid hasta la finalización del embotellado, los hacemos con medios artesanales, muchos de ellos manualmente. Nuestra idea principal es respetar el producto al máximo”, me explica Amparo. No solo el producto, también el entorno. Por ejemplo, utilizan estiércol de granja como abono o remiten los orujos secos para que sea consumido por las ovejas. Y ya metidos en la elaboración, me entero de que no añaden nada para acelerar la fermentación maloláctica, “de manera que el arranque sea espontáneo y el proceso completamente natural. Algunas veces ha ocurrido que ha tardado meses en producirse, así que hemos esperado”.
“Me gusta lo que hago porque la rutina, si se puede hablar de rutina, es cambiante. Nunca hay nada igual, ni la vendimia es igual ni la evolución del vino cada año es la misma”, me cuenta. Las personas más inquietas comprenderán mejor a lo que se refiere Amparo. Perder la rutina, establecer lo cambiante como referente, puede parecer una locura en esto del vino, pero no, respetar significa aceptar la diversidad y hay tantas vendimias como años, tantas uvas como racimos en el viñedo, y cada grano es un alma semilíquida y con tendencia al azúcar que espera ser liberada.
Si alguien me dice que su negocio “es artesanal” pienso que tiene que ser pequeño (o para que me entiendan: no tiene que ser muy grande). La bodega de Amparo y José cumple esta premisa. Tienen dos depósitos de acero inoxidable, de 3.000 litros cada uno, para la primera fermentación. Una prensa manual. Quince barricas de madera para la crianza. En esta campaña han producido 15.000 litros. “No tenemos distribución, casi todas las botellas las vende Jose en la tienda de la gasolinera, el otro negocio familiar”. Me imagino que alguien llega hasta Los Isidros en coche, para un momento a repostar, se dirige a caja y, de camino, se topa con el expositor de botellas y bag in box de vino tinto. ¿Qué tal es este vino?, pregunta. Lo hacemos nosotros, le dicen. Me llevo una. Sale muy bueno, le aseguran. Venga, pues que sean dos. Le pega que sea así, no me imagino la vida de ahora sin combustible ni vino.
Alboenea es la marca. Lindante con la Rambla Albosa, tienen los viñedos de más calidad. “Las cepas son de bobal, y centenarias. Por el tipo de tierra no dan mucha producción, una media de 1,5 kg por cepa, así se concentra lo mejor”. Amparo me enseña el pequeño laboratorio. Distingo un ebulliómetro y un microdestilador, un par de probetas. Los dadaístas construirían caligramas con palabras de este tipo. El poema que le sale a Amparo es este: “Color rojo cereza de capa alta y ribete amoratado de gran intensidad. En nariz tiene un aroma intenso a frutas negras y frutillos silvestres (arándanos), plantas aromáticas, recuerdos florales azules (lavanda), es balsámico. Con buena entrada en boca, cuerpo ligero, amables taninos y buena acidez, sabroso y frutal, con buena persistencia en el paladar”. En 2015, el Alboenea (Bobal 100%) fue premiado como Mejor Tinto Joven de la DOP Utiel-Requena en el concurso de cata ciega realizado por los enólogos de este Consejo Regulador. “Fue una gran alegría, porque es la bodega quien presenta el vino a concurso”.
Es el momento en que le pregunto a Amparo si no han pensado en ampliar el mercado. “Todo lo que elaboramos se vende como lo hacemos ahora: a la gente del pueblo, a los clientes de la gasolinera, a personas que han venido adrede porque alguien les regaló una botella, les gustó y no la encontraron en ningún punto de venta de su ciudad. La sumiller Manuela Romeralo, que trabaja con Quique Dacosta, conoce nuestros vinos, y los aprecia. Tiempo atrás me dijo que le sabía mal que tuviera que llevárselos yo misma, pero eso no me importa, se los llevo donde haga falta”.
La menara con la que Amparo me ha contado su modo de trabajar, el éxito que supone vender toda la producción o los reconocimientos públicos y privados obtenidos por sus vinos ha sido con sencillez, sin darse importancia. En la web de la bodega, en la pequeña reseña que habla de su trabajo pone: “Su mayor triunfo ha sido que su labor se haya reconocido en un mundo tan difícil y normalmente ‘gobernado’ por los hombres como es el del vino”. Las cosas, por suerte, no son siempre la misma cosa.
Es el momento en que le pregunto a Amparo si no han pensado en ampliar el mercado. “Todo lo que elaboramos se vende como lo hacemos ahora: a la gente del pueblo, a los clientes de la gasolinera, a personas que han venido adrede porque alguien les regaló una botella, les gustó y no la encontraron en ningún punto de venta de su ciudad. La sumiller Manuela Romeralo, que trabaja con Quique Dacosta, conoce nuestros vinos, y los aprecia. Tiempo atrás me dijo que le sabía mal que tuviera que llevárselos yo misma, pero eso no me importa, se los llevo donde haga falta”.
La menara con la que Amparo me ha contado su modo de trabajar, el éxito que supone vender toda la producción o los reconocimientos públicos y privados obtenidos por sus vinos ha sido con sencillez, sin darse importancia. En la web de la bodega, en la pequeña reseña que habla de su trabajo pone: “Su mayor triunfo ha sido que su labor se haya reconocido en un mundo tan difícil y normalmente ‘gobernado’ por los hombres como es el del vino”. Las cosas, por suerte, no son siempre la misma cosa.
Son casi las doce del mediodía cuando acabamos la entrevista. Paso por la gasolinera y compro un par de bag in box de cinco litros. Me atiende Jose. Cinco minutos después me meto por un camino estrecho como un tractor. Otra vez pinos. Dejo el coche bajo uno de ellos. Me acuerdo de lo que me ha contado Jose, que cuando era pequeño se lo llevaban al campo, aunque fuese para hacer sombra; que se lo pasaba muy bien, ya que la cuadrilla solía ser la familia completa; que preparaban almortas y atascaburras; que también disfrutaba de las jornadas de poda, aunque los días fueran más cortos. Algo se mueve entre las ramas frondosas del pino que tengo más a mano. Hasta ahora solo había habido el silencio roto por las chicharras. A 28 grados las chicharras parecen felices. El ambiente huele a madera al sol, a la tormenta que descargó ayer. Lo que anda inquieto cuatro metros más arriba de mi cabeza es una paloma torcaz, lo sé porque sale de su escondite como un cohete, por el lado de la copa opuesto a mí (las torcaces son así de listas). En esta ocasión no voy a contarles ninguna receta. Es verano, abran una botella de vino de las que saca Amparo. El vino tinto también forma parte de la dieta mediterránea.