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Aquel París ya no existía

Cuando murió Charles Aznavour, pensé que moría con él cierta idea de París que no existía desde hacía tiempo, pero que la considerábamos, de algún modo, más auténtica que esas calles y esas plazas actuales

8/10/2018 - 

VALÈNCIA. Aprendimos francés con una monja señalando los objetos del aula y haciéndonos repetir la palabra exacta. Luego con filas de verbos irregulares y las infinitas declinaciones que sonaban, todas, prácticamente igual. Escuchábamos canciones de niños que bailan, bailan, bailan, y el mundo se reducía a caricaturas de hombres narigudos y mujeres con boina comiendo queso. Aquella escuela permanecía como la reserva espiritual del extrarradio y se empeñaba en mostrar que Francia, aquella Francia del Petit Nicolas y Asterix, seguiría inmutable por los siglos de los siglos.

Me hubiera encantado conocer antes a Georges Brassens y a Jacques Brel, y adorarlos como un secreto pedante de adolescencia. Los escuchamos tarde, de pasada, cuando ya eran insoportables y cuando en Francia campaba el rap y el reggae como una plaga, como un tsunami de ritmos franco-afro-americanos que amenazaban con devorar la música ligera y antigua de la radio.

Sonaban mucho más las canciones de Édith Piaf en la radio, en aquellos programas de recuerdos y dedicatorias. Y sonaba más aún Charles Aznavour, con esas letras traducidas al español cuyos lamentos comprobábamos luego trasladándolas a la sintaxis francesa. Que c'est triste Venice. Venecia sin ti. Es mentira, nunca hicimos tanto. Ese año estábamos a punto de abandonar aquella escuela.

“París es una manera de entender el mundo, una manera feliz de estar, de sentirse cómodo. Vida vieja, sedimentada, olor de vino de buen año, del queso en su punto. Es el vino, el queso por antonomasia. Todo lo demás –la elegancia, por ejemplo– la dan por añadidura. ¿Quién se queja? ¿Quién no quiere volver? ¿Quién no se acuerda? ¿Quién no añora? No es por Francia –ese es otro cantar-. Es por París, sólo por París: otro mundo”, escribía un apócrifo Jusep Torres Campalans en su autobiografía transcrita por Max Aub.

La reivindicación de Campalans coincidía en mucho con aquella famosa frase de Ernest Hemingway: “Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará vayas donde vayas, todo el resto de tu vida”. Y sin embargo, a pesar de la sensación de redundancia, solo se repiten dos palabras. París. Y vida. Como antagónicas.

No por casualidad, el peruano Alfredo Bryce Echenique, que había pasado 15 años en la ciudad, acabó albergando el sueño de todo parisino, marcharse de París. Y aun así, en el tren de regreso sabe que es imposible abandonar del todo ese lugar: “París es una puta tan de mierda y tan vieja que uno no sabrá jamás si hizo bien en tomar el tren de la ausencia. Y sólo me fui por ese asunto de escribir y porque seres que pensé que jamás perderían la risa la habían perdido, y porque cada día me estaba volviendo más alter (de alteridad), y porque París es capaz de hacerlo dudar a uno aun en el hipotético último tren que abandonase una hipotética ciudad-luz”.

Julio Cortázar, César Vallejo, Simone de Beauvoir, Charles Baudelaire, Émile Zola, Oscar Wilde... París es una ciudad que organiza rutas literarias por los cementerios, quizás porque la literatura está definitivamente muerta y, en realidad, lo único que estamos haciendo es teclear las necrológicas del mundo en los periódicos digitales.

No sabemos qué murió antes, si París o si Charles Aznavour. O si el uno se llevó a la otra y viceversa. O si solo se conservan en esas fotos antiguas de Robert Doisneau y Willy Ronis, souvenirs para turistas que aprenden francés con La Bohème.

El fuego de Saint-Denis

Cuando llegamos a París a los veinte años empezamos a entender que ser bohemio, en verdad, significaba ser precario. Que la realidad crudísima de esa ciudad agujereada por el metro nada tenía que ver con la melancolía de Aznavour, quien se esmeraba por componer un cuadro de buhardilla y artista maldito que ya no existía. Montmartre estaba lleno de turistas obesos haciendo cola en una esquina para comprarse una crêpe empapada de Nutella. Las hordas circulaban ante la puerta del café de Amélie y todos comentaban lo mucho que había cambiado el local con respecto a la película. Nos gustaba Amélie como nos gustan las mismas mentiras repetidas una y otra vez. El hombre o la mujer son los únicos animales capaces de tragarse dos veces la misma película.

Llegar a París siempre ha sido un asunto aspiracional. Por eso a nosotros nos tocó Saint-Denis, la última parada de la línea trece, dirección norte. Ese lugar había sido el dormitorio de generaciones y generaciones de españoles y portugueses emigrantes de la España y el Portugal de los sesenta. En el centro español se reunían todavía los viejos para jugar a las cartas y al bingo, mientras esperaban obstinados la visita de sus hijos y sus nietos, que pasaban todos los veranos en el pueblo y que soñaban, ay Bryce, con escapar de París y repoblar Extremadura.

El primer paseo por aquella ciudad sería el primero de muchos en los que acabábamos sobresaltados por un tirón, por alguna banda o por algún trapicheo perpetrado a plena luz del día. Fascinante y peligroso, lleno de borrachos y de locos que atormentaban con sus alucinaciones a los pasajeros del metro. ¡Qué obstinación! Emmenez-moi au bout de la terre.

Aquel otoño de 2005 ardieron las periferias de todas las ciudades de Francia. La muerte de Zyed Benna y Bouna Traoré, dos adolescentes que acabaron electrocutados al esconderse en un generador eléctrico huyendo de un control policial , desataron la furia de los miles o cientos de miles de migrantes o de franceses de origen argelino, tunecino o marroquí que sufrían a diario las miradas, los comentarios y las actitudes más o menos francesas y más o menos bienpensantes. Aquel fin de año acabó con la amenaza del Primer Ministro con barrer de las calles a toda esa gentuza.

De aquellos polvos, estos lodos. La historia de la Francia contemporánea se explica mejor con el asalto de Amedy Coulibaly a la redacción de Charlie Hebdo que con la preciosa melodía de Hier encore. Y sin embargo, ese París envasado y comercializado seguía luciendo en el imaginario colectivo, que es ese almacén de imágenes y clichés que todos compartimos para hablar de aquello que apenas conocemos. París no se acaba nunca, que diría Enrique Vila-Matas.

A esas alturas del milenio podríamos haber advertido que París se estaba transformando en un género literario en sí mismo que no se correspondía en nada a la realidad de aquellos barrios en llamas y de discotecas como el Bataclan tomadas por yihadistas matando gente. Debimos de advertir que el pont des arts se había convertido en un gigantesco botellón donde la gente borracha se caía al Sena y se disipaba en el negro de sus aguas nocturnas. Que la nouvelle cuisine había sido reemplazada por el gyros para llevar. Que la ciudad era un discurso anacrónico, puro lenguaje desconectado del mundo, anacronismo que sonaba en cada clase de francés y en todas las escuelas del mundo.

Amamos tanto París y su recuerdo que parece que nunca hayamos estado allá. Que nunca hayamos odiado el metro de madrugada ni los vagabundos que pululan por los túneles de las estaciones, ni los revisores implacables, ni los apartamentos de 16 metros cuadrados, ni los guetos en que han devenido los bloques modernistas, ni las manifestaciones que se disuelven con la participación entusiasta de los antidisturbios, ni con los sondeos que pronostican un aumento disparatado del Front National de Marine Le Pen.

Cuando murió Charles Aznavour, pensé que moría con él cierta idea de París que no existía desde hacía tiempo, pero que la considerábamos, de algún modo, más auténtica que esas calles y esas plazas actuales. Les Halles ya no es el vientre de París, sino un centro comercial en el que se esconden camellos, chaperos y putas para hacer su negocio, o el lugar en el que para abrir la puerta del baño del McDonalds tienes que teclear un código que aparece en el ticket de compra.

Cuando murió Aznavour, desapareció del todo esa felicidad engañosa del París bohemio y sensiblero. Quizás es hora, lejos de los mitos y de los muertos, comenzar de nuevo a aprender cómo se vive en París, que, como decía Max Aub, es un modo de estar en el mundo, de ser feliz, de saborear la vida vieja, auténtica, y de querer regresar de vez en cuando a nuestras propias mentiras.

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